Cuando Estados Unidos elige, democráticamente, a alguien que actúa como un delincuente —como Donald Trump—, Europa no puede seguir fingiendo que comparte los mismos valores. Esto supone una crítica clara a la idea de “comunidad transatlántica”, hasta ahora basada en supuestos principios comunes.
Europa necesita un «despertar moral y estratégico«. No se trata de una diferencia ideológica entre conservadores o progresistas. Es algo más importante y grave. El mundo que se conoció tras la Guerra Fría ya no existe. Los antiguos equilibrios no están y los aliados de ayer, hoy, vemos que no comparten necesariamente nuestro valores. Neutralidad y/o complacencia ya no son opciones válidas, como tenemos ocasión de comprobar.
Cuando la primera potencia del mundo elige como presidente a un hombre condenado, investigado o acusado de atentar contra su propio Estado de derecho, contra su propia democracia y lo hace, además, de manera consciente y con evidencias probadas, no estamos ante una mera fractura o discrepancias políticas, sino ante una auténtica ruptura entre los que aún creen en el Estado de derecho, en la democracia y en la cooperación internacional y los que convierten la política en un espectáculo de fuerza, poder, impunidad o resentimiento.
Donald Trump no representa ya una desviación momentánea de los EEUU. Representa una transformación profunda de lo que fue su democracia: hoy, EEUU se comporta como una máquina de poder sin escrúpulos, que instrumentaliza la justicia, el comercio y la guerra, no en nombre del bien común ni de principios universales, sino al servicio exclusivo de sus intereses estratégicos y, en muchas ocasiones, a los intereses personales del propio Donald Trump.
Si Europa sigue vinculada a ese modelo, sin capacidad real de crítica ni voluntad de ruptura, entonces deja de ser soberana y empieza a ser cómplice. No podemos callar ante la manifiesta degradación de un supuesto aliado, ni tampoco podemos construir una alianza basada en valores comunes cuando uno de los socios los pisotea sistemáticamente.
En efecto, ¿Cómo puede la UE seguir hablando de “compromiso con el orden internacional”, de “derechos humanos” o de “reglas del comercio justo”, mientras depende militarmente de alguien que amenaza con desmantelar la OTAN, impone aranceles por capricho y ensalza autócratas (como Putin) o asesinos (como Netanyahu)?
Europa debe romper el espejismo: Estados Unidos no está —hoy por hoy— en nuestra órbita democrática. Y no por sus instituciones -algunas de las cuales están demostrando funcionar como cierto contrapeso-, sino por la voluntad de una parte importante de su electorado, que ha elegido el enfrentamiento, la impunidad y el autoritarismo como forma de gobierno. Ahora, los valores democráticos que en su día nos unieron, ya no son plenamente compartidos
Es momento, por tanto, de redefinir nuestras alianzas (económicas, ideológicas y de seguridad).
También es momento de redefinir nuestras dependencias y, sobre todo, nuestro discurso. No podemos hablar de “valores europeos” por un lado y de “relación estratégica con Trump” por otro. No podemos seguir fingiendo que compartimos principios con un país que ha elegido como máximo mandatario a quien desprecia la ley, la verdad y la democracia.
Nuestro modelo exige de liderazgos fuertes y que tengan el valor de decir «no», ante un modelo norteamericano que agrede frontalmente nuestros valores fundamentados en la democracia, el respeto a los derechos humanos y la paz. Por eso, no necesitamos líderes como Von der Leyen, una liberal timorata, o Mark Rutte, un pelota confeso.
Europa tiene mucho trabajo por hacer, fruto de la complacencia en que nos hemos instalado desde el término de la guerra fría. Hay que iniciar una nueva fase en la consolidación de la idea de Europa que exige transformaciones profundas. Se trata de una especie de refundación del proyecto europeo que refuerce nuestra soberanía, nuestra autonomía tecnológica o militar, que abra nuevos mercados comerciales y, lo más esencial, que nos confirme, como europeos, en nuestro compromiso inequívoco con la legitimidad democrática, con el respeto a los derechos humanos y con el medioambiente. Nada de esto se podrá llevar a cabo si Europa no es capaz de reconectar con las conciencias ciudadanas, antes de que las pulsiones anti-europeas consigan descarrilar definitivamente el proyecto común (ya tenemos, por desgracia a un Orban en Hungría, a Le Pen en Francia, o Vox en España, además de algunas élites culturales que no están comprometidas con el proyecto común, y con el desencanto ciudadano.).
Algunos pensadores , como J. Habermas, sí defienden una idea de Europa que se concreta en una comunidad política basada en valores universales y no en intereses nacionalistas. Otros muchos también defienden una idea de Europa que sirva al objetivo de liderar los derechos, el medioambiente, la paz, la memoria cultural o la justicia social.
En conclusión, Europa debe asumir su obligación de convertirse en sujeto político: la Historia no nos esperará.
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