“Lo que fue, eso será,
y lo que se hizo, eso se hará;
no hay nada nuevo bajo el sol.”
(Eclesiastés 1:9)
Solemos pensar, o se nos ha dicho alguna vez, que vivimos en sociedades libres, donde la ley garantiza la igualdad de todos. Pero, ¿nos hemos preguntado si esa igualdad es real o sólo es un discurso?
El filósofo colombiano, Francisco Cortés Rodas, tiene un artículo muy interesante, titulado «La filosofía política del liberalismo» donde nos invita a mirar de cerca la ambivalencia del pensamiento liberal, tomando como referencia las ideas de tres grandes pensadores del liberalismo: Thomas Hobbes, John Locke y John Rawls. Y, lo que descubre es revelador: aunque el liberalismo afirma defender la libertad y la igualdad, en la práctica ha servido para justificar las desigualdades profundas, especialmente en torno al concepto de propiedad privada.
Hobbes consideraba que el ser humano es violento por naturaleza. Por eso, para poder vivir en paz, tenemos que ceder parte de nuestra libertad a un Estado fuerte: el famoso Leviatán. Pero, atención: ese Estado no nace para hacer justicia igualitaria para todos, sino para garantizar que nadie te pueda quitar tus bienes.
Locke es, tal vez, algo más optimista: cree que los hombres pueden vivir en paz si respetan la ley natural. Pero también afirma que quien trabaja tiene derecho a quedarse con lo que produce y tiene también derecho a acumular mucho. O sea, los ricos tienen derecho a serlo y los que no tienen riqueza (propiedad), quedan fuera del poder político: los pobres, en la práctica, no cuentan.
En cuanto a Rawls, también se quedó corto. Según explica Cortés Rodas en su artículo, no propone transformar las raíces económicas del problema, sino sólo suavizar un poco sus efectos.
En suma, la conclusión del artículo del pensador colombiano es que el liberalismo, en las versiones de Hobbes, Locke y Rawls, no consigue romper con el modelo de propiedad burgués, como base del poder político. Rawls es el que va un poco más lejos, pero sigue en la lógica liberal que da prioridad a una igualdad formal, más que a una igualdad sustantiva o real. El liberalismo, pese a sus promesas de igualdad y libertad, reproduce históricamente el mismo patrón de exclusión. en el fondo, se trata de seguir conservando los privilegios de los que ya tienen poder, especialmente poder económico.
Lo que vemos en Hobbes, Locke y Rawls, no es sólo teoría política. Es una historia contada por aquellos que tienen algo que perder si las cosas cambiasen de verdad. Lejos de ser algo nuevo, todo esto es una reiteración de patrones históricos que conservan su misma lógica: el mantenimiento del poder. Nuestra historia, está repleta de avances tecnológicos y de nuevas formas de comunicación, pero parece girar en círculos. La frase bíblica “no hay nada nuevo bajo el sol” resuena nuevamente con fuerza cuando contemplamos los males que nos acechan hoy: guerras interminables, mentiras institucionalizadas, corrupción estructural, autoritarismos reciclados, irresponsabilidad climática, populismos seductores, bulos virales o el auge de una ultraderecha que bebe de las fuentes más oscuras del pasado.
Desde Troya o las guerras del Peloponeso hasta los conflictos actuales en Ucrania o Gaza, la guerra es la expresión más brutal, más persistente y más destructiva de la humanidad. Cambian los pretextos —dioses, territorios, recursos, ideologías— pero el fondo es el mismo: dominación, muerte, desplazamiento. La guerra convierte al enemigo en algo que ya no es humano: lo transforma en objetivo, amenaza, terrorista, infiel, comunista, invasor o criminal, para que su destrucción parezca que está moralmente justificada. Por si no fuera bastante, las tecnologías bélicas se perfeccionan, pero el resultado sigue siendo la deshumanización del otro y la devastación de la vida.
En el siglo XXI, seguimos resolviendo algunas disputas como lo hacían los imperios antiguos, pero la forma es diferente: los hoplitas griegos luchaban hombro con hombro en una formación cerrada que se llamaba falange. Marchaban a pie para encontrarse con su enemigo: veían su cara, su miedo y su sangre. Hoy, en cambio, el conflicto se libra desde la distancia, con drones, misiles, pantallas y algoritmos. El que da la orden o aprieta el botón, no ve al otro, no siente nada, ni siquiera piensa en el otro como alguien que es real. Sólo le importa la supuesta precisión del dron o del misil. Es una guerra, si cabe, más peligrosa porque elimina todo vínculo humano con el daño que causa. Mientras tanto, la mentira bélica sigue al servicio del poder: las invasiones se disfrazan de «misiones humanitarias«, bombardeos «quirúrgicos», ocupaciones en «defensa de la libertad«
Tampoco la mentira política es novedad. Ya Platón nos advertía en La República (libro III) sobre la “noble mentira” como instrumento de orden social: no se refería a una mentira egoísta o dañina, sino a un mal necesario al servicio del bien común: Una ficción con propósitos morales y políticos.
Hoy, sin embargo, la mentira política ha perdido la nobleza de la que hablaba Platón para revelarse como un arma cotidiana en el discurso político. Desde la negación de crisis sanitarias, incumplir promesas electorales o falsear los datos curriculares, hasta la manipulación mediática, el espectro es amplio. Vivimos en una era donde la verdad importa menos que la eficacia del mensaje. El objetivo es vencer, no convencer; dominar, no dialogar. La mentira es, pues, una herramienta estructural que legitima guerras, oculta desigualdades, sostiene los privilegios o criminaliza al que es diferente o disiente.
La posverdad actual es un fenómeno en el que los hechos objetivos ceden ante las emociones, los prejuicios y las narrativas de creencias personales, aunque éstas sean falsas. No pretende encontrar la verdad: la construye o la inventa y la ofrece, no para comprender, sino para consumir. La posverdad no ha inventado la mentira: sólo la hace más rentable.
Junto a la mentira, la corrupción sigue siendo la sombra persistente del poder. Ya en el Imperio Romano, por citar un ejemplo, los cargos públicos se compraban; en las cortes absolutistas, los favores se otorgaban por linaje o soborno. Ahora, llevamos a cabo mecanismos más sofisticados: adjudicaciones amañadas, puertas giratorias, financiación ilegal. Pero la lógica persiste: enriquecerse desde dentro del sistema, traicionar lo común. La corrupción se adapta, pero nunca desaparece.
Los autoritarismos del presente no son réplicas exactas de Mussolini o Franco, pero se inspiran en ellos. Se presentan como salvadores del orden, del pueblo, de la patria, de los valores o de la religión. Rechazan la disidencia, desprecian el pensamiento crítico, atacan a la prensa y erosionan poco a poco las garantías democráticas. El autoritarismo ya no necesita uniformes ni censura explícita: basta con el control algorítmico, el miedo y rechazo al otro (emigrante) y el culto al líder.
Desde la Revolución Industrial, hemos vivido como si la Tierra fuera infinita. Las advertencias no han faltado: científicos, movimientos ecologistas, catástrofes naturales cada vez más frecuentes, etcétera. Pero seguimos igual. Se firman acuerdos, se pronuncian discursos grandilocuentes… y luego se perforan nuevas plataformas petroleras. La destrucción del planeta es un acto de ceguera, que se repite generación tras generación.
El populismo, por su parte, se alimenta de la decepción, del resentimiento, del dolor colectivo. Ya en la Roma de los Graco se utilizaba la figura del tribuno del pueblo para movilizar masas contra las élites. Hoy, líderes carismáticos, de derecha o izquierda, repiten la fórmula: prometer el paraíso mientras ocultan su impotencia o su cinismo. El populismo no busca soluciones, sino culpables; no construye futuro, sino nostalgia.
La desinformación tampoco nació con internet. En el medievo se propagaban rumores de que las plagas que eran causadas por ciertas minorías; en el siglo XX, las dictaduras inventan enemigos internos. Hoy día, lo nuevo no es la mentira, sino la velocidad. Un bulo, antes limitado a una plaza hoy puede recorrer el mundo en segundos. Pero el principio persiste: manipular la percepción de los ciudadanos para moldear desde el poder o facilitar el acceso al mismo.
Para concluir, quienes pensaban que la Segunda Guerra Mundial había derrotado definitivamente al fascismo se equivocaron. La ultraderecha ha vuelto: disfrazada de defensa de la identidad, de lucha contra la globalización, de resentimiento cultural. Comparte con los fascismos históricos el desprecio por la diferencia, el nacionalismo excluyente, el machismo militante y el odio como motor. No hay nada nuevo en su violencia, solo nuevas formas de difundirla.
Por eso, más que nunca, necesitamos volver a pensar desde otro lugar. No para repetir los viejos discursos, sino para desmontarlos. No para soñar con un Estado más eficiente, sino con una sociedad más justa. Es la vida la que debe estar en el centro, y no la propiedad.
- Conclusión: el eterno retorno del desastre
Tal vez sintamos nuestra época como única, y eso es cierto, pero no en las cuestiones que acabamos de mencionar. En ellas, somos parte de una rueda histórica que gira sobre los mismos ejes de ambición, miedo, odio y olvido. Si hay algo verdaderamente trágico en la expresión “no hay nada nuevo bajo el sol”, es que, sobre esas cuestiones no parece que hayamos aprendido demasiado. Y sin aprendizaje, no hay posibilidad de cambio. Como alguien escribió: “quien no recuerda su historia está condenado a repetirla”. Lo que necesitamos no son novedades, sino conciencia. La repetición puede ser una condena, pero también una advertencia, y estamos obligados a escucharla.
Deja un comentario