Civilización: la necesidad histórica de recomenzar

El término civilización, desde sus orígenes modernos en el siglo XVIII, esconde promesas y orgullos. No es solo un concepto, es un horizonte. Pronunciarlo evoca la marcha del progreso, la fuerza de instituciones que sostienen la vida común, el resplandor de los avances científicos y culturales, y sobre todo la esperanza —a veces ingenua, pero siempre necesaria— de que el futuro pueda ser mejor que el presente. Civilización significa confianza en que la humanidad no está condenada al caos ni al retroceso, sino llamada a construir, paso a paso, un mundo más justo y más humano.

Pero esas promesas siempre han sido frágiles. Lo que parecía un avance seguro podía desmoronarse en guerras devastadoras, violencias ciegas o desigualdades que traicionaban el sueño del progreso. La misma palabra que iluminaba el futuro podía convertirse en justificación de dominación, imponiéndose sobre otros pueblos en nombre de una supuesta superioridad. Así, la civilización es también memoria de luces y sombras: un proyecto humano que late entre la grandeza de sus logros y las heridas de sus fracasos.

Quizá ahí resida su verdadera fuerza: recordarnos que la historia no está cerrada, que el porvenir sigue siendo una tarea, y que cada generación debe decidir si esa palabra es solo un espejismo o una promesa que podamos cumplir.


Civilización es una palabra brillante, un estandarte que durante siglos hemos alzado como símbolo de orgullo. Pero, en su interior siempre habitó una grieta. En su nombre se levantaron imperios, se cruzaron océanos y se sometieron pueblos enteros. La misma bandera que prometía emancipación y libertad, trazaba también nuevas jerarquías: los civilizados frente a los bárbaros, los que enseñan frente a los que deben aprender. De esa forma, nuestra luminosa palabra se fue tiñendo de sombras…

En el siglo XIX la civilización se convirtió en sinónimo de modernidad: locomotoras y fábricas, revoluciones políticas y sueños universales. Sin embargo, el siglo XX se enfrentó al espejo de su propia miseria: Auschwitz y todos los campos de exterminio, Hiroshima, Nagasaki, y el resplandor atómico, los interminables y vergonzosos campos de refugiados, la amenaza nuclear que aún hoy persiste.

¿Cómo seguir llamando «civilización» a una cultura que ha perfeccionado el arte de la destrucción, hasta sus más altos niveles? ¿Cómo comprender ese «malestar» -en palabras de Freud- que se instala en el corazón mismo de lo que llamamos progreso? ¿Cómo aceptar, con W. Benjamin, que cada documento de cultura tenga un reverso inevitable de barbarie?

La civilización contemporánea ha agotado los fundamentos sobre los que se construyó. Para sobrevivir, se ve obligada a repensarse desde nuevas bases: la dignidad humana como principio innegociable, la sostenibilidad ecológica como la condición de posibilidad y la pluralidad cultural como riqueza compartida.

Vamos a realizar un breve recorrido de cómo hemos llegado hasta aquí y qué caminos se abren para poder seguir.


Ese recorrido es doble:

Por un lado, debemos mirar hacia atrás para reconocer cómo se fue configurando la idea de civilización, desde la Ilustración hasta nuestros días, pasando por sus promesas y contradicciones. La lectura histórica es necesaria porque la civilización no es un fenómeno abstracto, sino el resultado de procesos acumulados en el tiempo. Cada época ha añadido nuevas capas de sentido y nuevas contradicciones. Se trata de llevar a cabo lo que Paul Ricoeur llamó la hermenéutica (interpretación) de la memoria: reconocer que el presente está tejido por la interpretación crítica de un pasado que no se puede olvidar ni repetir, sin una previa reflexión. Sin esa mirada retrospectiva, nuestro presente parecería un accidente aislado, cuando en realidad es el resultado de una larga trayectoria.

Por otro lado, es necesario realizar una lectura que ponga de relieve los problemas de fondo que atraviesan toda la historia de civilización y que no pueden ser entendidos como episodios accidentales o aislados, sino como una constante en la estructura del proyecto moderno. Entre ellos destacan la violencia como reverso del progreso, la instrumentalización de la técnica, la persistencia de las desigualdades o la devastación ecológica. Son problemas que adoptan formas diferentes según la época: colonización (s. XVIII y XIX), industrialización y explotación de clase (s. XIX), guerras mundiales y totalitarismos (s. XX), o la actual crisis climática (s. XXI), y que aún hoy persisten como síntomas de un agotamiento radical.

Estos dos enfoques, en conjunto, configuran el mismo horizonte crítico: el de una civilización que, al tiempo que proclama orgullosa sus logros, también exhibe síntomas de un agotamiento que ponen en duda su continuidad.


En el siglo XVIII, la Ilustración inauguró la idea moderna de civilización: progreso racional, emancipación, universalidad de los derechos. Por primera vez, la humanidad se pensó a sí misma como capaz de salir de una “minoría de edad -en referencia a Kant- y de guiar su destino con autonomía gracias al uso público de la razón. La civilización apareció así como un horizonte común, como el camino a seguir por la humanidad, bajo la luz de la racionalidad y de las leyes universales.

Kant, en su obra ¿Qué es la Ilustración? (1784), entiende la minoría de edad, no como infancia literal, sino como la incapacidad de pensar por uno mismo, que es mantenida por miedo, pereza o por la comodidad de dejar que otros decidan —ya sean la religión, la autoridad política o la tradición—. Frente a ello, propone el uso público de la razón, que significa ejercer el pensamiento libre en un espacio común, comunicando y discutiendo ideas como ciudadanos del mundo. Solo así cada persona puede contribuir al progreso de la humanidad.

Sin embargo, ese impulso liberador estuvo acompañado de una contradicción fundamental. La misma Europa que proclamaba la libertad y los derechos del hombre extendía, en nombre de la civilización, la dominación colonial sobre pueblos considerados “primitivos” o “salvajes”. En los textos ilustrados se proclamaba el ideal emancipador: liberar al ser humano de la ignorancia, de la superstición y de la tutela de la autoridad, para confiar en la razón, en la ciencia y en la educación. Sin embargo, en la práctica, se impuso una rígida jerarquía entre los dominadores, que encarnaban la razón, y los que debían ser civilizados. El discurso de la civilización llevaba consigo, desde su nacimiento, una carga ambivalente y cínica: para unos era la promesa de liberación, pero, para otros, es la justificación del sometimiento.

En ese contexto, civilizar no significaba solo educar o liberar, sino también imponer instituciones, lenguas, religiones y formas de vida, bajo la pretensión de un modelo único de humanidad. Para los europeos esto era el triunfo de la razón y del progreso. Pero, en otros territorios lo que significó fue violencia, despojo y aculturación (imposición del modelo europeo despreciando y marginando las culturas originarias). Nuestro orgullo hizo que nuestra cultura europea se impusiera como si fuera la medida o el patrón para todas las demás.


En el siglo XIX, la civilización se convirtió en sinónimo de modernidad: locomotoras y fábricas transformaron la vida cotidiana, las revoluciones políticas alentaban la expansión de los derechos, y la fe en la ciencia parecía asegurar un futuro gobernado por la razón. Fue la época de los grandes relatos universales y del convencimiento de que la historia avanzaba de manera lineal hacia un horizonte de progreso. La humanidad entraba en una nueva era, marcada por las promesas de bienestar y desarrollo.

Sin embargo, ese mismo impulso escondía nuevas desigualdades. El capitalismo industrial trajo consigo la explotación creciente de la clase obrera, sometida a durísimas jornadas de trabajo en condiciones miserables. No tardó en aparecer el movimiento obrero y otras formas de protestas sociales. La nación industrial, sin duda, se enriquecía, pero concentraba la riqueza en pocas manos, mientras quedaban excluidos amplios sectores de la población.

Paralelamente, se extendió la dominación europea sobre África, Asia y América Latina, imponiendo modelos culturales que eran ajenos a esas áreas y despojando a pueblos enteros de sus recursos y de su libertad.

De nuevo la ambivalencia. La palabra civilización, en Europa, evocaba progreso, libertad y modernidad. Sin embargo, en otros lugares, era sinónimo de violencia, despojo y aculturación, como hemos señalado antes. La civilización mostró su reverso: ser un instrumento de dominio, de nuevas formas de esclavitud y dependencia. Pensadores de la talla de Tocqueville, Marx o Stuart Mill fueron capaces de señalar esas contradicciones y muchas de sus reflexiones no han perdido vigencia.


El siglo XX enfrentó a la humanidad al espejo de sus propios excesos. Auschwitz mostró el rostro burocrático y planificado del exterminio. Allí, la racionalidad moderna sucumbió a la barbarie. En Hiroshima y Nagasaki también lo hizo pero, además, con un elemento añadido: se mostró el poder devastador de la técnica cuando se pone al servicio de la guerra total: un solo instante es suficiente para la autodestrucción. Las amenazas nucleares y los campos de refugiados revelaron que la civilización podía seguir perfeccionando el arte de la destrucción y del sufrimiento.

La civilización había dado, en su lado más oscuro, un nuevo giro cualitativo. Si en el siglo XIX hemos hablado de instrumento de dominio, en el siglo XX podemos hablar de instrumento de destrucción. Freud, Walter Benjamin, Heidegger, Adorno o Horkheimer -entre otros- advirtieron en sus obras, desde diversos puntos de vista, el malestar, la barbarie, o el peligro de someternos al dominio de la técnica.

Heidegger tal vez, realizó la advertencia más filosófica: la técnica moderna no es solo herramienta, sino un modo de desvelamiento que reduce todo —naturaleza, objetos, seres humanos— a una especie de “fondo de reserva” (Bestand), que está disponible para nuestra manipulación y consumo. En ese sentido, la crisis actual no es solo política o social, sino ontológica: una crisis de sentido. En otras palabras, la técnica ha desvelado que todo es un único recurso, despojado de su sentido ontológico, que saca a la luz sólo su sentido de utilidad y de aprovechamiento. Hemos reducido el mundo a un material utilizable y hemos olvidado otras formas de relacionarnos con él.


Hoy, no nos basta con una crítica coyuntural: necesitamos una reconsideración radical.

La pregunta decisiva es si el modelo de civilización vigente -fruto de la modernidad ilustrada- puede aún sostenerse en el tiempo, o si, por el contrario, nos hallamos ante la necesidad histórica de un nuevo comienzo civilizatorio.

Ya no son las instituciones, ni los monumentos, ni siquiera el brillo de nuestros avances técnicos lo que puede definir nuestra condición humana. Esos logros, sin duda valiosos, han sido insuficientes para garantizar un mundo justo. Lo verdaderamente decisivo, aquello que debe suponer el verdadero criterio de civilización, es nuestra capacidad colectiva de reaccionar frente a la injusticia y al sufrimiento, de reconocernos como comunidad solidaria y de defender, con coherencia y sin reservas, los valores universales que un día proclamamos como irrenunciables: la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la paz.

La reflexión sobre si es posible todavía un nuevo comienzo civilizatorio no pasa por negar los logros del pasado -que por supuesto existieron-, pero sí por reinterpretarlos desde otras bases. El camino no sólo es la crítica. La tarea que ahora se necesita es la de pensar en positivo para establecer unas bases renovadas de futuro.

¿Qué principios deben de sostener todavía la idea de la civilización? ¿Qué horizontes hay que abrir si queremos mantener todavía ese nombre?

Vamos a ello.


I.- En el centro de esos nuevos horizontes debe situarse la dignidad humana, como un principio que no puede ser cuestionado.

Hablar de dignidad humana, a estas alturas, no es un ejercicio retórico. Es proponer un criterio normativo que sea capaz de orientar la acción política y social. Reconocer la dignidad significa que ninguna vida puede ser considerada prescindible, ni tratada como un instrumento al servicio de determinados intereses -estratégicos, económicos, geopolíticos-. Por el contrario, significa que cada ser humano es un fin en sí mismo, como Kant nos enseñó en su ética («Fundamentación de la metafísica de las costumbres», 1785).

El siglo XXI nos enfrenta a todos, pero especialmente a los más jóvenes, a una disyuntiva: o transformamos la indignación en una praxis, o nos resignamos a administrar las ruinas de una civilización que se agota.

Lo humano se define, además, por su pluralidad. No hay una humanidad en abstracto, sino seres concretos que piensan y actúan de modos diversos. Y la pluralidad encuentra su lugar en el espacio público (Hannah Arendt), allí donde las diferencias aparecen, se reconocen y pueden ser dialogadas en igualdad.

Resulta indispensable desechar toda forma de exclusión y afirmar la igualdad radical de todos los seres humanos. La radicalidad, en este sentido, no supone una concesión que haya sido otorgada por el derecho, las instituciones o las convenciones sociales, sino algo que pertenece a la raíz misma de lo humano. En ese sentido, se trata de una igualdad ontológica que no deriva de méritos o funciones, sino de la condición de «ser-en-el-mundo», que todos compartimos, lo cual constituye una noción clave en el pensamiento de Martin Heidegger (en su obra «Ser y Tiempo») y una idea muy influyente en pensadores existencialistas posteriores. En otras palabras, la igualdad ontológica de «ser-en-el-mundo» significa que todos los seres humanos tenemos una condición existencial básica: estar en un mundo común y compartido. Nadie queda fuera de esa condición.

II.- Junto a la dignidad, hay que pensar en la sostenibilidad ecológica, no como un complemento secundario, sino como la propia condición de posibilidad de toda civilización futura.

La humanidad se encuentra en una encrucijada civilizatoria. El modelo vigente, heredero de la modernidad, ha mostrado su ambivalencia: logros innegables acompañados de violencia estructural, devastación ambiental y exclusión social. Hoy, el silencio y la complicidad amenazan con vaciar el término civilización de su contenido ético.

¿Qué otra cosa puede convertirse en una brújula ética de nuestro tiempo, si no es el principio de responsabilidad hacia las generaciones venideras? No podemos continuar con el modelo civilizatorio que hemos traído hasta ahora, que está demostrando ser insostenible y que se traduce en la destrucción progresiva de los ecosistemas del planeta. El giro que se requiere aquí, no es parcial ni gradual: debe ser total y urgente. No hay civilización ni justicia que puedan sustentarse en un suelo devastado, en océanos contaminados, en atmósferas irrespirables o en temperaturas imposibles. Invito a cualquier lector a descubrir por sí mismo los numerosos ejemplos actuales que nos dejan la crisis climática, las migraciones ambientales o la pérdida de biodiversidad.

El nuevo proyecto de civilización debe, por lo tanto, garantizar la continuidad de la vida, tanto humana como no humana. Eso no es un gesto de altruismo, sino un imperativo de supervivencia y de justicia.

III.- Otro pilar civilizatorio es la pluralidad cultural. Hoy día vemos con tristeza como algunos la contemplan como amenaza y no como riqueza compartida.

Ya hemos visto que Europa, bajo el signo de la modernidad, fue capaz de imponer sus modelos, relegando a otros pueblos al estatuto de bárbaros y considerándose, a sí misma, como portadora única de la razón y del progreso. No queda otro camino que superar críticamente esa herencia y reconocer que ninguna cultura, por rica o avanzada que sea, agota por sí sola el concepto de humanidad. La pluralidad no fragmenta. Al contrario, es fuente de creación y de renovación.

La universalidad auténtica no impone un modelo único, sino que propone un espacio de encuentro entre las distintas tradiciones. No me estoy refiriendo al relativismo, sino a una comunidad en la que cada cultura aporta su memoria y su creatividad a un horizonte común. Es una falacia sin sentido seguir reduciendo la humanidad a una jerarquía de exclusión que nos divide entre “civilizados» y «primitivos», entre “opresores “ y “oprimidos “.

IV.- Junto a los tres pilares señalados deben sumarse otros principios igualmente decisivos.

La justicia social, por ejemplo, no se puede quedar en los límites de las redistribuciones dentro de los Estados, sino que ha de afrontar la desigualdad estructural entre el Norte y el Sur global. La pobreza extrema, la exclusión masiva y las migraciones forzadas son síntomas de una civilización que privilegia la acumulación sobre la vida, en lugar de orientar los recursos al bienestar colectivo. Una civilización así, en donde el bienestar de unos pocos se construye sobre la miseria de la mayoría, es una civilización enferma.

Otro elemento clave en esta reconstrucción civilizatoria es la relación crítica con la técnica. Ya hemos señalado que Heidegger advirtió que la técnica moderna no es simplemente un instrumento, sino un modo de desvelar la realidad que convierte la naturaleza, las cosas, incluso las personas, en una especie de almacén (él lo llamaba “fondo de reserva”), en el cual se acumula todo lo disponible hasta el momento de su consumo.

¿Realmente eso constituye un criterio racional, ético y responsable? Desde luego que no. La civilización no podrá renovarse mientras no aprenda a orientar la técnica hacia el cuidado de las personas, de sus afectos, y del medio y no siga aspirando a la dominación.

Todo lo anterior exige reforzar la democracia y la esfera pública. No basta con la mera existencia de instituciones formales o de procesos electorales periódicos. Se necesitan más espacios reales de deliberación y participación ciudadana donde las decisiones colectivas tengan oportunidad de tomarse en condiciones de igualdad. En eso consiste el principio de racionalidad comunicativa como fundamento de una convivencia justa, en los términos expuestos por su creador, Jürgen Habermas.


Todo este conjunto, configura, al menos de forma básica, los cimientos de lo que puede ser una nueva construcción de la idea de civilización. No se trata de anular el pasado, ni de hacer tabla rasa, sino de aprender de los errores que nos han acompañado: violencia, dominio colonizador, estallido atómico, desigualdad, devastación, subordinación a la técnica, injusticia social, etcétera.

Solo a partir de ese reconocimiento podremos construir un horizonte distinto, en el que la dignidad humana, la justicia social, la pluralidad cultural y el cuidado del planeta se conviertan en los verdaderos criterios de lo entendemos por civilización.

No podemos seguir acumulando pasividad o silencio. La protesta social, por tanto, no es un gesto marginal, sino la expresión mínima de civilidad: movilizarse contra la guerra, la injusticia o el deterioro ambiental es encarnar los valores que las instituciones a menudo reducen a consignas. Significa mostrar nuestra incomodidad y nuestra indignación allí donde otros otros callan.

Todo comienzo exige un “acto de esperanza” (María Zambrano) que no niegue la tragedia de la cual venimos pero sí que la trascienda. Nuestro reto es que ese comienzo no quede reducido a las opiniones de unas minorías ilustradas y se convierta en nuestra auténtica acción colectiva.

El siglo XXI nos enfrenta a una disyuntiva: o transformamos la indignación en praxis, o nos resignamos a administrar las ruinas de una civilización en decadencia.

Las advertencias de Heidegger nos recuerdan que, si seguimos viendo el mundo como simple fondo de reserva, la técnica acabará por dominarnos, en lugar de servirnos. La única salida es un nuevo comienzo civilizatorio, basado en la dignidad humana, la sostenibilidad ecológica, la pluralidad cultural y una nueva relación con la técnica.

No se trata de un idealismo abstracto, sino de una necesidad histórica. Una civilización incapaz de garantizar la vida, la justicia y la libertad no merece tal nombre. Solo si transformamos las consignas en prácticas, la memoria en compromiso y el silencio en una voz común, podremos recuperar el sentido profundo de la palabra que nos identifica: civilización.

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