El epitafio de Kant

“Dos cosas me llenan la mente con un siempre renovado y acrecentado asombro y admiración, cuanto más frecuentemente y de forma más constante reflexiono sobre ellas: el firmamento estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.” (Crítica de la Razón Práctica).


Esa es la frase que figura en la lápida de Inmanuel Kant, en su tumba en la ciudad de Kaliningrado (la antigua Königsberg, la ciudad donde nació, vivió y murió Kant).

Se trata de una reflexión que trasciende su mero origen textual para convertirse, como muchos han señalado ya, en símbolo de su pensamiento.

No se trata de una invención funeraria, sino que es una cita directa del final de la segunda de sus críticas, «La Crítica de la Razón Práctica«, que vio la luz en 1788. La elección de esta cita no es nada casual: condensa, de manera poética, la doble dimensión de su filosofía en la cual coexisten tanto la investigación teórica, como la fundamentación racional de nuestra moralidad.

Aún recuerdo la potente impresión que tuve cuando leí esa cita por primera vez y creo que, muchos lectores, también deben tener una impresión parecida a la mía, aunque conozcan poco o nada del pensamiento filosófico de Kant.

Son perfectamente distinguibles las dos realidades que comparten la capacidad de suscitar en Kant una admiración creciente: la grandeza del cosmos y la ley moral. El firmamento representa una dimensión objetiva, que está regulada por las leyes naturales; la ley moral, en cambio, hace referencia a una normatividad interna que no se deriva de la experiencia sino de la razón práctica (recordemos que, en la filosofía de Kant, la razón práctica es una facultad de la razón, que se encarga de guiar nuestra acción moral, basada en principios y deberes independientes de la experiencia).

Entre líneas, en este epitafio, Kant nos recuerda que la verdadera grandeza del ser humano no reside en su poder sobre la naturaleza, sino en su capacidad para legislar moralmente para sí mismo.

Vamos a entrar un poco más en detalle:

La referencia al firmamento estrellado nos remite a la experiencia estética -aunque también científica- que supone la contemplación del Universo. Esa experiencia tiene algo de sublime, mezcla de nuestro asombro y de nuestra pequeñez: ante el cielo nocturno, la razón se inclina a pensar más allá de los límites de nuestra experiencia posible e intenta acceder a la comprensión de la totalidad de la naturaleza. El propio Kant, expresó así esa pretensión «un tanto vanidosa» de la razón: «La razón humana tiene el destino peculiar de verse acosada por cuestiones que no puede evitar, pues le son impuestas por su propia naturaleza, pero que no puede contestar, por sobrepasar todas sus facultades» (Crítica de la Razón Pura).

En otras palabras, Kant está diciendo que la razón humana tiene inquietudes que no puede evitar. Busca, por su propia naturaleza, respuestas a temas que trascienden aquello que podemos conocer empíricamente. Por eso, dice que la razón está acosada: porque no puede evitar hacerse preguntas, pero tampoco puede dar respuestas definitivas. Ahí reside la paradoja de la metafísica: la razón, en su intento de ir más allá, termina chocando con sus propios límites.

Pero, volviendo al epitafio, la referencia al «firmamento estrellado sobre mí » no la escribe Kant sólo para lamentarse por los límites de nuestra razón, sino para mostrar que, incluso con esos límites, nuestro asombro y admiración crecen y se transforman en sentimientos aún más puros, porque se dirigen hacia aquello que nos sobrepasa.

No es de extrañar que estas reflexiones las produjera un hombre como Kant, que vivió de forma metódica, casi ritual, en Königsberg, ciudad de la que apenas salió. Fue un hombre que aceptó las limitaciones materiales y personales de su existencia: un solo lugar, un horario fijo, una vida intelectual muy disciplinada…

Pero, dentro de ese marco – que algunos podrían considerar reducido – su pensamiento se ensanchó hacia enormes horizontes, tanto en dirección a la vastedad del universo como hacia las profundidades de la moralidad humana. La regularidad de su rutina no era pobreza de espíritu, sino el marco desde el que desplegó una reflexión abierta a lo más inmenso, sin concesión alguna.

Hemos relacionado la visión del firmamento estrellado con lo sublime, con la admiración y con el asombro. Pero también esconde la manifestación de una «actitud científica». Kant fue un lector que estuvo atento a la astronomía de su tiempo y conocía los avances de la física de Newton, y los principios matemáticos que sostenían en su época las explicaciones sobre el cosmos. Así lo demuestran sus lecciones y escritos.

Por ello, esa frase del epitafio oculta una tensión muy fecunda: el firmamento nos sobrepasa, pero no es ininteligible. Nos invita, sin duda, a la contemplación reverente y respetuosa, pero también a la indagación racional. Lo sublime y lo científico no se excluyen, sino que se potencian mutuamente: la emoción nos impulsa a la búsqueda del conocimiento, y el conocimiento enriquece la emoción.


Ahora toca hablar de la ley moral.

La “ley moral dentro de mí” es la otra cara de la admiración kantiana.

Esa ley moral de la que habla Kant, no es un simple conjunto de normas que alguien nos impone. Con ella, Kant se refiere a la voz silenciosa que cada ser humano lleva dentro: una voz que no grita, pero cuya presencia es firme, inquebrantable e imposible que podamos acallarla del todo.

No es una ley que provenga de los dioses, ni de los gobiernos, ni de las costumbres. Su origen está en la propia razón: en esa capacidad que los seres humanos tenemos para reconocernos como libres, pero también como responsables. La ley moral que propugna Kant no nos indica qué es lo que tenemos que desear, sino cómo debemos actuar para ser dignos de llamarnos humanos: «Obra de tal modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal».

Kant está convencido de que poseemos en nuestro interior una grandeza que ninguna fuerza externa puede eliminar: la capacidad de actuar por respeto al deber, y no por el interés o el miedo. La grandeza de la ley moral nos exige obrar con rectitud, incluso, aunque nadie nos observe ni nos juzgue; nos empuja a tratar a cada persona como un fin en sí misma y no como un medio o instrumento para obtener nuestras metas.

Kant dará concreción a esta ley bajo una fórmula que él llama «el imperativo categórico», concepto clave en su ética y que presenta en su obra «La fundamentación de la metafísica de las costumbres» (1785), y luego consolida en «La crítica de la razón práctica» (1788).

¿Qué es lo que significa el imperativo categórico?

Como decimos, el imperativo categórico es el núcleo de la ética kantiana. Se trata de la fórmula que Kant emplea para definir lo que él entiende por esa ley moral que la razón dicta a todo ser racional y que obliga de manera incondicional, sin depender de los deseos, las circunstancias o las motivaciones personales. Se llama imperativo porque ordena la acción, y categórico porque lo hace de forma absoluta, sin condicionantes.

Tal vez se entienda mejor con un ejemplo: el imperativo categórico no dice «si quieres tal cosa, haz esto» -eso sería un imperativo hipotético-, sino que dice «haz esto, porque es lo que debes hacer«.

Pero Kant añade una cosa tremendamente importante: no se refiere sólo a una la ley moral cualquiera, sino a ley moral «que está dentro de mí». Esto es de una gran audacia por su parte. Significa que el origen último de lo que debo hacer no está fuera de mí, en un dios, en una autoridad política, en las costumbres heredadas… está en mi propia razón.

Esto tiene muchísima implicación: quiere decir que soy autónomo, que me doy a mí mismo la norma que debo seguir, no como capricho personal, sino como un principio moral que tiene que ser válido para todos los seres racionales. Es decir, Kant se refiere a un principio universal: la moral no es, por lo tanto, dependiente de mi situación, de mis intereses o de mis emociones en un momento dado, sino algo profundo que me vincula con todos los demás seres racionales.

Ahora, podemos entender que Kant coloca la moralidad por encima, incluso, de cualquier determinación natural, al vincularla directamente con la dignidad humana, entendida como valor absoluto. La moral kantiana no está subordinada a la naturaleza ni a sus relaciones causales. Pertenece a otro orden: al de la libertad.


Hoy día, el epitafio de Kant mantiene su vigencia, en esta época en que la ciencia ha multiplicado nuestro conocimiento del cosmos y la ética afronta desafíos globales. La imagen del “firmamento estrellado” nos recuerda la belleza del mundo natural, pero también su fragilidad; la “ley moral” nos urge a actuar con responsabilidad en ámbitos como el cambio climático, la justicia social o la inteligencia artificial.

Desde luego, no han faltado críticas a la moral kantiana. Se la ha acusado de un excesivo formalismo y de no abordar siempre las complejidades que están detrás de cada acción, dejando en segundo plano el contexto concreto, las circunstancias emocionales o las consecuencias prácticas de nuestras acciones. Hegel, por ejemplo, le reprochó que tanto formalismo podía llevar a un concepto vacío del deber, incapaz de orientarse adecuadamente en situaciones reales y complejas. A pesar de ello, su idea de autonomía y dignidad sigue siendo uno de los referentes éticos.


  • Dos infinitos

El epitafio, no solo condensa su pensamiento, sino también su carácter: un hombre que, desde una esquina tranquila del mundo, supo vivir entre el rigor y la emoción.

En Königsberg, donde nació y murió, Immanuel Kant llevó una vida que muchos habrían calificado de pequeña: sin viajes lejanos, sin aventuras políticas, sin sobresaltos. Su existencia era una sucesión ordenada de paseos, lecturas y clases. Y, sin embargo, en ese espacio limitado cabían dos infinitos: el firmamento estrellado y la ley moral.

El firmamento era para Kant más que un espectáculo nocturno. Lo miró con la doble mirada del filósofo y del científico: sintió un estremecimiento sublime ante su vastedad, pero también la satisfacción intelectual de saber que sus movimientos obedecen a leyes que la razón humana puede formular. Newton le había mostrado que el mismo principio que hace caer un cuerpo, rige el giro de los planetas, y Kant admiraba esa coincidencia entre las bellezas del cielo y el orden de la naturaleza.

La ley moral, en cambio, no estaba sobre su cabeza, sino en lo más íntimo de su conciencia. No se ve, no se mide, pero su fuerza es tan inmensa como la de las órbitas del cielo. Es la capacidad de actuar, no por miedo o por interés, sino por respeto a un deber que la razón dicta a sí misma. Allí, en ese núcleo invisible, Kant descubrió el verdadero fundamento de la dignidad humana: la libertad de seguir un principio moral que podría valer para todos, en todo lugar y en todo tiempo.

Su vida metódica encarnó esa filosofía. Al igual que hay orden en la naturaleza, en sus rutinas hubo una armonía que potenció su pensamiento. No necesitó cruzar océanos para contemplar el infinito: lo tenía cada noche sobre su ciudad y cada día dentro de sí mismo.

En su epitafio, esas dos realidades aparecen juntas porque, para Kant, son hermanas. El cielo estrellado nos recuerda lo vasto que es el mundo que habitamos; la ley moral nos recuerda lo vasto que es el mundo que podemos ser. Una nos sitúa humildemente en el universo; la otra nos eleva por encima de cualquier determinismo. Entre ambas realidades, Kant vivió y pensó, convencido de que la grandeza humana reside en contemplarlas con asombro y habitarlas con respeto y con sentido.

Me despido de Kant con la admiración que suscita en mí la última lección de su epitafio: mirar hacia fuera siempre con asombro, y hacia dentro con responsabilidad.

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