Conozcamos a David Hume

Conocer a David Hume es adentrarse en uno de los pensadores más exigentes del empirismo moderno. Su proyecto filosófico somete a escrutinio nuestras creencias más firmes —causalidad, yo, moral, religión— con un criterio sencillo y radical: todo conocimiento legítimo debe remitirse, en última instancia, a la experiencia.

A partir de ahí, Hume construye una filosofía que, lejos de destruirlo todo, pretende poner límites a la razón para comprender mejor cómo pensamos, por qué creemos lo que creemos y qué podemos esperar de la ciencia, de la ética y de la política. Su estilo es deliberadamente sobrio: antes que elaborar grandes sistemas, se muestra claro en la terminología, honesto con las evidencias y modesto en las pretensiones.


El punto de partida es su célebre distinción entre impresiones e ideas.

Para Hume, las impresiones son lo que se percibe de forma directa y con fuerza: desear algo, sentir dolor, escuchar una campana o ver una llama, son impresiones. Es decir, las impresiones son percepciones vivas —ver, oír, desear, dolerse—.

En cambio, las ideas son “copias pálidas” de esas impresiones, que el pensamiento maneja. Hume las llama pálidas porque, mientras que las impresiones tienen una «fuerza sensible inmediata, intensa y vívida«, las ideas son las huellas que esas impresiones dejan en la mente cuando ya no están presentes. Es decir, cuando las recordamos o imaginamos pero, con menor fuerza. Por eso las llama pálidas, porque la idea mantiene el contenido original de la impresión, pero pierde algo de intensidad.

De aquí surge un importante principio: toda idea significativa deriva, en modo alguno, de una impresión previa. Este principio – que ha sido denominado por algunos como el «principio de copia» – nos permite detectar aquello que Hume considera como carente de sentido. Es decir, detectar lo que constituye una especie de metafísica vacía que, aunque suene profundo, no dice nada comprobable ni analítico. En sus propias palabras, eso sería «mere sophistry and illusion»: pura sofistería e ilusión.

Por ejemplo, cuando hablamos de la “Sustancia” o del “Yo”, conceptos esenciales para la metafísica, Hume se pregunta dónde está la impresión originaria a la cual esos conceptos se refieren. Si no podemos encontrar esas impresiones originarias, entonces estamos ante términos que no tienen referente.

Es como si, de pronto, Hume limpiase de la filosofía todo aquello que no tiene sentido. O se habla de aquello que se sigue por la lógica o la matemática, o se habla de aquello que se experimenta, porque todo lo demás es humo. En suma, para alcanzar un sentido, Hume aplica un filtro: todo lo que pasa ese filtro son a) las verdades por definición o que se siguen de la lógica/matemática (enunciados analíticos), y b) las afirmaciones sobre el mundo, que pueden ser observadas y confirmadas por la experiencia (enunciados empíricos). Los demás enunciados, que no sean analíticos ni empíricos, son pura palabrería. Como hemos dicho antes, sofistería e ilusión.

Así pues, según Hume, nuestra mente opera con un material básico compuesto por las impresiones y las ideas. Ahora bien, con dicho material, la mente no actúa de manera azarosa. No inventa nada. Se limita a asociar y a componer ideas más complejas usando determinados hábitos como, por ejemplo la semejanza, la contigüidad o la conjunción constante. Digamos algo sobre ello:

La semejanza – resemblance – hace posible que una idea evoque o llame a otra idea, de manera similar a cuando algo nos evoca otra cosa, a la cual se parece. La contigüidad – contiguity -, tanto en el espacio como en el tiempo, es el hábito por el cual tendemos a unir en nuestra mente aquello que aparece junto o seguido. Por último, la conjunción constante hace posible que, si de manera regular, el suceso B tiene lugar tras el suceso A, nuestra mente esperará que en aquellas ocasiones en que A sucede, también sucederá B.

Este tipo de hábitos – semejanza, contigüidad, conjunción constante -, según Hume, explican muchas creencias, tanto ordinarias como científicas. En efecto, nuestras creencias ordinarias se forman sobre la base de una idea que es avivada por la costumbre y que está relacionada con una impresión. De manera parecida, también funciona así la ciencia empírica: observamos patrones que se repiten y formulamos hipotesis/leyes que los expliquen, las cuales deben ser probadas. El resultado de la probatura es alcanzar un determinado grado de confirmación, pero nunca como necesidad absoluta; toda ley queda abierta a la revisión si aparecen anomalías o incumplimientos de la misma.


Con todo ese esquema perceptivo que hemos señalado, Hume distingue dos tipos de conocimiento: a) relaciones de ideas y b) cuestiones de hecho. Veamos a qué se refiere con ello:

a) Las relaciones de ideas dan origen a verdades necesarias que se establecen pensando, a partir de significados y de reglas lógicas (incluidas las matemáticas), sin necesidad de recurrir a los hechos del mundo. Son verdades necesarias porque negar una de ellas implica entrar en contradicción. Por ejemplo, si acepto la idea de que A es mayor que B, y la idea de que B es mayor que C, entonces, por pura relación lógica, se obtiene una verdad necesaria: A es mayor que C. Esta verdad la obtenemos «a priori«. Es decir, no depende de la observación de casos o de hechos de la experiencia.

b) En cambio, las “cuestiones de hecho”, sí están referidas al mundo, y son siempre contingentes y dependientes de la experiencia. Por lo tanto, en las cuestiones de hecho, para saber si son verdaderas o no, hay que acudir a la observación (directa, experimental o mediante testimonio fiable), mediante la cual obtendremos un grado de confirmación. Se llaman contingentes porque podrían ser de otro modo, de manera que su negación no implica contradicción alguna – como sí ocurría con las relaciones de ideas -. Por ejemplo, si pensamos «mañana lloverá«, también podemos pensar «mañana no lloverá«, y eso no significa incurrir en una contradicción lógica. Ambas cosas pueden pensarse y será la experiencia la que nos muestre cuál de las dos se cumple.

Lo esencial es retener la idea de que las relaciones de ideas producen verdades necesarias, pero cuyo valor no depende de cómo sea el mundo, mientras que las cuestiones de hecho, sí se refieren al mundo pero no pueden ser demostradas de manera necesaria puesto que son cuestiones contingentes y solo admiten grados de confirmación mediante la experiencia. Esta división es crucial en Hume y prepara el golpe decisivo: poner en su sitio la noción de causalidad y, con ella, al pensamiento inductivo.


La piedra de toque del escepticismo de Hume es la causalidad, un tema clave en su filosofía. Hume sostiene que nuestra comprensión del mundo y nuestra capacidad para predecir eventos dependen de observar patrones en la naturaleza; sin embargo, esta noción de causalidad nunca es completamente cierta, ya que se basa en la costumbre y en la experiencia, no en una lógica absoluta.

Este enfoque llevó a Hume a cuestionar nuestra confianza en los principios de “causa y efecto”, y a poner en duda la idea de que podemos conocer totalmente las conexiones necesarias entre los fenómenos. Nuestras creencias sobre la causalidad, según Hume, son útiles para navegar en la vida diaria, pero debemos reconocer que son provisionales y dependen de nuestra percepción, la cual es limitada y susceptible de fallar.

Lo que Hume nos está diciendo es que creemos que el futuro se parecerá al pasado – en eso consiste la esencia de la inducción -. Pero esa creencia no se basa en una razón demostrativa, sino en la costumbre: cuando observamos muchas veces que al fenómeno A le sigue el fenómeno B, se genera en nosotros una expectativa que es inevitable y útil: Después de A sucederá B. Pero eso no es algo demostrable de manera racional y deductiva, sino la consecuencia de un hábito. Por eso, la ciencia empírica habla en términos de confirmación y de revisión y no de necesidad absoluta.

Esto no supone un ataque o la ruina de la ciencia. Al contrario, Hume la reubica: el conocimiento empírico es sólo probable – no es necesario o indudable. Es decir, no es apodíctico -. La física no descubre necesidades metafísicas que están ocultas en la naturaleza, sino que su fuerza radica, precisamente, en la formulación de leyes que sean bien confirmadas por la experiencia y que son siempre susceptibles de revisión.

Hume, por tanto, nos invita a tener una actitud de «modestia epistémica«. Es decir, una actitud que reconozca los límites de nuestro conocimiento y que aquello que afirmamos quede ajustado al alcance real de las evidencias. Kant demostró tomar muy buena nota del pensamiento de Hume cuando dijo su famosa frase de que le había «despertado de su sueño dogmático«, obligándolo a replantearlo todo y a fundar su filosofía crítica.


Pero Hume no se detiene aquí. Su crítica al concepto de causalidad la aplica también al concepto del Yo (identidad personal).

Hume se pregunta ¿qué encuentro cuando miro dentro de mi propio Yo?

Y lo que él responde es que no halla otra cosa que un haz de percepciones cambiantes: sensaciones, recuerdos, emociones.

Ese Yo, simple e idéntico, con el que solemos identificar «la identidad personal» es, para Hume, sólo una ficción útil que surge de la memoria y de los hábitos de asociación, y que confieren una «continuidad narrativa» a lo que, de hecho, es un flujo de percepciones. El Yo no es una sustancia, sino un haz de impresiones e ideas conectadas por la semejanza, la contigüidad y el hábito. La memoria es la encargada de organizar ese flujo y crea una ilusión de continuidad, de ahí que nos creemos siempre «ser el mismo», porque recordamos secuencias enlazadas.

Por supuesto, Hume no niega que tengamos la vivencia de ser alguien, ni un sentimiento real de continuidad que surge al quedar enlazadas por la memoria todas nuestras percepciones, acciones, recuerdos, etcétera. Pero sí dice que no existe una impresión directa acerca de un núcleo sustancial, simple e idéntico, que permanece siempre igual. O, dicho de otra manera, el Yo, como sustancia, es una ficción: no es una entidad metafísica que podamos considerar como el sustrato de nuestra identidad personal. Lo que hay es, en rigor, un haz de percepciones que está organizado por la memoria y por los hábitos de asociación que ya conocemos (semejanza, contigüidad, conjunción constante).

Algo parecido sucede con los objetos del mundo. Creemos con firmeza en ellos y en que permanecen de manera continuada, incluso cuando no los percibimos (por ejemplo, seguimos pensando en que la mesa existe aunque no la estemos mirando). Pero, en rigor, no hay una demostración lógica de que el mundo externo exista tal cual, fuera de nuestras percepciones. Si mantenemos esa creencia es porque la impone el propio funcionamiento de la naturaleza humana. Hume nos dice que se trata de una creencia natural, pero no es algo que podamos deducir: si salimos de una habitación, donde hay una silla, y volvemos a ella pasado un tiempo, la silla sigue estando ahí. No tenemos percepción alguna de la permanencia de la silla en la habitación durante el tiempo que hemos estado fuera, pero nuestra naturaleza humana da por supuesta esa permanencia. A eso se refiere Hume cuando habla de un «escepticismo mitigado»: necesitamos esas creencias para movernos por el mundo y son creencias firmes y útiles, pero no son certezas apodícticas. El escepticismo mitigado de Hume es un camino intermedio entre las certezas últimas y dogmáticas y el escepticismo radical de que no podemos conocer nada.


Con el mismo estilo sobrio, Hume desmonta otro tópico, en este caso acerca de la acción práctica. Sobre ella, la razón no manda ni sirve. Su función se limita a informar y calcular los medios, pero los fines son puestos por los deseos y los sentimientos.

No se trata de una degradación de la razón, sino de liberarla del papel de dictar los valores, papel que Hume considera como impropio de ella. La llamada «razón práctica», si la entendemos de manera sensata, consiste en organizar los deseos: su papel es compatible con la libertad puesto que somos libres, piensa Hume, cuando nuestros actos brotan de nuestro carácter y de nuestras motivaciones, sin coacción externa.

En estas ideas, Hume fundamenta su ética. Para él, los juicios morales expresan sentimientos de aprobación o desaprobación, pero no describen las propiedades morales objetivas en las cosas. No aprobamos lo bueno o rechazamos lo malo porque eso esté inscrito en la estructura del Universo, sino porque ciertas cualidades y conductas fomentan la vida humana en común. Por eso, Hume señala que hay virtudes naturales que nacen de afectos inmediatos – como la generosidad o la benevolencia – y virtudes artificiales que surgen mediante convenciones. La justicia sirve como ejemplo paradigmático de esto último: ¿por qué ha de respetarse la propiedad? Porque en condiciones de escasez y parcialidad, tener reglas públicas acerca de la propiedad hace posible maximizar la cooperación y permiten la paz. Pero, no por ello, la justicia tiene una entidad misteriosa o metafísica, sino que es una convención eficaz que contiene los conflictos.

En este sentido, el pensamiento de Hume anticipa lo que será el «utilitarismo» que desarrollarán más tarde Bentham y Mill: lo bueno es aquello que es útil para la felicidad general. Y, de alguna manera, también anticipa teorías económicas institucionales actuales: las instituciones son mecanismos que crean compromisos creíbles y hacen posible la cooperación. Es la línea de pensamiento de, por ejemplo, Douglass North.


Para cerrar esta breve aproximación al pensamiento filosófico de David Hume, nos vamos a referir a su pensamiento político, religioso o estético.

En política, Hume es pragmático y moderado. Su preferencia es por los gobiernos mixtos y equilibrados, desconfiando tanto del entusiasmo revolucionario como del absolutismo. Su modelo político es el modelo británico tras la Constitución de 1688-89: una monarquía limitada, con unas cámaras representativas y una judicatura independiente, que frenen el capricho del gobernante o el de las facciones políticas.

La obediencia a la autoridad – a la ley – no se funda en un contrato histórico —que no ha existido—, sino en su utilidad demostrada: acatamos gobiernos porque sostienen la cooperación y aseguran bienes públicos, no porque dicha obediencia sea la materialización de una esencia metafísica. Su criterio, una vez más, es anti-dogmático y experimental: las buenas instituciones nacen, se prueban y se corrigen en la experiencia.

La religión recibe un tratamiento similar. En el caso, por ejemplo, de los milagros, Hume propone que realicemos un test sobrio: ponderar siempre los testimonios que afirman la existencia de los milagros, frente a la experiencia uniforme que los contradice. Es mucho más probable que el milagro suponga un error o un engaño, que el hecho de que una ley natural quede suspendida.

Además, Hume cree, en sus diálogos sobre religión natural, que del orden de este mundo no puede seguirse lógicamente un Dios único, perfecto y providente: el argumento de un mundo diseñado por Dios es, a juicio de Hume, tan sólo una conjetura probable y muy limitada y no una deducción necesaria sobre la existencia de un Dios único (desarrollar sus razonamientos en este punto, nos llevaría demasiado lejos de intención de presentar aquí lo fundamental del pensamiento filosófico de David Hume). Quedémonos con la idea de que Hume no es antirreligioso, pero sí partidario de que la evidencia es la que manda y donde no hay tal evidencia – como es el caso de la existencia de un Dios único – es preferible una actitud de prudencia y de modestia.

También su reflexión estética participa de la prudencia. Hume intenta conciliar la subjetividad con el criterio. El gusto nace de los afectos, sin duda, pero puede refinarse y perfeccionarse mediante la práctica, mediante la comparación amplia entre las obras y apostando por la libertad frente a los prejuicios. El juicio estético no es como la matemática: presenta apreciaciones que son mejores y peores. No hay un patrón absoluto, pero el criterio de una comunidad de críticos bien formados, puede servir como una orientación razonable…


Concluyo. El legado de Hume es inmenso. Si hubiera que condensar sus aportaciones bajo una fórmula, podría ser la siguiente: una ética de la lucidez. Saber es ordenar nuestras experiencias con conceptos sobrios; creer es apostar con distintos grados de confianza; actuar es organizar pasiones bajo reglas que favorezcan la vida en común.

Allí donde otros prometen certezas finales, Hume recomienda cálculo, experiencia y conversación. Su filosofía no es un escepticismo sombrío, sino una disciplina de humildad intelectual que mantiene a raya la superstición y el fanatismo, cultiva hábitos de equidad y recuerda que la razón humana, bien usada, no es una diosa que dicta fines sino una compañera leal que nos ayuda a vivir mejor juntos. Si tomamos en serio esa lección, la investigación científica, el debate público y la convivencia ganan en claridad, en honestidad y en humanidad.


  • Breve semblanza biográfica:

David Hume (1711–1776) filósofo, historiador y ensayista escocés, es una figura central del empirismo y del escepticismo modernos. Nació en Edimburgo en una familia modesta de la pequeña nobleza; estudió en la Universidad de Edimburgo desde muy joven, pero abandonó los estudios formales para dedicarse a la lectura y a la escritura.

Entre 1739 y 1740 publicó su obra más ambiciosa, el «Tratado de la naturaleza humana«, que pasó casi desapercibida entonces. Reescribió sus ideas de manera más clara en las «Investigaciones: Sobre el entendimiento humano» (1748) —donde formula su crítica de la causalidad, el problema de la inducción y el célebre ensayo “De los milagros”— y en «Sobre los principios de la moral« (1751). Paralelamente publicó los «Ensayos morales, políticos y literarios» (1741–42), que le dieron fama como prosista.

Trabajó como bibliotecario del Advocates Library de Edimburgo (1752–1757), cargo que aprovechó para investigar y escribir su monumental Historia de Inglaterra (1754–1762), auténtico éxito editorial en vida que eclipsó su filosofía entre el gran público. Viajó a París como secretario de la embajada británica (1763–1765) —donde fue célebre en los salones— y, de regreso, fue subsecretario de Estado (1767–1768). Mantuvo una breve amistad con Rousseau, aunque terminó de manera conflictiva.

Religiosamente heterodoxo, nunca obtuvo una cátedra universitaria por la oposición del clero, pero su influencia fue enorme: Kant diría que Hume lo “despertó de su sueño dogmático”. Murió en Edimburgo en 1776, con ánimo sereno, según relata su amigo Adam Smith. Póstumamente apareció su «Diálogo sobre la religión natural» (1779).

Su legado ha consistido en un programa de “ciencia de la naturaleza humana” y una filosofía empirista y escéptica que exige claridad en los términos – filtrando la palabrería -, evidencia en los hechos y modestia en las pretensiones del conocimiento.

Al igual que otros grandes pensadores cercanos a su época, como Hobbes, Locke, Spinoza, Leibniz o Kant, Hume siempre permaneció soltero a lo largo de su vida…

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