En un pleno municipal celebrado en este mismo mes de agosto de 2025, el Ayuntamiento de Jumilla (Murcia), del PP, ha aprobado una normativa que prohíbe el uso de instalaciones deportivas para actividades no deportivas o no organizadas por el propio Ayuntamiento. Esta decisión es presentada como una «medida de gestión administrativa», pero la realidad que se perseguía es otra muy diferente: su aplicación práctica impide que la comunidad musulmana local celebre festividades religiosas como el Eid al-Fitr o el Eid al-Adha en esos espacios que venía utilizando históricamente. Esto representa mucho más que una regulación técnica: es un acto con implicaciones jurídicas, políticas y simbólicas que pone en cuestión el compromiso con la igualdad y la libertad de culto. En el proceso, además, el papel del Partido Popular es determinante y se instala en una deriva progresiva hacia posiciones de la ultraderecha.
- La discriminación indirecta
En efecto, en la Constitución Española “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto […] sin más limitación que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley” (CE, 1978). Sin embargo, la medida adoptada en Jumilla no tiene como base criterios objetivos que estén vinculados al orden público, la seguridad o el mantenimiento de instalaciones.
Es cierto que en su redacción no se menciona explícitamente al islam, pero su impacto sobre la comunidad musulmana constituye una forma de discriminación indirecta, prohibida tanto en nuestro ordenamiento jurídico como en directivas europeas. Este tipo de actuaciones encajan en lo que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos califica como «vulneraciones», en el momento en que las medidas que se proponen y aprueban no son necesarias en una sociedad democrática. En el caso concreto de Jumilla, lo aprobado por el Ayuntamiento no responde a una amenaza real de orden público ni a una necesidad social imperiosa. Su objetivo responde más bien a un criterio de identidad cultural excluyente que prioriza la homogeneidad sobre el respeto a la diversidad que, no lo olvidemos, está constitucionalmente protegida.
Es indispensable indagar acerca del contexto político local para interpretar correctamente la medida. El veto fue una propuesta inicial de VOX, que forma parte de su «agenda de identidad» basada en la defensa de una supuesta «homogeneidad cultural», la cual hay que imponer a toda costa, frente a prácticas religiosas o culturales que son «ajenas«. El Partido Popular, en vez de actuar como contrapeso moderador, decidió aprobar la medida asumiendo – al menos parcialmente – el discurso y las prioridades de la ultraderecha.
Cuando un partido como el PP, que se autodefine como constitucionalista, acoge en su agenda elementos que son propios de la extrema derecha, no sólo se desplaza ideológicamente y se aleja desde la moderación central hacia posiciones excluyentes, sino que da carta de normalidad a un discurso que antes era marginal.
La posición del PP en Jumilla no es un hecho aislado. Forma parte de una estrategia más amplia en virtud de la cual el PP se acomoda a la agenda de la ultraderecha y se va fraguando entre ambas fuerzas políticas una especie de colaboración: VOX facilita gobiernos y el PP cede en temas de identidad cultural.
En los últimos años, el principal partido de la derecha española anda en un debate que no ha sabido o no ha querido resolver todavía: presentarse como un partido de centro-derecha europeo o adoptar posturas más duras en materia migratoria, de seguridad y de identidad cultural (especialmente en espacios locales y autonómicos). Entre ambos términos del debate, el PP sigue, desde hace tiempo, un camino errático, sin fijar posiciones claras ni definitivas.
En este sentido, podemos señalar contradicciones en la estrategia del Partido Popular: se define como un partido de tradición liberal conservadora, que en teoría debería defender el Estado de derecho, la neutralidad institucional y el respeto a los derechos fundamentales. Sin embargo, en la práctica, se abandona esa coherencia para entrar en un terreno «pantanoso»: el de las alianzas y cesiones tácticas, para ganar o mantener poder a corto plazo. La contradicción que supone adoptar medidas como la tomada por el Ayuntamiento de Jumilla se pone aún más de manifiesto si recordamos el rechazo al discurso del odio que Alberto Núñez Feijóo proclamó en su discurso de clausura del último congreso del partido (julio 2025):
“El rechazo al discurso del odio no puede implicar silencio ni descontrol. De la misma forma que rechazamos el discurso del odio, eso no significa que aquí vale todo.” (A. Núñez Feijóo)
A la vista de esto, parece probado que en el ideario nacional, el PP no defiende una agenda de exclusión o de odio – Feijóo negó explícitamente esos discursos – pero, en el terreno local sí se aprueban o apoyan medidas excluyentes, como las de Jumilla que comentamos.
Pero, este tipo de tácticas suelen acarrear costes, tarde o temprano. Cuando el PP acoge elementos y narrativas que son propias de la ultraderecha, se erosiona tanto su identidad como su credibilidad política, y se adentra en un proceso de simbiosis con su socio radical al asumir parte de una agenda que no es neutral y que está basada en la exclusión y en los discursos de odio. Algunos analistas políticos, incluso, advierten del posible efecto «boomerang» que el PP puede sufrir con este tipo de precedentes. No en vano, hasta la propia Conferencia Episcopal Española (CEE), nada sospechosa en materia de ideología, se ha posicionado claramente en contra de la iniciativa del Ayuntamiento de Jumilla. Los obispos han calificado la medida como «una discriminación que no puede darse en sociedades democráticas». Incluso, en un mensaje dirigido a las comunidades musulmanas en marzo de 2025, con motivo del Ramadán, la CEE promovió la fraternidad interreligiosa:
«Sólo educando en el amor y el respeto … podremos combatir con las armas de la mansedumbre los discursos de odio, intolerancia y discriminación contra judíos, cristianos y musulmanes que desgraciadamente aumentan en distintos ámbitos de nuestra sociedad». (Mensaje Fraterno a las Comunidades de Musulmanes
en España con motivo de Ramadán)
No puedo estar más de acuerdo, con ese juicio, salvo en lo relativo a la actitud de «mansedumbre«: en situaciones donde el discurso de odio se traduce en políticas de exclusión o agresiones reales (Torre Pacheco, sin ir más lejos), la mansedumbre no es suficiente. Ahí, cobra sentido una acción más combativa en lo político y en lo jurídico.
El camino del PP hacia la ultraderecha no es algo nuevo ni exclusivo de la formación política española. Moverse hacia posiciones más duras recuerda los procesos ocurridos en Austria con el ÖVP o en Italia con Forza Italia. Son procesos en los que la frontera entre derecha tradicional y ultraderecha se ha difuminado por razones tácticas. El riesgo es claro: la convergencia en políticas identitarias no solo fortalece a la ultraderecha, sino que debilita la capacidad del PP de actuar como garante de la neutralidad institucional.
- La erosión cívica
Jumilla es un municipio con presencia de más de 70 nacionalidades distintas. La convivencia multicultural ha dependido históricamente de la coexistencia, basada en el respeto mutuo, de expresiones culturales y religiosas en el espacio público.
La exclusión intencionada de una comunidad en actos que son relevantes para su identidad rompe con ese equilibrio. Una medida de este tipo nunca es neutral. Cuando se restringe o dificulta la celebración de un acto cultural o religioso, se está transmitiendo un mensaje: la comunidad musulmana es incompatible con la identidad propia o local. Se normaliza la islamofobia y estas decisiones, aparentemente administrativas, acaban por instalar prejuicios en la sociedad.
Sin duda, se puede argumentar que el espacio público debe de ser laico, o que, en definitiva, no se prohíbe la celebración de actos a la comunidad musulmana, sino que sólo se prohíbe que dicha celebración se lleve a cabo en espacios públicos municipales.
En efecto, el espacio público es laico. Al menos, así es entendido en el contexto europeo y español y así debe de seguir. Pero eso no significa que el espacio público sea un espacio vacío de manifestación religiosa, sino que es un ámbito donde todas las confesiones deben ser tratadas en igualdad. El Estado, tal y como lo formula con claridad la Constitución, no privilegia ni discrimina a ninguna. El problema surge cuando, en la práctica, en nombre de la laicidad, se aprueban medidas que suponen restricciones específicas para una comunidad concreta. Ahí está la verdadera significación de medidas como las de Jumilla, que no encajan con el espíritu del laicismo democrático, sino con el laicismo utilizado como un instrumento para obtener otras finalidades políticas excluyentes. De hecho, VOX señaló, tras la aprobación de la medida en el Ayuntamiento de Jumilla: «Objetivo cumplido». El mensaje es claro: hemos logrado limitar la visibilidad de una práctica cultural/religiosa específica.
En definitiva, estamos una forma de discriminación encubierta. Los riegos de esta deriva son ciertos: bajo la apariencia de proteger la separación Iglesia-Estado, lo que se hace es socavar derechos como la libertad de expresión, la libertad religiosa y el derecho a participar en la vida pública sin sufrir penalizaciones.
El caso de Jumilla es relevante porque está alineado con una tendencia no sólo española sino europea: la de instrumentalizar el acceso al espacio público como herramienta de control identitario. La decisión del PP de alinearse con VOX, no sólo supone un desplazamiento o contradicción ideológica, sino que envía un peligroso mensaje: la neutralidad constitucional se puede sacrificar cuando se trata de obtener un rédito político/electoral inmediato.
Hemos hablado contradicciones en la estrategia del PP en este asunto. No quiero decir con ello que sea el único partido político español que hace gala de ciertas contradicciones. El PSOE tampoco se libra de ellas porque, aunque se reivindica como heredero de una tradición socialdemócrata, ha adoptado medidas que contradicen ese marco: concesiones a la banca, escasa ambición en la lucha contra poderes corporativos o la corrupción, medidas progresistas que, muchas de ellas, han venido forzadas por la presión de otros grupos políticos como Sumar, etcétera.
Durante algunas décadas, el PSOE se ha identificado con valores de la socialdemocracia europea – justicia social, redistribución, solidaridad interterritorial, defensa del Estado de derecho, etcétera -. Pero, para muchos, la llegada de Pedro Sánchez ha marcado un punto de inflexión: su ascenso y permanencia en el poder ha estado muy marcado por el llamado «pragmatismo político» (el propio Sánchez lo expresó perfectamente: «hay que hacer de la necesidad, virtud»). Sus pactos con independentistas o nacionalistas han supuesto una tensión enorme dentro de las propias filas del partido socialista y la Ley de Amnistía, que el propio Sánchez negó antes de las elecciones de 2023, han supuesto una pérdida de confianza en sectores moderados de la militancia y del electorado. Como dice un viejo refrán español: en todas partes cuecen habas. Sánchez prometió no pactar con Unidas Podemos y lo hizo; rechazó indultos a los líderes del procés, y los concedió; negó la posibilidad de una amnistía, y la tramitó. Ahora mismo, son muchos los votantes que consideran que el oportunismo político es la seña de identidad más notable de Pedro Sánchez.
Siendo todo esto cierto, no lo es menos que vivimos una fuerte polarización en la política en nuestro país, con un sistema de partidos muy fragmentado y un importante conflicto territorial. En ese contexto, el PSOE ha desarrollado estrategias que son señaladas como “contradicciones ideológicas” -especialmente sus pactos con fuerzas independentistas que cuestionan o niegan directamente la legitimidad y la presencia en sus territorios del Estado español-.
Por lo tanto, no podemos negar aquí la existencia de contradicciones ideológicas y prácticas en la actuación de los dos grandes partidos españoles, en los últimos años. Pero sí quiero plantear una diferencia que me parece esencial en lo que se refiere a la consideración política que, a mi juicio, deben tener ambas contradicciones.
El PSOE es acusado de traicionar sus principios al pactar con fuerzas como ERC, Junts o EH Bildu. Pero conviene recordar que estas alianzas se han llevado a cabo en nombre de la estabilidad institucional y la reconciliación territorial – aunque no falte quien considere que son el resultado de la ambición personal de Sánchez -. Cómo no negar que la Ley de Amnistía es, sin dudarlo, polémica y su aprobación tal vez necesitó de una mayoría parlamentaria más amplia. Pero también debe ser entendida como una apuesta por el reencuentro tras el conflicto catalán de 2017. Algunos efectos de esa apuesta ya son visibles hoy día. Se trata, por tanto, de un intento arriesgado, sin duda, por la pacificación democrática, con el objetivo de reintegrar al sistema a fuerzas que apostaban por la ruptura. Por tanto, considero que la contradicción ideológica del PSOE – y de otras fuerzas de izquierda – va más allá de un ejercicio de cinismo político. Es una respuesta institucional que buscar solucionar un complejidad política y social tremenda.
Pero, las contradicciones que hemos señalado para el PP van justo en la dirección contraria. No favorecen la integración. Al contrario, el discurso duro, rígido y excluyente, contribuye a mayores fracturas en cuestiones de identidad y de derechos fundamentales. El Partido Popular se erige, sin fundamento alguno, como el partido de la «España verdadera» y deja fuera a todos aquellos que cuestionan o interpretan «lo nacional» desde otras referencias o marcos ideológicos. El PP tiene una idea homogénea de nación, algo que históricamente no es sostenible, y deja en la marginalidad a comunidades que tienen otra identidad política, cultural, lingüística o religiosa. Como sostiene como tesis principal Eduardo Manzano en su obra «España Diversa», hay que desmontar el relato histórico tradicional nacionalista español, centrado en una visión lineal de la unidad nacional y resaltar, por contra, la riqueza de un pasado que es fragmentado y plural tanto en lo político, como en lo social, lo cultural, lo religioso o lo económico. La manifiesta alianza con VOX, por otra parte, no hace sino intensificar la polarización y, a largo plazo, pone al Partido Popular en una muy difícil situación para poder llegar a pactos con otras fuerzas del electorado.
Como conclusiones, el caso de Jumilla pone de manifiesto que una decisión municipal aparentemente técnica es, en realidad, una herramienta de exclusión política y social. El veto no solo impide físicamente el uso de un espacio, sino que va en contra de principios constitucionales de igualdad y neutralidad religiosa.
El papel del PP en esta decisión supone, en mi opinión, seguir en un camino errático y cada vez más próximo a la ultraderecha, donde el cálculo electoral prevalece sobre el compromiso con los valores democráticos, que dice defender. Sería necesaria una corrección de este tipo de precedentes -que, sinceramente, creo que el PP no va a realizar- para volver al compromiso inequívoco con un modelo que valore la pluralidad democrática, los grandes consensos cívicos y el rechazo a cualquier forma de exclusión, por encima de una supuesta homogeneidad española que no existe ni nunca existió.
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