Descartes: Res cogitans y res extensa, su significación filosófica

La filosofía moderna tiene en René Descartes (1596-1650) uno de sus pilares fundamentales. Su intento de fundamentar el conocimiento sobre bases indudables le llevó a formular el célebre cogito ergo sum. Buscó una base absolutamente segura para el conocimiento, mediante un método que consistía en dudar de todo aquello que pudiera ser puesto en cuestión: los sentidos, las creencias, las verdades matemáticas, hasta encontrar algo de lo que fuera imposible dudar. Y alcanzó su famoso «pienso luego existo»: aunque dude de todo, no puede dudar de que está dudando, es decir, pensando, y eso prueba que, al menos, hay un sujeto que piensa y que, por tanto, existe.

Este punto se convierte en el fundamento de todo su sistema filosófico, desde el cual intentará reconstruir el conocimiento con criterios de claridad y evidencia. Así, Descartes inaugura la modernidad al centrar la certeza en el sujeto y su capacidad racional.


La célebre afirmación cartesiana del «pienso, luego existo» no agota el alcance de su pensamiento. A partir de esta certeza inicial, Descartes elabora una metafísica completa que distingue dos ámbitos fundamentales de la realidad: la res cogitans (mente, conciencia) y la res extensa (materia, mundo físico).

Esta distinción es la piedra angular del dualismo cartesiano y marcará el pensamiento occidental en torno a la relación entre mente y cuerpo, y abrirá debates que permanecen aún vigentes en la filosofía contemporánea.


La intención es, ahora, desarrollar con brevedad el itinerario intelectual de Descartes para llegar, desde el cogito ergo sum hasta la distinción entre res cogitans y res extensa, y las principales líneas de desarrollo posterior que generó este dualismo.


El tiempo de Descartes es una época de profunda crisis religiosa y política en Europa, pero también es una época marcada por la Revolución Científica.

La Reforma protestante y la Contrarreforma católica, fragmentaron la unidad religiosa europea. Desde Lutero, los conflictos entre católicos y protestantes no sólo eran teológicos, sino también políticos y sociales. La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), comenzó como guerra entre facciones religiosas pero se convirtió en una lucha por la hegemonía política entre varias potencias europeas. Fue una guerra que devastó regiones enteras especialmente, en Alemania.

Al mismo tiempo. las antiguas autoridades religiosas -la Iglesia y la tradición escolástica- fueron puestas en cuestión. No había una verdad indiscutida, que fuese aceptada por todos.

En ese mismo periodo tuvo lugar la Revolución Científica que transformó radicalmente nuestra comprensión del mundo: Copérnico desplazó a la Tierra del centro del universo; Kepler y Galileo mostraron que los cielos obedecen a leyes matemáticas precisas; Galileo, particularmente, formuló la idea de que la naturaleza es como un libro escrito en lenguaje matemático y señaló la importancia de la experimentación como método; Newton, poco después de Descartes, culminará esta revolución con la gravitación universal.

Todo esto, en conjunto, permitió superar la visión aristotélica y escolástica y terminar con una cosmología que situaba a la Tierra como centro, para imponer una concepción mecanicista de la naturaleza. Es decir, que el mundo natural podía ser concebido como si fuera una máquina, regido por las leyes matemáticas y de la causalidad.

Aristóteles concebía la Naturaleza (Physis) como un organismo vivo, con su dinamismo interno. Casa ser tenía su propia esencia y su propia finalidad (telos), y los fenómenos naturales quedaban explicados a través de sus famosas cuatro causas: material, formal, eficiente y final.

La escolástica, por su parte, recogió la herencia aristotélica y la integró con la teología cristiana, especialmente con Tomás de Aquino. Para los escolásticos, el orden de la naturaleza era un reflejo del plan de Dios.

En medio de esa crisis de certezas, Descartes impulsó su reflexión en torno a la pregunta: ¿sobre qué base podemos edificar un conocimiento cierto y universal?

A partir de estas premisas, Descartes pudo edificar un sistema filosófico orientado a la búsqueda de certezas absolutas y basado en un método capaz de garantizar un conocimiento firme y universal. Más adelante, veremos los aspectos esenciales de dicho método y las principales conclusiones que se derivan de él. Antes, conviene trazar una breve semblanza de su vida, cuyo contexto histórico e intelectual es clave para comprender el alcance de su pensamiento.


René Descartes nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye en Touraine (Francia), en una familia perteneciente a la pequeña nobleza de provincias. Desde su infancia tuvo una salud frágil que le obligó a mantener cuidados y rutinas especiales a lo largo de su vida. Sin embargo, su debilidad física no le impidió el desarrollo de una curiosidad intelectual temprana y excepcional, que acabaría convirtiéndolo en una de las mentes más influyentes en la historia de la filosofía.

Su educación la recibe en un colegio de jesuitas, el Colegio de la Flèche, de gran prestigio, donde entró a los ocho años y en el que obtuvo una formación sólida en filosofía, escolástica y matemáticas. Más tarde, estudiaría Derecho en Poitiers; sin embargo, su verdadera vocación no lo encaminó hacia la abogacía, sino hacia el cultivo de las matemáticas y la reflexión filosófica.

Tras completar sus estudios en Poitiers, Descartes emprendió un periodo de viajes y experiencias que marcarían su pensamiento. Se alistó en distintos ejércitos europeos, no tanto por vocación militar como por el deseo de conocer el mundo y ampliar horizontes. Sirvió en Holanda, Alemania y Hungría, y durante estas estancias entró en contacto con diversas corrientes científicas y filosóficas. En 1619 -en Alemania-, él mismo reconoció que, a través de una serie de sueños simbólicos, sintió la vocación de elaborar un método universal para alcanza la verdad. Fue el punto de partida de toda su filosofía.

Años después, buscando un ambiente más libre para pensar, lejos de las tensiones religiosas y políticas de Francia, se instaló en Holanda. Allí pasó más de dos décadas (1628-1649) y escribió sus obras fundamentales. En el Discurso del método (1637) expuso su célebre “pienso, luego existo” y las reglas de su método. En las Meditaciones metafísicas (1641) profundizó en la distinción entre mente y cuerpo, y en los Principios de filosofía (1644) sistematizó su pensamiento en forma casi enciclopédica.

Su fama se extendió por toda Europa, y en 1649 aceptó la invitación de la reina Cristina de Suecia para convertirse en su maestro de filosofía en Estocolmo. Sin embargo, el clima gélido y las exigencias de impartir clases al amanecer minaron su frágil salud. Apenas unos meses después de su llegada, el 11 de febrero de 1650, René Descartes murió a los 53 años, probablemente a causa de una neumonía.


Tras sus años de viajes y descubrimientos, Descartes estaba convencido de que la filosofía de su tiempo necesitaba un nuevo comienzo. Había visto demasiadas disputas entre escuelas, demasiada dependencia de la autoridad y demasiada inseguridad en las ideas heredadas. Su experiencia en los ejércitos y en distintos países le mostró que las opiniones humanas cambian según la cultura y la tradición.

¿Cómo encontrar entonces un conocimiento firme, válido para todos?

Fue en esos años en Holanda cuando concibió su método, inspirado en la claridad de las matemáticas. Lo explicó en su célebre «Discurso del método«: para alcanzar la verdad, hay que aceptar solo lo que sea absolutamente evidente, dividir los problemas en partes, razonar de lo simple a lo complejo y revisar cada paso para no errar. Este camino no pretendía dar respuestas inmediatas, sino asegurar que cualquier conclusión estuviese bien fundamentada.

Para ponerlo a prueba, llevó la duda hasta el límite. En sus «Meditaciones metafísicas» imaginó que todo lo que creemos podría ser falso: los sentidos nos engañan, los sueños nos confunden, incluso podríamos ser víctimas de un “genio maligno” que manipula nuestras ideas. Pero en medio de esa duda radical halló una certeza indestructible: si dudo, es que pienso; y si pienso, es que existo. Así nació su célebre «cogito ergo sum» -pienso, luego existo-. Era el primer pilar sólido sobre el que construir todo su sistema.

A partir de ahí, Descartes buscó comprender la naturaleza de lo que somos y reconstruyó el edificio del conocimiento: si somos seres pensantes, la esencia de nuestra identidad está en la mente o en el alma. En lo que Descartes llamó «res cogitans».

¿Cómo es realmente la «res cogitans» de Descartes?

Es inmaterial e indivisible; no tiene extensión ni partes, por lo tanto, tampoco se rige por las leyes del mundo físico. Su esencia consiste en el acto de pensar, de tener ideas y de ser consciente de ellas. Es autónoma frente al cuerpo, aunque puede relacionarse con él y con el mundo. En su obra «Meditaciones metafísicas», insiste en que el «yo» verdadero es la mente:

«Yo no soy esta reunión de miembros que llamo cuerpo; más bien soy una cosa que piensa».

Frente al descubrimiento indudable de que hay una cosa que piensa -res cogitans-, Descartes encuentra que también hay otra realidad que se presenta como ajena a nosotros. Es la realidad de los objetos materiales. La mente percibe con claridad que el mundo material existe y que tiene sus propias características.

Pero, ¿cómo saber si esa realidad material no es una ilusión engañosa?

Para ello, Descartes se ve obligado a recurrir a Dios.

Entre los tipos de ideas que distingue Descartes se encuentran, por un lado, las que la mente fabrica por sí misma —fruto de la imaginación o la combinación de otras ideas—; por otro, las que parecen proceder de los sentidos, como los colores, sonidos u objetos externos; y, finalmente, una idea singular: la de un ser absolutamente perfecto, infinito y omnipotente, es decir, Dios. Esta última idea no la hemos podido edificar a partir de nuestra experiencia, ni tampoco es inventada, sino que es innata, inscrita en nosotros desde siempre, como parte de nuestra naturaleza racional. Siguiendo el principio de causalidad, la causa de que dicha idea esté en nuestra mente, no puede ser otra que el hecho de que Dios realmente exista, como ser perfecto y veraz que no puede engañarnos en nuestras percepciones. De ahí que todas nuestras percepciones claras y distintas de la realidad son verdaderas y no meras ilusiones.

“La idea de un ser más perfecto que yo no puede haber sido producida por mí; así, debe haber sido puesta en mí por una naturaleza verdaderamente más perfecta” (Meditación III).”

De esa forma, Descartes piensa que las percepciones claras y distintas que recibimos de la realidad no son un engaño y que dicha realidad existe de modo veraz. Es lo que él llama res extensa. Es decir, la materia y el mundo físico, que están gobernados por leyes cuantificables. La res extensa ocupa espacio -todo cuerpo material tiene longitud, anchura y profundidad-; también es divisible, puesto que la materia se puede dividir en partes más pequeñas y, como ya hemos señalado, está sometida a leyes mecánicas; carece de pensamiento: la materia no piensa ni tiene conciencia. Su esencia es la extensión, no es la mente.

Una idea clara es la que se presenta en la mente con total evidencia y transparencia, de modo que no deja lugar a la confusión ni a la duda. Una idea distinta es aquella que, además de clara, es precisa. Es decir, está perfectamente delimitada, de forma que sus elementos no se mezclan ni se confunden con los de otras ideas.


La distinción mente-cuerpo res cogitans, res extensa– marcó un hito fundamental en la filosofía moderna. Para Descartes, el ser humano no es una entidad puramente física ni exclusivamente mental, sino una unión de dos dimensiones radicalmente distintas: una inmaterial, responsable del pensamiento, de la conciencia y de la voluntad; y otra material, sujeta a las leyes mecánicas del mundo natural. Su propósito no fue presentar a un hombre desligado del mundo, sino explicar cómo puede existir una interacción entre esas dos realidades -mente, cuerpo- tan distintas.

Él planteó, para resolver esta cuestión, que la glándula pineal -una pequeña estructura en el cerebro-, es la que hacía posible la unión entre el alma y el cuerpo. Ya en su época, esta hipótesis fue objeto de debates y críticas, pero abrió el camino a la reflexión de cómo los estados mentales pueden tener efecto sobre el cuerpo y viceversa.

El debate mente-cuerpo fue prolongado por la opinión de filósofos de la talla de Spinoza o Leibniz. En la modernidad y en la ciencia contemporánea, el dualismo cartesiano ha sido cuestionado desde las neurociencias y el materialismo. El desarrollo de la psicología y la biología sugiere que procesos mentales dependen de estructuras cerebrales, lo que pone en crisis la idea de una sustancia pensante separada. Sin embargo, el problema de la conciencia —el llamado «hard problem» en filosofía de la mente (Chalmers)— muestra que todavía no disponemos de una explicación definitiva de cómo surgen los fenómenos subjetivos a partir de procesos físicos. El problema se reformula en términos de conciencia y actividad neuronal: ¿cómo surgen los fenómenos subjetivos a partir de procesos físicos en el cerebro?


En definitiva, el itinerario de Descartes —desde la duda radical al «cogito ergo sum«, y desde ahí al dualismo entre pensamiento y extensión— no fue una aventura puramente abstracta. Nació de una vida que estuvo marcada por la búsqueda de certezas en medio de una Europa en crisis y de una revolución científica que transformaba la visión del universo. Su método y su filosofía se convirtieron en la base de la modernidad y todavía hoy con cuestiones que nos siguen interpelando.

En su momento, la distinción cartesiana entre res cogitans y res extensa fue revolucionaria: separó la esfera de la mente y la materia, contribuyendo al desarrollo de la ciencia moderna y a la reflexión filosófica sobre el yo. A pesar de las críticas y la evolución del pensamiento, el problema mente-cuerpo sigue abierto. El dualismo cartesiano, aunque problemático, nos recuerda que la conciencia es un fenómeno enigmático y que comprenderla implica seguir reflexionando acerca de la relación entre sujeto y mundo.

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