SANTIAGO ABASCAL, una especie de tótem.

Santiago Abascal no ejerce el liderazgo político de forma convencional. No es un político al uso que elabore discursos complejos, ni realiza propuestas elaboradas y su vida parlamentaria tampoco es demasiado activa.

Digamos que su función es otra: Encarnar o representar una identidad emocional. Utilizando su imagen ya clásica (chaqueta entallada, barba perfilada…) Abascal es más bien un icono visual. Una especie de tótem o símbolo de una España que, según él, está amenazada y que necesita reafirmarse por medio de una simbología muy simple: la patria, la tradición, el orden…En definitiva, una presencia, la de Abascal, que no invita a la reflexión sino que despierta entre sus seguidores sentimientos de pertenencia.

A diferencia de otros líderes ultraderechistas, como Le Pen, o Wilders, Abascal carece de oratoria, estrategia o inteligencia política. En este sentido, su figura se vuelve un tanto decorativa, pero eficaz: Su sola imagen transmite autoridad viril, nostalgia franquista reciclada y rechazo a todo lo que se percibe como «la debilidad progresista». El líder de Vox no propone, ni argumenta, políticamente hablando, sólo acusa y posa. Y eso, en los tiempos de saturación política que vivimos, resulta peligrosamente eficaz.

Sin embargo, la apariencia superficial de Abascal oculta el verdadero problema: el contenido de su mensaje es profundamente antidemocrático: Vox defiende la expulsión masiva de inmigrantes, el cierre de fronteras, el ataque a los derechos de las mujeres y las personas LGTBIQ+, y la negación del pluralismo cultural o de la emergencia climática. Todo ello en nombre de una España “auténticaque nunca existió más allá del mito.

Abascal es un doctrinario que reduce todo a frases simples como la archiconocida “España no se rompe”, que simplifica al máximo la complejidad histórica, territorial y cultural de España. Esta simplificación es estratégica. Nuestra época viene marcada por el hartazgo político, y el votante no busca análisis, sino certezas.

Por supuesto, la ultraderecha no ofrece una solución, pero es muy hábil al ocuparse únicamente de  ofrecernos un enemigo. Y ese enemigo cambia según el contexto que toque en cada momento: el inmigrante, el feminismo, Europa, los catalanes, el euskera, la izquierda, la ciencia. Cualquier diferencia se vuelve amenaza.

A pesar de ese liderazgo estático, rudimentario, provocador y mediático, Vox ha alcanzado en la actualidad sus mayores cuotas de poder, lo cual debería ser una advertencia seria para todos aquellos que subestiman el fenómeno, pensando que mientras el partido esté en manos de un personaje como Abascal, las amenazas y los riesgos serán limitados.

Sin embargo, esa complacencia es peligrosa porque permite que el discurso de odio se normalice y sea asumido por amplias capas de la sociedad y sobrevivir más allá de su portavoz original.

Por eso, VOX hoy, ya no es tanto un refugio de nostálgicos del franquismo (que, por supuesto, hay), sino una expresión del malestar juvenil. Muchos de sus votantes ignoran, por ejemplo, quién fue Onésimo Redondo, ni rezan el rosario y tampoco aspiran a un nacional-catolicismo. Son jóvenes urbanos, culturalmente digitales y nihilistas, que encuentran en VOX una forma de rechazo, no de construcción. Para estos jóvenes, la política es una forma de canalizar sus frustraciones y ridiculizar el sistema. Por eso, en VOX confluye una rabieta emocional que va ganando intensidad y Abascal ejerce más como el sumo sacerdote al frente de la indignación, que como político estructurado. El resultado es un espectáculo macabro con grandes dosis de venganza social. Abascal predica una rabia y un odio que no están justificados.

Pero, también Santiago Abascal puede ser visto como síntoma del declive democrático. Su retórica no sería alarmante si no fuera porque el contenido que transmite es profundamente destructivo, y porque una parte significativa de la sociedad ha dejado de diferenciar entre el espectáculo político y la acción política. Es decir, en lugar de valorar la política como espacio de deliberación, muchos la ven como un espectáculo, gestos, frases virales, polémicas mediáticas, poses de escenario… y ya sabemos que, en este terreno, los populismos, en especial los autoritarios, prosperan fácilmente: no necesitan convencer, sólo necesitan agitar.

Pero volvamos a Abascal. El personaje es ridículo, sí. Pero eso no lo hace menos peligroso. Al contrario: lo convierte en una trampa perfecta. Porque mientras el ridículo líder distrae, los seguidores violentos e incendiarios, avanzan.

La ultraderecha española ya no necesita ideas. Tiene suficiente con exhibir símbolos, frases vacías y enemigos comunes, ya sean éstos reales o imaginarios. Y en esa lógica, Abascal es perfecto: no piensa, no construye. Solo ocupa su espacio. Pero su espacio no es neutro. Es el espacio donde la democracia se debilita y la furia se organiza.

Podemos pensar que, en apariencia, todo esto se trata solo de ruido, de exageraciones patrióticas sin consecuencias. Pero, en realidad, es un terreno fértil para el resentimiento social, donde se cultivan el odio al diferente, el desprecio al saber o la burla a los derechos humanos.

No puede subestimarse ese espacio porque, si lo hacemos, permitimos que crezca sin control una forma de política que no quiere gobernar, sino imponer. Una política que no está basada en la discusión, sino en el grito; que no tiene como arma principal la argumentación, sino el insulto. Allí donde la política está basada en enemigos, eslóganes, sin propuestas ni diálogo, la democracia se debilita y el debate público se erosiona de tal manera que, al final, todo queda en un «nosotros contra ellos«.

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