(Después de algunas entradas referidas a la dramática situación en Gaza, retomo alguna reflexión de corte filosófico, para no traicionar el espíritu con el que me propuse crear el blog: la alternancia de aspectos de la realidad política y de reflexiones filosóficas que puedan aportar valor a los posibles lectores…)
Hoy, nuestro mundo ha desarrollado un tipo predominante de verdad: aquella que puede medirse, que se comprueba o se verifica. Ahora, consideramos que algo es verdadero cuando se corresponde con un hecho que podemos observar o experimentar, o cuando se atiene a los principios de la lógica.
Esta idea de verdad, es la que ha arraigado en la ciencia y en el pensamiento moderno. Sin duda, eso supone una forma muy poderosa de concebir la verdad, puesto que nos ha permitido construir el conocimiento técnico, desarrollar tecnologías, dominar procesos físicos y sociales, etcétera.
Pero, si nos ocupamos sólo de aquello que podemos comprobar o verificar, en alguna otra parte se hace el silencio: un silencio que se extiende sobre las preguntas esenciales: ¿Qué es el ser? ¿Qué significa que algo sea? ¿Qué lugar ocupa el ser humano cuando el mundo se desvela o se nos muestra?
Se trata de un silencio profundo, casi imperceptible… un silencio que nos duele porque nos arrebata algo nuestro, humano e íntimo: la búsqueda de sentido, más allá de todo aquello que se puede medir. Es un silencio que no es neutral, porque marca la separación entre lo que importa y lo que no; porque ensalza lo científico como si fuera la única voz legítima mientras que lo demás -el arte, la fe, la belleza o el misterio- queda exiliado al terreno de lo irrelevante, de lo «silenciado«.
Cuando la verdad se transforma exclusivamente en una cuestión de adecuación o concordancia entre una proposición y la realidad, o entre conceptos dentro de un sistema formal, lo que hacemos es dejar fuera su dimensión más originaria: la verdad como acontecimiento, como algo que irrumpe, que se revela, que nos transforma.
Esa dimensión originaria fue la que que conoció y pensó, sin embargo, el pensamiento griego antiguo, y la llamó «aletheia» (ἀλήθεια).
La «aletheia» no es una verdad distante o fría. No es una verdad que precise de pruebas, fórmulas o consensos. Es otra cosa. Es una revelación repentina que posibilita que lo que siempre estuvo ahí, se haga presente, no porque lo busquemos sino, simplemente, porque ha decidido mostrarse y dejarnos ver la mismidad de su ser, sin máscaras, sin ficciones. La ἀλήθεια es la verdad primigenia que revela o pone al descubierto el auténtico sentido del ser. Un sentido que sólo es posible contemplar cuando se descorre el velo que lo mantenía oculto…
- El Ser, como aparición, en el mundo antiguo
Para los griegos arcaicos, la verdad (aletheia), no era algo que se discutía en términos lógicos, sino aquello que se abría paso, que se mostraba sin ambigüedad, como una presencia luminosa que nos permitía ver y sentir con claridad. Cuando esos griegos hablaban de «decir la verdad«, se referían a desvelar lo que está oculto. Por eso, los poetas y los aedos – Hesíodo u Homero – eran los custodios de la «aletheia»: sus palabras no eran opinión, sino evocación de aquello que es por sí mismo. No buscaban convencer, sino manifestar un sentido vivido.
Los protagonistas de sus epopeyas, los héroes homéricos – Aquiles, Odiseo, Héctor, Príamo y tantos otros -, cuando hablan, no lo hacen desde el razonamiento ni desde la argumentación demostrativa: sus voces resuenan como verdaderas, simplemente, porque revelan el sentido auténtico de sus vivencias ya sea en la guerra, en la gloria, o en su cólera: «Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles»… es el primer verso de la Ilíada. Con ello, Homero, no da paso a una historia argumentada, sino a una verdad que queda encarnada en una pasión fundamental. La cólera es la fuerza motriz del poema, y el canto es la forma sagrada de hacerla resonar.
- Parménides, primera forma filosófica de la «aletheia»
Parménides fue hijo de un emigrante. Hay que decirlo en estos días de tanta tribulación hacia los que vienen de fuera.
Nació en Elea (actualmente Velia, en la región de Campania) pero era originario de una familia griega procedente del este del Mediterráneo (las fuentes apuntan a Focea, en Asia Menor). Como muchos otros pensadores presocráticos – Tales, Anaximandro, Heráclito o Pitágoras -, Parménides perteneció a esa diáspora jónica que permitió el florecimiento de la filosofía al amparo del contacto con otras culturas, en los límites entre oriente y occidente que por entonces eran conocidos.
En su gran poema filosófico – «Sobre la Naturaleza» (Περὶ φύσεως, Perì phýseōs, en griego), la vía de la aletheia (verdad) es la única que conduce al Ser, mientras que la vía de la doxa (opinión) se queda en el reino de las apariencias. Con ello, Parménides quiere decir que la verdad no es algo que se busca fuera, sino algo que se revela cuando el pensamiento se atreve a dejar de mirar la multiplicidad de lo cambiante y se dirige hacia lo permanente. Parménides dota de contenido filosófico a la aletheia, cuando la presenta en sus versos – los mismos versos hexámeros que utilizaron Homero y Hesído -, no sólo como aquello que se desoculta o se revela, sino como la auténtica presencia del Ser. En Parménides, la aletehia acaba por convertirse en revelación, sí, pero se trata de la revelación de la esencia misma del ser, cuando este es pensado. Por eso dice nos dice: «Lo mismo es pensar y ser».
Tras esta sencilla frase hay una enorme carga filosófica: La identidad esencial entre lo real y lo pensable. Estamos asistiendo al nacimiento de la metafísica: Parménides da un giro radical cuando afirma que no se puede pensar lo que no es, porque lo que no es, no puede ni siquiera pensarse ni decirse. Sólo lo que es, es decir, el ser, es pensable y decible; El no-ser es puro vacío, carente incluso de sentido lógico. Esto marca el nacimiento de la metafísica, entendida como la búsqueda de lo que es verdaderamente real, más allá del cambio, la multiplicidad o la apariencia.
- El olvido de la aletheia
Sin embargo, con Platón y Aristóteles, la verdad ya no es el desocultamiento originario que Parménides elevó al terreno de la ontología, sino que se muda al terreno del juicio racional, del logos, del lenguaje o del discurso.
Cierto es que Platón todavía conserva en sus diálogos elementos de la aletheia primitiva, pero comienza el tránsito del concepto de aletheia: desde revelación de lo esencial, a su ubicación en el ámbito del pensamiento.
Con Aristóteles, esta transición se concluye. El preceptor de Alejandro Magno, define la verdad como «decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es«. Esto significa que cuando de algo, afirmamos lo que es, decimos verdad; pero si de algo afirmamos aquello que no es, decimos falsedad.
Para Aristóteles, como vemos, la verdad ya no está en las cosas ni en su aparición, sino en la relación entre el juicio y la realidad; Es la adecuación entre pensamiento y ser (adaequatio rei et intellectus). Asunto del que se ocupará la escolástica, prácticamente mil años después.
En la modernidad, la aletheia primitiva ha pasado prácticamente al olvido. La verdad, desde entonces, ha quedado respaldada por los avances del conocimiento científico, e inició el camino que la ha traído hasta nuestros días: la verdad es aquello que puede ser verificado empíricamente o demostrado racionalmente. En cambio, lo que no puede ser probado o medido, es descartado como ilusión, fe, creencia o poesía.
Hoy creemos que hemos alcanzado el triunfo de la verdad, entendida como precisión, exactitud o comprobación rigurosa. Pero, en ese triunfo, también hay derrota: hemos dejado de preguntarnos por el sentido. Por lo que no se puede atrapar en una fórmula o en una ecuación. Como si, fascinados por la mirada nítida del microscopio, hubiésemos perdido de vista los paisajes, los horizontes…
El sentido del ser quedó entonces arrinconado, oculto, sin aletheia. El protagonismo pasó a ser ocupado por la obsesión por los hechos. Nos hemos convertido en técnicos, eficaces y funcionales. Pero el precio es una gran pérdida: la pérdida de la verdad como misterio, como desvelo, como algo que nos atraviesa y que es capaz de transformarnos. Somos muy poderosos con la precisión, sí, pero sin contemplar el horizonte no sabemos muy bien donde ir. Tal vez sea el momento de volver a levantar la mirada y volvernos a hacer la única pregunta de la filosofía: ¿qué significa que algo sea?
- Y entonces llegó Heidegger
Pero, en el siglo XX, cuando todo está asentado en la exactitud, en el juicio correcto o en la adecuación técnica, Martin Heidegger irrumpe y regresa a las raíces.
En su obra, «Ser y Tiempo» (1927), acusa con claridad a la filosofía occidental de haberse olvidado de la pregunta por el Ser y de haberse centrado sólo en las cosas (en los entes). Y descubre que ese «olvido del Ser« también está ligado al olvido de la «aletheia» tal y como la entendían los griegos arcaicos. Heidegger vuelve, por lo tanto, a Parménides, a Heráclito, a los presocráticos, no para estudiarlos como historia de la filosofía, sino para reactivar una experiencia originaria de la verdad, tal y como ellos la conocieron: como aletheia.
¿Qué más nos dice Heidgger? Pues que, el auténtico sentido del Ser, no es algo que esté permanentemente visible. No está a nuestra disposición para cuando tengamos a bien rescatarlo del olvido, sino que la auténtica revelación del Ser sólo ocurre cuando se dan las condiciones para que se abra y se muestre. O sea, Cuando se descorre (aletheia) ese velo que lo mantiene oculto y permite que la verdad aparezca. Esas condiciones se dan en el arte, en la filosofía, en la religión, en la poesía o en el asombro.
También, Heidegger nos dice que cuando el sentido del ser se abre a nosotros, constituye todo un acontecimiento. Cuando ese acontecimiento, al que Heidegger acaba llamando «Ereignis«, tiene lugar, cambia nuestro modo o el sentido de estar en el mundo: ya no nos relacionamos con las cosas desde una posición de dominio, sino desde una actitud de escucha y recogimiento. Supone el comienzo de otra nueva forma de habitar en el mundo, mucho más originaria y alejada del reinado de la técnica.
Lo que sí me gustaría apuntar, antes de concluir, es que para Heidegger, el ser humano no se limita a ser un simple observador de ese acontecimiento de apertura al sentido. Es un coparticipante en el desocultamiento del ser. ¿Por qué? Porque el hombre y la mujer son los únicos entes del mundo que son capaces de preguntarse por el ser. Los demás entes – como los animales o las cosas – no se realizan esa pregunta fundamental. Por ello, el Ser Humano (el Dasein, como así lo llama Heidegger) hace posible la presencia revelada del Ser. Es la condición de posibilidad de esa presencia: sin el ser humano (sin el Dasein de Heidegger) no hay mundo en sentido profundo, sólo hay cosas, entes.
Lo dejamos simplemente anotado, porque la profundidad del pensamiento de Heidegger se extiende mucho más.
- A modo de conclusión
En un mundo dominado por los datos, por la opinión y por los discursos, volver a preguntarnos por el sentido del ser, no significa rechazar la ciencia ni la lógica, sino recordar que hay una verdad más honda, más fundamental: la que acontece cuando, en el arte, en el pensamiento, en la creencia, o en la existencia misma, se revela dicho sentido aunque solo sea por un instante.
Hoy, más que nunca, corremos el riesgo de vivir en un mundo donde los algoritmos clasifican y deciden, aunque no sean capaces de comprender; donde el lenguaje, que para los griegos era el lugar donde se manifestaba el sentido, ahora se degrada y se convierte en herramienta de manipulación, propaganda o automatismo; donde la verdad misma se disuelve en fragmentos virales, eslóganes repetidos y relatos prefabricados.
Heidegger lo vió venir: en un mundo donde todo, incluido el ser humano, se convierte en un recurso que debe ser rentabilizado, no queda espacio para el asombro, la escucha o el pensamiento. Sólo prevalecen la eficiencia, el rendimiento o la utilidad.
Frente a ello, volver a pensar la verdad primigenia, en el sentido en que fue entendida por los griegos primitivos – que hemos tratado de explicar aquí -, es un acto de resistencia. Es un modo de no rendirse al cinismo. De no permitir que lo humano, lo justo, lo bello o lo verdadero, quede desplazado por lo útil, lo rentable o lo viral. Se trata de reconocer que hay en el mundo toda una dimensión de misterio, que no cabe en los fundamentos del saber técnico.
La verdad de una proposición lógica es cierto que pertenece al dominio de la razón, pero la verdad auténtica y primigenia – como aletheia– no pertenece a nadie. Puede surgir donde menos lo esperamos: en un gesto, en una obra de arte, en el silencio, en el dolor o en una experiencia límite como pueda ser la muerte. Vale la pena estar permanentemente atentos a que el sentido de todo ser se muestre tal cual es, aunque dicho sentido no sea medible, ni cuantificable, ni explicable.
En el tiempo saturado de ruido, de datos, de utilidad… nuestra atención silenciosa y receptiva a la verdad auténtica es un acto de resistencia, de profundidad y de humanidad.
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