Es verdad que existen restos arqueológicos que muchos investigadores relacionan con la posible existencia histórica de la guerra de Troya y, aunque no prueban que los hechos ocurrieran tal y como Homero los relata en la Ilíada, la arqueología sí respalda que en la época y el lugar en que Homero sitúa la guerra, existió una poderosa ciudad que sufrió una destrucción violenta, compatible con un conflicto bélico…
La Guerra de Troya no es sólo un episodio de un pasado remoto -que tal vez ni siquiera existió- sino un espejo en el que aún podemos reconocernos. La historia de aquel conflicto habla de ambición y deber, de gloria y compasión, de destino y libertad. Homero nos advierte de que las pasiones desmedidas y el orgullo pueden arrastrarnos a la destrucción; pero también nos recuerda que, incluso en el seno de un conflicto atroz, también es posible abrir espacios para la reconciliación.
El atractivo de su relato – cuya lectura es muy recomendable – sigue vigente porque Homero concentra en él muchos de los dilemas de la condición humana: amor, celos, orgullo, gloria, ambición, deber, tragedia, grandeza… Troya nos habla de un mundo desaparecido, pero también del nuestro, disfrazado con nombres antiguos.
Por sus páginas desfilan muchos héroes –Agamenón, Menelao, Ulises, Áyax, Patroclo, Diomedes, Néstor, Príamo, Paris, Andrómaca, Casandra, Eneas, etcétera– pero Homero centra su atención en dos figuras que, a primera vista, parecen compartir el mismo espíritu de valor guerrero: Aquiles, el más fuerte de los aqueos – nombre con el que Homero designa a los griegos que combatieron en Troya -, y Héctor, el más noble de los troyanos.
Sin embargo, tras sus armas y sus hazañas, cada uno representa un modelo ético radicalmente distinto.
- Aquiles: la gloria por encima de todo
Aquiles vive por y para la gloria personal, incluso a costa de apartarse de la comunidad.
¿Quién era Aquiles? Aquiles es uno de los héroes más célebres de la mitología griega. Hijo de Peleo, rey de los mirmidones – un pueblo guerrero que, según algunas versiones de la mitología, habitaron en la isla de Egina – y de Tetis, una diosa del mar – hija de Nereo -. Por tanto, Aquiles combina en su persona lo humano y lo divino.
Su madre, Tetis, es un personaje profundamente humano dentro de su condición divina. Sabe que si su hijo busca la gloria, morirá joven y, a pesar de su poder, no podrá salvarlo. Ella encarna la tensión entre el poder de los dioses inmortales y el trágico destino mortal de los mortales. Consciente de ese futuro inevitable, intenta proteger a Aquiles y lo sumerge en las aguas de la laguna Estigia para hacerlo invulnerable. El ritual tuvo éxito, pero la parte del cuerpo donde lo sostuvo con su mano —el talón— quedó desprotegida, convirtiéndose en el único punto vulnerable del héroe.
Aquiles fue educado por el centauro Quirón, recibiendo una formación heroica en la que se unían la fuerza física y la cultura, el arte de la guerra y el cultivo del espíritu. Junto a esa educación ejemplar, forjó un carácter impetuoso y orgulloso, marcado por la pasión y la intransigencia.
En la guerra de Troya, a la que Aquiles acude como el mejor de los guerreros aqueos, Homero lo retrata desde el inicio como un hombre dominado por la mênis (cólera). No en vano, la Ilíada comienza precisamente con la invocación a esa cólera de Aquiles:
“Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos” (Ilíada, I, 1-2).
(Pélida hace referencia a Aquiles como hijo de Peleo)
No se trata aquí de ofrecer una síntesis de la obra de Homero. Su contenido es tan sumamente bello que debe apreciarse en la lectura directa, a la que invito a todo el que desee sumergirse en aquel mundo mítico y recorrer, para su deleite, los versos del poeta. Homero despliega todo su genio narrativo y nos muestra de manera inigualable, la grandeza y la miseria de los hombres: sus deseos de gloria, su fragilidad ante la muerte, su necesidad de reconocimiento, su capacidad de reconciliación, incluso en medio de la destrucción.
Pero sí es mi intención poner el foco en la actitud de Aquiles: en un mundo gobernado por pasiones, coloca su honor por encima de cualquier causa común. Esa elección, plenamente consciente, constituye el rasgo esencial de su ética: la afirmación del yo por encima del nosotros.
Junto a la defensa de su honor, Aquiles persigue otro de los grandes ideales de aquel mundo de guerreros: la gloria. Es consciente de que su vida se abre a dos destinos posibles, y que la elección de uno de ellos marcará su nombre y su memoria:
“Si me quedo aquí y lucho junto a los troyanos, no volveré a casa, pero mi gloria será eterna. Si regreso, perderé la gloria, pero viviré largo tiempo” (Ilíada, IX, 410-416).
Aquiles elige conscientemente la gloria breve, aun sabiendo que ello implica renunciar a una vida larga y tranquila. Su decisión pone de manifiesto una concepción heroica de la existencia, en la que el valor de la vida no se mide por su duración, sino por la intensidad con la que se logra dejar huella en la memoria de los hombres. En ese horizonte, vivir no significa simplemente prolongar los días, sino alcanzar un reconocimiento que trascienda la muerte, a través del kleos – así es como los griegos llamaban a la gloria inmortal que cantaban los poetas -. Aquiles no busca la calma de una vida apacible, sino el riesgo de una vida que valga la pena ser contada. De ahí, la tensión trágica que lo define: la entrega a un ideal que lo eleva por encima de todos los demás pero que, al mismo tiempo, lo condena a una existencia breve, atravesada por la cólera, el dolor y la violencia.
Aquiles permanece muy lejano en los siglos, pero su dilema sigue vivo en nuestro tiempo. En un mundo que premia la comodidad, el consumo y la seguridad, corremos el riesgo de creer que la plenitud del sentido de la vida está en el bienestar o en el confort. El héroe homérico nos lanza una pregunta incómoda: ¿qué huella dejamos en el mundo? Nos recuerda que la vida humana cobra valor cuando se orienta hacia algo que trasciende la mera supervivencia. La gloria ya no depende hoy de que los aedos – los poetas y cantores de la antigua Grecia – canten nuestras hazañas, sino de gestos con los que trascender lo cotidiano: un acto de justicia, una sencilla palabra de alivio, una presencia que da ánimo y que acompaña… Nosotros ya no estamos llamados a buscar la grandeza épica de Aquiles, pero sí a vivir de otro modo y que nuestra vida deje eco en los demás, aunque sea de manera modesta.
Sin embargo, volviendo a Homero, este no oculta la grandeza de Aquiles pero tampoco silencia las consecuencias dramáticas de su orgullo herido. No es casual que Homero inicie su poema cantando la cólera de Aquiles. La cólera no es sólo el arrebato de un héroe, sino una fuerza que, cuando se desata, arrastra a la destrucción incluso a quienes nada tienen que ver con ella. Aquiles, herido en su orgullo, decide retirarse del combate. Su ira se vuelve contra sus propios compañeros, y su ausencia desemboca en la muerte de muchos aqueos y, finalmente, en la de su amigo más querido, Patroclo. La enseñanza es amarga: la grandeza de Aquiles queda empañada por una cólera desbordada de toda medida.
Por eso, Aquiles no puede ser presentado como referencia moral. Es cierto que su figura nos interpela sobre la huella que dejamos en el mundo, pero también supone una advertencia ética: es ejemplo de cómo el exceso de individualismo fractura lo colectivo. Si trasladamos esta reflexión a nuestro tiempo, comprobamos que seguimos conviviendo con muchas de las formas de la cólera de Aquiles: líderes cegados por su vanidad e incapaces de consensuar o aceptar la crítica; la ira y el odio que se instalan en las redes sociales, con desmesura y engaño; la impaciencia de exigir «todo al instante», como si la vida tuviera la obligación de rendirse siempre a nuestro deseo; individuos que anteponen su orgullo a la solidaridad; sociedades que privilegian el interés propio sobre la responsabilidad compartida, etcétera.
La enseñanza de la Ilíada de Homero es que la cólera es inevitable – porque es humana -, pero puede educarse. Nuestra tarea, tres mil años después de la guerra de Troya, es convivir con ella practicando la mesura – la sofrosyne, como decían los griegos -: pensar antes de actuar, dialogar antes que gritar, contener la furia antes de que nos destruya a todos. Porque la cólera ya no es sólo un asunto de los humanos: se ha vuelto también cólera contra el planeta. El cambio climático, la destrucción de ecosistemas, la contaminación o la sobreexplotación de recursos, revelan que seguimos sin aceptar un límite esencial: nuestra voluntad no puede imponerse siempre sobre la naturaleza. Aquiles no midió las consecuencia de su furia; nosotros, de manera semejante, ignoramos hoy día las consecuencias de nuestro poder técnico y económico, mirando para otro lado.
Pero Homero, en el canto XXIV de la Ilíada abre una puerta a la esperanza. Allí narra una de las escenas más conmovedoras de su obra: Príamo, el anciano rey de Troya, ha perdido a su hijo Héctor, muerto por Aquiles en combate. De noche y solitario, el padre acude al campamento de Aquiles. Se arrodilla ante él y le suplica que le devuelva el cadáver de su hijo para poder honrarlo. Entonces, Aquiles, el poderoso y colérico héroe, se quiebra ante el anciano:
“Aquiles, llorando por su padre y por Patroclo, soltó la mano de Príamo… y le habló con palabras aladas: ‘Ahora dejo la cólera… no es digno de mí seguir en esta ira sin fin’” (Ilíada, XXIV, 507-512).
Estos versos suponen la trascendencia de la epopeya y se convierten en una lección para todos los tiempos: el dolor, cuando es compartido, abre grietas en las durezas del odio y hace posible la reconciliación. La guerra continuará y Troya será destruida, pero el pasaje nos abre la esperanza de que la cólera no es un destino inmutable: puede quedar en suspenso por la empatía, por el reconocimiento del dolor común – Aquiles reconoce en el dolor de Príamo, el dolor que pronto sentirá su propio padre, Peleo, porque el héroe es sabedor de su cercana muerte -.
Aquí tenemos otra forma diferente de construir la dignidad humana: a través del dolor compartido, de la capacidad de ver al enemigo como alguien que sufre igual que yo. Homero lo expresó en forma de poema mítico. Muchos siglos después, filósofas como Hannah Arendt (en su obra «La condición humana«, de 1958) lo expresaron en forma de reflexión filosófica: la dignidad humana no es un ideal abstracto, sino un ejercicio cotidiano de reconocimiento del otro y cuidado del mundo.
- Héctor: el deber antes que la gloria
No nos hemos olvidado de Héctor, príncipe de Troya, que vive la guerra desde otro lugar vital.
No busca la gloria eterna; sabe que su muerte está cerca y que Troya caerá. Lo que mueve a Héctor no es su autoafirmación, sino la obligación de proteger a su pueblo. En la despedida de su esposa, Andrómaca, lo expresa con una lucidez dolorosa:
“Nadie me verá huir del combate; pero temo por ti, mujer, y por nuestro hijo… si los aqueos me matan, tú serás esclava… y eso será para mí un dolor mayor que la muerte” (Ilíada, VI, 441-465).
En este pasaje se ve con claridad que su valor no se alimenta de ambiciones personales, sino de reconocerse a sí mismo como parte de una comunidad. Su deber no le conduce a la gloria personal, sino a la defensa de Troya, de su familia, de las mujeres y ancianos que dependen de él.
Héctor lucha porque, si no lo hace, otros sufrirán. Y cuando se enfrenta a Aquiles, ya sabe que está condenado, pero acude puntual al combate:
“Sé que la ciudad de Troya será destruida… pero la vergüenza ante los troyanos y las troyanas de largos peplos me hará resistir” (Ilíada, XXII, 99-110).
No hay en sus palabras la exaltación heroica de Aquiles, sino la aceptación serena de que su vida no le pertenece sólo a él, sino también a algo más grande que lo sostiene: su familia, su pueblo, su ciudad.
Héctor tiene una actitud ética muy distinta a la de Aquiles. Una actitud que está basada en la aidôs (que para los griegos significa respeto y responsabilidad) hacia los demás. Ambos son héroes trágicos, pero parten desde lugares diferentes: mientras que la dignidad de Aquiles alcanza su punto más alto en la conmovedora escena con Príamo, cuando cede ante el ruego del anciano y le devuelve el cuerpo de su hijo, la dignidad de Héctor alcanza su brillantez en su fidelidad al deber: él sabe que va a morir en el combate contra Aquiles, pero eso es una cuestión menor si se compara con aceptar la responsabilidad que lo vincula a su gente. Su figura quedará ennoblecida en la derrota.
El combate fue breve, pero intenso y decisivo. Aquiles es más fuerte y, además, está movido por la cólera y por el deseo de venganza. Atraviesa el cuello de Héctor con su lanza y, ciego de ira, para incrementar su humillación, ata su cadáver a su carro y lo arrastra frente a las murallas de Troya a la vista de su padre, de su familia y de sus conciudadanos. Homero es, en este pasaje del combate, especialmente intenso y trágico:
“Aquiles, blandiendo la gran pica de fresno, la hundió en la garganta de Héctor. Atravesó el bronce su blando cuello, y la negra muerte le cubrió los ojos” (Ilíada, XXII, 326-327).
Héctor, moribundo, le pide clemencia:
“Te suplico por tus rodillas, por tus padres, no permitas que los perros devoren mi cuerpo junto a las naves de los aqueos” (Ilíada, XXII, 338-339).
Pero Aquiles, encolerizado, le responde:
“¡No me hables de rodillas ni de padres, perro! Ojalá pudiera devorar yo mismo tu carne, por lo que hiciste a Patroclo” (Ilíada, XXII, 345-347).
La lección de Héctor es muy diferente a la de Aquiles, pero tampoco es ajena a nuestro tiempo. Frente a la tentación de replegarnos en el interés propio, Héctor nos llama a asumir la responsabilidad compartida: cuidar de los nuestros, proteger el futuro de los que vienen detrás.
En nuestro mundo, que enfrenta crisis políticas, tecnológicas y ecológicas, la cuestión es si nos arrastramos por la cólera y el orgullo, dejando un rastro de devastación, o, siendo conscientes de nuestra fragilidad, elegimos sostener el vínculo con los demás y con nuestra Tierra.
Homero, en la Ilíada, no nos obliga a elegir entre Aquiles y Héctor, entre la búsqueda de gloria o la fidelidad al deber. Lo que hace es algo mucho más humano: nos recuerda que la existencia transcurre en ese vaivén entre dos fuerzas que están en nosotros. Por un lado, el deseo de afirmarnos, de dejar huella, de brillar aunque sea brevemente, como Aquiles. Por otro, la certeza de que nuestra vida está unida a la de los demás, y que debe medirse por la lealtad y por el cuidado compartido, como Héctor.
El duelo entre ambos no es solo un combate épico: es la imagen de un dilema eterno. Cada vez que elegimos entre nuestro orgullo y la solidaridad, entre el capricho del yo y la responsabilidad con los otros, ese duelo se repite dentro de nosotros. En la escena final late una verdad que sigue siendo actual: la dignidad humana se juega en la manera en que podamos mantener un equilibrio entre esas fuerzas.
Los héroes de la Ilíada no son perfectos, sino hombres con pasiones, miedos y deberes. Como nosotros. Tal vez por eso sigo volviendo periódicamente a su lectura, a la lección sencilla que nos ofrece en sus versos. Vivir con dignidad no significa optar únicamente solo por la gloria o solo por la entrega, sino aprender a caminar en esa tensión, sabiendo que lo humano también se juega entre el deseo de ser únicos y la necesidad de vivir con otros. El duelo final, tal vez sigue siendo uno de los momentos más intensos de toda la literatura, porque no es la lucha entre dos hombres, o entre dos guerreros, sino entre dos maneras de entender qué significa vivir con dignidad y con honor.
Frente a las murallas de una antigua ciudad, que hoy no son más que ruina y polvo, tuvo lugar un célebre combate que, sin embargo, todavía no ha terminado, más de tres mil años después…
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