El 6 de agosto de 1945 no solo marcó la destrucción de una ciudad, sino la irrupción de una nueva era en la historia de la humanidad: la era atómica. A las 8:15 de la mañana, el mundo descubrió que era capaz de su propia aniquilación.

Un año después, en agosto de 1946, un joven periodista de 32 años, John Hersey, publicó un reportaje titulado «Hiroshima» en la revista The New Yorker. El reportaje ofreció al mundo la primera mirada profunda acerca del sufrimiento humano provocado por la bomba atómica.
Hersey no habló de cifras ni de política, sino de personas. Eliminó los juicios ideológicos para centrarse en la experiencia humana, en los detalles físicos y emocionales que hacen que cualquier lector se identifique con las víctimas. El reportaje supuso romper el silencio oficial estadounidense sobre el sufrimiento civil del pueblo japonés y puso encima de la mesa el debate sobre la moralidad de las armas nucleares.
«Una señora caminaba con un bebé en brazos, el rostro totalmente calcinado, la piel colgando de los brazos… Y no gritaba»
Así, sin más.
Aquí no hay adornos de ningún tipo. No hay interpretación alguna. Sólo la simple descripción de un hecho que nos hace conscientes del horror, sin necesidad de ninguna mediación literaria.
Desde entonces, la memoria de Hiroshima ha generado una vasta producción cultural —literaria, cinematográfica y artística— que no solo busca narrar el horror, sino advertir sobre sus consecuencias.
Como señala Guillermo Altares en un reciente artículo para Babelia, la «extraordinaria densidad creativa» que ha florecido desde Hiroshima refleja un esfuerzo colectivo por comprender y resistir el poder de destrucción que la humanidad ha desatado. Sin embargo, mientras la cultura abre un espacio para el recuerdo y la reflexión, la geopolítica sigue rearmándose, y los recientes movimientos de submarinos atómicos enviados por Trump a zonas cercanas a Rusia revelan que el peligro sigue latente, oculto bajo las aguas y también entre las líneas de la diplomacia.
El reportaje de John Hersey fue una sacudida moral. En un solo número, la revista The New Yorker convirtió la explosión de una bomba de uranio en una experiencia humana profundamente trágica. A partir de ahí, surgió un nuevo lenguaje literario: Genbaku bungaku – la literatura de la bomba – poblada de testimonios de supervivientes que, por azar o milagro, escaparon a la muerte instantánea. Esa literatura no es solo testimonial, sino una forma de conciencia histórica y ética que busca evitar el olvido y alertar sobre el peligro de futuras catástrofes nucleares. No es una literatura para conmemorar, sino para prevenir.
Obras como «Lluvia negra» de Masuji Ibuse o «Pies descalzos» de Keiji Nakazawa reflejan ese impulso. Ambos autores, desde diferentes registros —como son la novela y el manga— retratan la destrucción, no como una imagen abstracta, sino como una experiencia dramáticamente real y viva: cuerpos descompuestos, hambre, soledad, radiación, niños que ya no juegan. También el cine, desde Hiroshima mon amour (1959) hasta Oppenheimer (2023), ha escenificado el trauma atómico como herida cultural. Como apunta Altares, la era nuclear generó una «densidad creativa» comparable a la de una civilización enfrentada a su propia ruina.
No obstante, la memoria cultural convive con una inquietante realidad: la carrera armamentista nunca cesó. Vivimos hoy el resurgimiento de la tensión entre bloques – EEUU, Rusia, China -. Hay un renovado interés en el desarrollo y perfeccionamiento de la máquina más terrorífica, portadora de destrucción masiva: el submarino nuclear, casi indetectable y capaz de desencadenar el apocalipsis desde cualquier punto del océano. La disuasión nuclear sigue siendo una amenaza activa, lo mismo que la doctrina de la «destrucción mutua asegurada», mientras las poblaciones parecemos vivir ajenas al abismo que se esconde, especialmente bajo el agua.
La cultura insiste en recordar Hiroshima, pero la política militar repite su lógica. Se abre una escisión entre la creación artística, que busca transformar la tragedia en conciencia, y la tecnología bélica, que avanza en su perfeccionamiento letal. Este divorcio es peligroso: mientras hay una humanidad que recuerda, hay líderes que planean nuevas estrategias nucleares, y ello reduce todo la memoria a un ritual vacío.
El arte, sin embargo, cumple una función que la geopolítica ignora: la humanización del horror. La obra de, por ejemplo, Hersey, Ibuse, Nakazawa, Resnais y tantos otros, no solo documenta, sino que interpela. Frente a la lógica fría del armamento estratégico, la pintura, la escultura, la arquitectura, la literatura o el cine colocan al individuo en el centro: el niño que sobrevive en «Pies descalzos»; la mujer marcada por la pérdida en «Hiroshima mon amour; el científico dividido entre ética y deber en «Oppenheimer»… todas ellas son figuras que desafían el anonimato de las víctimas de guerra.
La era atómica, inaugurada en Hiroshima, no ha terminado. Su sombra se extiende no solo en la memoria cultural, sino en la arquitectura oculta de la seguridad global. Mientras el mundo lee, recuerda y reflexiona sobre la tragedia, los misiles Trident se desplazan silenciosamente por los océanos.
Víctor Jara, en una maravillosa canción, «Te recuerdo Amanda», habla del último encuentro entre dos amantes antes de una separación definitiva. Es un relato cargado de ternura y tragedia donde cinco minutos son todo lo que les queda para decirse lo esencial. En el mundo nuclear sobre el que la humanidad sigue instalada desde 1945, esos mismos cinco minutos son los que nos separan de un posible escenario de aniquilación: es, aproximadamente, el tiempo que tardaría un misil Trident, lanzado desde un submarino oculto en el Mar del Norte, en alcanzar y destruir totalmente una ciudad como París.
Jara cantó que cinco minutos lo eran todo. Incluso para él mismo, antes de ser asesinado en el Estado Chile, el 11 de septiembre de 1973. Ahora, los cinco minutos pueden ser para la Tierra entera si algún día, en algún lugar del océano, alguien presiona un botón.
La literatura de la bomba, el arte, el cine crítico… tienen hoy más urgencia que nunca.
Pero también la reflexión filosófica. El hombre ha adquirido la capacidad de aniquilarse a sí mismo, no por error divino o por una catástofre natural, sino por una decisión propia. Desde ese punto de vista, Hiroshima es un símbolo existencial, una herida abierta en nuestra conciencia. Pero, ¿Qué tipo de conciencia o de racionalidad es la que convierte a una ciudad entera en un objetivo militar legítimo?.
Adorno y Horkheimer ya advirtieron de que el progreso técnico y científico, sin una dirección ética, conduce a una barbarie. Hiroshima confirma ese diagnóstico. También Heidegger nos enseñó que el hombre se ha entregado a la voluntad de poder técnica: en lugar de habitar el mundo, calcula; en lugar de cuidarlo, lo domina.
Sin embargo, la memoria de Hiroshima tiene hoy día una dimensión filosófica activa. Hay que repensar el pasado para que el presente pueda ser transformado. Somos responsables de cuidar de nuestra memoria y de orientarla al futuro. Hiroshima se alza, de nuevo, como un recordatorio trágico sobre el que caben muchas preguntas: ¿Puede haber justicia global mientras algunos países se reservan el derecho a la destrucción? ¿En la lógica del exterminio instantáneo, tiene sentido seguir hablando de los derechos humanos?
Parece que no.
No puede haber justicia social mientras algunos países se arrogan el derecho exclusivo a poseer y usar armas de destrucción masiva. Eso establece una asimetría que rompe la base misma de la justicia, que no es otra que la igualdad moral entre todas las naciones y todos los seres humanos. No hay que confundir el poder de aniquilar al otro, que está monopolizado por unos pocos, con una paz que está condicionada por el miedo y no por el respeto mutuo. Los derechos humanos, en ese contexto, se vacían de contenido: ¿Cómo proclamar la vida, la dignidad, la libertad, si en cuestión de minutos millones de personas pueden ser literalmente volatilizados, por la decisión de un líder, sin juicio, sin diálogo, sin defensa posible ?
¿Y si, además, la capacidad de decidir sobre la destrucción instantánea está en uno de los peores ejemplos posibles de liderazgo? Entonces el abismo se vuelve insoportable. La amenaza pasa a ser real y palpable. No se trata entonces de equilibrios estratégicos entre potencias racionales, sino de voluntades imprevisibles, de egos inflados por el narcisismo, de autoritarismo o de simple desprecio de la vida humana.
El pensamiento que representa la filosofía no puede estar callado ante esas amenazas. Si los derechos humanos son el suelo ético de nuestra convivencia, permitir que alguien tenga el poder absoluto sobre la vida y la muerte esté por encima de ellos. Es una traición al proyecto humano.
No basta con saber lo que ocurrió: hay que resistirse a que vuelva a ocurrir. Lo impensable, como Hiroshima y Nagasaki, ya ocurrió una vez y puede volver a ocurrir si no se coloca un límite firme al poder.
El verdadero horror, además de que existan las armas nucleares, es que puedan ser activadas por quienes menos deberían tener acceso a ellas…
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