¿Tiene sentido la filosofía hoy, en tiempos de enajenación e inmediatez?

Vivimos hoy una época dominada por la velocidad, por el consumo inmediato y por la dictadura de los rendimientos. Todo nos lleva a producir más, alcanzar resultados, ser rápidos. El tiempo se ha convertido en una mercancía, y la palabra ha sido sustituida por los datos. En este escenario, la pregunta por el valor de la filosofía puede parecernos fuera de lugar: ¿Qué puede aportar una disciplina que no resuelve problemas técnicos inmediatos, que no promete el éxito o el beneficio, que no busca convencer sino comprender?

Sin embargo, la filosofía está lejos de ser un saber muerto. Hoy es más urgente que nunca, no porque ofrezca respuestas definitivas, sino porque abre fisuras en todo lo que hoy se nos presenta como inmediato o evidente, rescata al silencio del ruido y devuelve la profundidad al pensamiento. Cuanto más acelerado y tecnificado es el mundo, más urgente se vuelve la necesidad de pensar.

El sentido de estas líneas es mostrar que la filosofía sigue siendo una práctica de libertad, de crítica y de humanidad. Frente a la vulgarización del lenguaje, la pérdida del sentido y del significado, la filosofía se alza como un acto lúcido y de resistencia. No es un saber que pertenezca a una élite, ni tampoco es una reliquia del pasado, sino una forma de transitar por el mundo, con conciencia.

  • La filosofía como necesidad humana

Desde sus orígenes, la filosofía no nació como una ciencia académica, sino como una manera de vivir. No se enseñaba en manuales. Era diálogo, provocación y búsqueda. Sócrates, el símbolo de ese nacimiento, no dejó escritos ni fundó una escuela formal: conversaba en el ágora, incomodaba, hacía preguntas sencillas pero de consecuencias muy profundas. Sócrates incomodaba y desafiaba los saberes establecidos. Fue condenado, no por lo que sabía, sino por lo que hacía: despertar la conciencia crítica en un mundo que permanecía cómodo en la ignorancia y la superstición. Filosofar era para Sócrates cuidar nuestra alma y examinar la vida en búsqueda de la verdad, aunque pudiera resultar doloroso. Como escribió Platón en su diálogo la «Apología de Sócrates», “una vida sin examen no merece ser vivida”.

Esa es la actitud que define a la filosofía como un ejercicio de libertad. Desde luego, no se trata de la libertad del consumo, como proclaman algunos políticos, ni la libertad de elegir superficialmente, sino la libertad de pensar, de no dejarse arrastrar por la opinión, por la costumbre o por lo establecido.

Hoy, sin embargo, la norma parece ser más bien no realizar un examen de la vida, sino que las decisiones se tomen por inercia o que los algoritmos predigan nuestros gustos antes, incluso, de que los tengamos. Los valores no se construyen ni se discuten: se consumen, y, aunque parece que se nos invita a «ser nosotros mismos«, esa invitación está hecha desde los perfiles digitales que maneja el mercado.

La filosofía, lejos de estar superada, es más necesaria que nunca: no como un saber erudito o especializado, sino como una «praxis» vital, como un ejercicio cotidiano para recuperar la atención, la profundidad, la interioridad. La filosofía, hoy, implica desconfiar de todo lo que se nos presenta como «lo evidente» y nos ayuda a pensar por cuenta propia y reformular preguntas.

Como señalaba Pierre Hadot, “la filosofía antigua no era una teoría abstracta, sino una manera de vivir, una actitud ante la existencia” (Ejercicios espirituales y filosofía antigua, 1995). Esta dimensión existencial sigue viva, aunque eclipsada por la tecnificación del saber y la avalancha de información.

  • Resistir la inmediatez

La gran amenaza para el pensamiento contemporáneo no es la censura ni la ignorancia, sino la saturación. La cultura digital ha creado un entorno donde el exceso de información impide el conocimiento. El pensamiento se ve desplazado por la opinión (doxa), la reflexión por la reacción, la pregunta por la consigna.

Algunos filósofos contemporáneos se han referido a este fenómeno de la saturación. Byung-Chul, por ejemplo, escribía sobre ello en su obra «La sociedad de la transparencia» y con razón argumentaba que: “La avalancha de información no permite la formación de la verdad. La transparencia total no deja espacio para lo verdadero” y Byung-Chul, desde luego, no es el único pensador que reflexiona en esa línea. Muchos de ellos coinciden en proponer una resistencia ética y estética: recuperar el misterio, el cuidado, el tiempo, la lentitud o la vuelta a lo esencial.

En suma, frente a la lógica del “scroll infinito”, del tiempo sin pausa, sin reposo, la filosofía propone lo opuesto: pausar, demorar, escuchar, articular un sentido más allá del ruido. No se trata de negar la tecnología, sino de usarla antes de que ella pueda usarnos a nosotros. Pensar, en este contexto, es una forma de desobediencia a la lógica imperante del rendimiento o del resultado. La Filosofía no nos proporciona una «app», ni una solución inmediata, pero sí nos invita a realizar un gesto radical: pararse a pensar, preguntar, discernir, ser insumisos mediante la pausa reflexiva.

  • Ética, la pregunta por el bien

Todos sabemos que vivimos en un mundo hiperconectado. Pero la hiperconexión no parece que haya generado una empatía mayor porque el acceso ilimitado a la información ha puesto de manifiesto la gran dosis de indiferencia y des-humanización que nos afecta. Por ejemplo, lo que está pasando en Gaza es una constatación brutal y dolorosa de esa indiferencia. Esto hay que entenderlo en un marco general que atañe más a los gobiernos que a los ciudadanos, entre los cuales hay, sin duda, personas horrorizadas ante ese y otros sufrimientos.

Por otra parte, el exceso de información nos hace más vulnerables a la manipulación, a la simplificación moral y al odio, que se hace «viral», por utilizar una expresión actual.

Lo que hoy realmente se impone no es lo más verdadero, sino lo que más impacta, utilizando nuestras emociones como herramientas de control y polarización; la simplificación, reduce casi todo a esquemas binarios: buenos/malos, víctimas/culpables, ellos/nosotros. Desde esta lógica se impide la comprensión real de los problemas y se alimentan las posiciones cerradas, los fanatismos y la ausencia de matices en nuestros juicios.

La filosofía-ética, en esta situación, no puede seguir proponiendo normas abstractas. Tiene que asumir el reto de pensar desde las situaciones reales: preguntarse qué estructuras de poder o económicas son las que alimentan la injusticia y convierten todo, incluso la moral, en un espectáculo.

Considero prioritario, ante el déficit de empatía, que señalábamos más arriba, que la filosofía ética dirija su mirada a la vulnerabilidad de los otros. A todos aquellos que están excluidos sistemáticamente de las promesas del bienestar. La responsabilidad del pensar ético y filosófico pasa hoy, inexorablemente, por pensar en el «rostro del otro», en su sufrimiento, tal y como ha desarrollado en su obra el filósofo Emmanuel Lévinas, -superviviente de un campo de concentración nazi- o la propia Martha Nussbaum : “La filosofía tiene la tarea de formar una imaginación moral que nos haga responsables ante el sufrimiento ajeno” (en su obra: «Las fronteras de la justicia»).

  • Política: repensar la libertad

Es cierto que las instituciones democráticas siguen en pie: hay elecciones, parlamentos, debates públicos, etcétera. Pero lo que antes era espacio de deliberación, hoy está contaminado por la polarización, por los intereses que hay detrás de cada mensaje. Intereses que no se corresponden, la mayoría de las veces, con los intereses de los ciudadanos.

En este contexto, la filosofía política no puede renunciar a su tarea crítica: desnaturalizar el poder, proponer otras formas de vida en común, defender el juicio frente al dogmatismo.

Hannah Arendt insistió en que “el ejercicio del pensamiento es, en sí mismo, una experiencia de libertad”La vida del espíritu», 1971). Desde luego, la libertad, como núcleo de toda teoría política, no puede quedar reducida a eslóganes consumistas y vacíos, como ha sido presentada en algunos discursos.

La tradición política moderna se ha confeccionado partiendo de dos concepciones tradicionales: la libertad negativa, entendida como ausencia de interferencias externas, y la libertad positiva, entendida como autodeterminación del sujeto o del colectivo. La primera fue la inspiración del liberalismo y la protección de los derechos individuales frente al poder estatal; la segunda está en la base de los proyectos republicanos o socialistas que aspiran a construir mejores condiciones culturales y de vida, bajo el prisma del concepto de emancipación (en el contexto político y social, la emancipación se refiere a personas o grupos oprimidos que recuperan su autonomía, su dignidad y su capacidad de decidir sobre su propia vida).

Pues bien, repensar la libertad, como se señala en este apartado, implica superar esa dicotomía existente entre la libertad positiva y la negativa.

Por eso, es importante recordar aquí la visión que propuso Hannah Arendt al afirmar que la libertad no es sólo un estado o un derecho sino una práctica política concreta: se trata de la posibilidad de interactuar con los otros en un espacio público. Lo importante es resaltar el concepto de espacio público, no como lugar físico, sino como el ámbito simbólico donde los ciudadanos pueden deliberar sobre todo lo que les es común. En efecto, la libertad no es posible sin la pluralidad, sin el reconocimiento mutuo, sin las instituciones que promuevan el diálogo en vez de fomentar el consumo o la obediencia. Pero, lo que ha ocurrido, es que el neoliberalismo ha engullido la libertad por medio del mercado. De esta manera, la libertad es presentada como la facultad de elegir, de consumir de manera personalizada, de la libre competencia, etcétera, para hacer del ciudadano un emprendedor de sí mismo.

Yo, defiendo más la recuperación de la libertad como cultura de la participación y de la responsabilidad mutua. Más que poseer la libertad se trata, simplemente, de ejercitarla junto a otros. No se trata de excluir la libertad individual, sino de enriquecerla cuando se reconoce que somos seres sociales, que nadie es completamente solo, y que nadie puede ejercer su libertad sin un entorno social que lo permita.

Lenguaje: rescatar el sentido

Es triste, pero todos podemos constatar que el lenguaje ha sido reducido a herramienta de manipulación, slogan, marca o consigna. Palabras como “libertad”, “justicia” o “igualdad” circulan, muchas veces, sin contenido. En este terreno, la filosofía del lenguaje puede —y debe— intervenir: no para imponer definiciones, sino para abrir preguntas, aclarar malentendidos, desmontar falsas oposiciones.

En las primeras décadas del siglo XX, un filósofo llamado Wittgenstein, afirmaba que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Se refería a que todo lo que puedo pensar, conocer y entender es lo que puedo expresar con palabras. Lo que está fuera de las palabras también queda fuera del mundo que puedo comprender.

La posición de Wittgenstein es, evidentemente, muy criticable. Hoy día, la filosofía contemporánea insiste en que la razón no es el único camino del conocimiento, que también existe el cuerpo, las emociones…

Pero, nos sirve como ejemplo para reflexionar que, en un mundo donde el lenguaje se empobrece, el pensamiento también se empobrece y se degrada. No se trata solo de perder palabras, sino de perder matices, sentidos, posibilidades de comprender y transformar la realidad. La tarea filosófica consiste, entonces, en ampliar el lenguaje para que podamos referirnos a todo aquello que no cabe en los discursos racionales dominantes. Hay experiencias -como el dolor, la locura, el deseo, el cuerpo, el duelo- que no encuentran expresión verdadera en los lenguajes técnicos, economicistas o burocráticos.

Es necesaria, por tanto, la ampliación del lenguaje, lo cual es también una tarea filosófica: dar voz a todo lo que ha sido considerado irracional, subjetivo, inútil, para integrarlo también en nuestra comprensión del mundo. Sólo así, el lenguaje puede volver a ser una herramienta de sensibilidad y no sólo de control y de gestión.

  • La filosofía como cuidado del alma

Hay un punto que considero interesante y que será, posiblemente, novedoso para algunos que lean estas líneas. La filosofía no es solo crítica: también consiste en el cuidado de sí.

en efecto, en un tiempo de ansiedad, hiperproductividad, velocidad… pensar filosóficamente es también un acto de sanación. No en el sentido médico, claro está, sino como atención a lo esencial, al sentido, a la finitud, a lo verdaderamente valioso. La filosofía nos permite sentir el tiempo de otro modo. Esto no es algo exclusivo de la reflexión filosófica. También la música, la poesía o el arte cumplen esa función de sanación, de pausa, de contacto con aquello que no es ostentoso, sino profundo, pequeño, invisible. Digamos que, en un mundo que se acelera, el arte y la filosofía nos enseñan a pausarnos.

La filosofía no viene a competir con la ciencia, con la economía o con la praxis política. No es su función, ni tiene los elementos necesarios para llevar a cabo esa competencia. Pero sí que puede sostenerlas, interrogarlas, humanizarlas. Es la única disciplina que puede preguntar no solo cómo funciona el mundo, sino por qué estamos en él, qué queremos hacer con él y cómo queremos vivir en él.

No me queda más que concluir que la filosofía sigue siendo esencial, no por nostalgia, sino por necesidad. En este presente atravesado por crisis ecológicas, tecnológicas y existenciales, el pensamiento filosófico no es un adorno, sino una forma de resistencia, de lucidez y de libertad. Su tarea no es ofrecer respuestas fáciles, sino volver a las preguntas fundamentales; devolver a nuestras palabras la profundidad necesaria para que accedan a lo invisible, lo frágil, lo valioso, a todo lo que ha sido históricamente silenciado por los lenguajes del poder.

No es fácil, pero el simple hecho de pensar ya es un gesto heroico.

Deja un comentario