Aproximación al existencialismo como resultado de una incomodidad frente al «hombre de la razón pura»

  • Durante siglos, la filosofía pareció jugar a un juego perfecto: buscar verdades universales, construir sistemas cerrados, definir al ser humano como un sujeto racional, libre y moralmente autónomo.

Desde Platón a Kant, pasando por Descartes, Hegel o Spinoza, la filosofía intentó construir el edificio del saber total. Formuló preguntas esenciales, ¿Qué es el Ser?, ¿Qué es la verdad?, ¿Qué es el bien? A esas preguntas, respondía con estructuras o sistemas conceptuales cerrados, que pretendían explicar la totalidad del mundo, la razón, el alma, Dios, la moral, etcétera.

El hombre fue presentado como un sujeto racional, libre, responsable capaz de conocer y actuar conforme a principios universales. Era el “hombre de la razón pura”. El que se convirtió en el protagonista de los grandes tratados: un ser que piensa, que conoce, que actúa según leyes que él mismo se da.

Pero algo estaba fallando. Ese sujeto racional no sangra, no llora, no ama desesperadamente. No se sorprende a sí mismo preguntándose para qué vive. Puede parecer un Ser perfecto, sí, pero también inhumano.

  • Y es ahí donde aparece el existencialismo.

Más que una escuela filosófica, el existencialismo es una llamada de atención: la vida no es un concepto, es una experiencia. No somos ideas. Somos cuerpos que sufren, corazones que dudan, mentes que se ahogan o que se angustian buscando un sentido. Por eso, el existencialismo piensa al ser humano desde dentro: desde su finitud, su muerte, su miedo, su contradicción.Todo aquello que el racionalismo dejó fuera —el miedo, la libertad, el sinsentido, la muerte— es lo que el existencialismo pone en el centro.

Cuando Kierkegaard, en el siglo XIX, escribe sobre la angustia, no está haciendo teoría: está hablando desde dentro. “La angustia es el vértigo de la libertad”, dice. Esa frase encierra toda la revolución existencialista. Porque si el ser humano es libre, entonces está solo, sin una guía de ayuda, sin un mapa que pueda seguir. Y esa soledad puede resultar dolorosa.

Lo verdaderamente revolucionario en la expresión de Kierkegaard, es que la libertad no implica necesariamente felicidad, como creía la Ilustración. La libertad es también miedo, angustia, vértigo o soledad, porque significa que ya no hay caminos establecidos. Al contrario, nos obliga a construirnos, a elegir, a edificar una vida que no nos viene dada.

La filosofía posterior – Sartre, Camus, Unamuno, Simone de Beauvoir, etcétera- recogerá el desafío de Kierkegaard: si somos libres, estamos solos y, si estamos solos, no queda más remedio que inventarnos. Pero el «inventarnos», duele y genera angustia. La filosofía existencial no ignora la angustia: la asume.

Sartre lo llevará al extremo: “El hombre está condenado a ser libre”. Se refiere a un hombre condenado a no poder dejar de elegir. No hay una naturaleza humana fija, una esencia, un “deber ser” universal. Solo hay un ser que tiene que hacerse a sí mismo, eligiendo en cada momento, sin excusas. No hay Dios, no hay esencia, no hay destino. Solo libertad, y el vértigo que esta produce.

Para Nietzsche, Camus o Sartre, la «muerte de Dios» no es una cuestión teológica, sino una experiencia histórica y personal: el mundo ya no tiene garantizado un sentido trascendente y, sin esa referencia, el hombre se queda solo con su libertad.

Cuando Nietzsche proclama la «muerte de Dios« en su obra, «La Gaya ciencia», se refiere a que las certezas que sostenían al mundo occidental ya no son tales: no podemos creer verdaderamente en los valores religiosos tradicionales o en la moral cristiana, y el ser humano se queda sin un fundamento último que le diga dónde está el bien, qué es lo que debe hacer.

Sartre recoge el guante: «Si Dios no existe, entonces todo está permitido», pero la contrapartida es que todo depende de nosotros. Y Camus es, si cabe, más radical: todo lo que hacemos carece de sentido trascendente. Entonces, ¿Por qué vivir?

Decía, más arriba, que la muerte de Dios es una experiencia histórica. En efecto, surge como fruto de un proceso largo, complejo y profundo, que se arraiga en la historia, en la ciencia, en la filosofía o en la experiencia humana. Veamos los hitos más significativos de ese proceso:

Con el Renacimiento y, mucho más claramente, con la Ilustración, la Razón comienza a cuestionar todo. Se reafirma el poder del pensamiento racional en detrimento de la autoridad de la Iglesia, de las Escrituras, de los dogmas. Hay una pérdida progresiva de confianza en las verdades reveladas y un interés del ser humano por obtener sus propias respuestas.

Con los conocimientos de Copérnico, Galileo, Newton o, más tarde, Darwin, el universo puede explicarse sin necesidad de que intervenga una voluntad divina. La física y las matemáticas nos ofrecen leyes, sin necesidad de hacer referencia a Dios.

La filosofía también duda. Con Descartes, Hume, Kant o Nietzsche, ya no se buscan verdades absolutas, y se reconoce la fragilidad del saber. Descartes inaugura la duda metódica; Hume cuestiona uno de los principios metafísicos más importantes: la causalidad; Y Kant revela los límites de la razón; La filosofía se vuelve más crítica, desconfiando de valores que hasta ahora se consideraban seguros.

Por último, la historia de guerras, genocidios, el holocausto o Hiroshima, han dejado una huella de horror en el siglo XX. Muchos pensadores se cuestionan: ¿Cómo creer en la bondad de un Dios, o en un orden moral, después de Auschwitz?

En definitiva, nos quedamos solos ante el mundo, sin un Dios que nos dé sentido, sin valores absolutos y sin guía para el destino. Y esa soledad, puede generar angustia pero también la oportunidad de volver a crear valores, o elegir el sentido de nuestra vida desde uno mismo.

  • El existencialismo fruto de una incomodidad radical

En efecto, el existencialismo nace, sobre todo, de una incomodidad radical. Incomodidad con los sistemas que han tratado de explicar todo; Incomodidad con una razón que ignora los aspectos emocionales, el cuerpo, la vulnerabilidad; Incomodidad con una vida que parece haberse quedado sin sentido. Por eso, cuando Miguel de Unamuno escribe «Del sentimiento trágico de la vida«, lo hace desde una herida abierta: la de saberse mortal, finito, y sin embargo se niega a aceptar que no hay nada, que no hay un sentido. Su pensamiento nace del dolor y de la contradicción, del desgarro que se produce entre la razón y el deseo. Por eso, grita: “No quiero morirme. No, no quiero”: sabe que es un ser que morirá pero su alma se resiste y grita, no con un argumento lógico, sino con un argumento humano.

Unamuno, como Kierkegaard, como Camus, como Sartre, no escribe desde la razón pura, sino desde el alma rota. Su filosofía no es un sistema, es una batalla interior. No se buscan respuestas definitivas, sino vivir efectuando preguntas con dignidad.

Albert Camus lo entendió de forma magistral. En «El mito de Sísifo«, plantea que el único problema filosófico serio es el suicidio. Porque si la vida no tiene un sentido garantizado —si no hay Dios, ni destino, ni propósito—, ¿por qué no rendirse? ¿Por qué seguir viviendo?

Su respuesta no es un consuelo, sino una rebelión absurda: hay que vivir a pesar de todo, asumiendo el absurdo con dignidad. Por ello, su héroe es Sísifo, porque a pesar de estar condenado a subir eternamente una piedra cuesta arriba, y sabiendo que eso es absurdo, decide hacerlo y vivirlo intensamente.

Ese es, tal vez, el mayor legado del existencialismo: no nos ofrece certezas, pero sí un camino. No nos dice quiénes somos, pero nos exige que nos convirtamos en quienes elegimos ser. Nos recuerda que pensar no es alejarse de la vida, sino mirarla con lucidez.

El «hombre de la razón pura«, el de los ideales abstractos, sirve para construir sistemas, leyes, esquemas. Pero cuando llega el dolor, el vacío o la pérdida, su análisis no es suficiente.

El existencialismo viene a recordarnos que somos seres que sienten antes de pensar, que dudan antes de conocer. Que no hay filosofía sin el cuerpo, el miedo o el deseo, y que lo más humano que podemos hacer no es entender la vida, sino vivirla a pesar de no entenderla.

Como Sísifo

Deja un comentario