El pensamiento político y filosófico de John Locke

El pensamiento político de John Locke marca un hito fundamental en la historia de las ideas.

En la Inglaterra del siglo XVII, en un contexto de conflictos religiosos, Guerra Civil y la Revolución Gloriosa de 1688, Locke formula su teoría política que rompe con la tradición del absolutismo y abre el camino al liberalismo moderno.

Su planteamiento parte de la convicción de que los individuos son portadores de derechos naturales inalienables y que la autoridad política solo es legítima si se funda en el consentimiento de los gobernados. Estas ideas, desarrolladas principalmente en los «Dos tratados sobre el gobierno civil» (1690), han tenido una influencia decisiva en la configuración de las democracias modernas.

Pero también Locke desarrolló un pensamiento filosófico, además de su teoría política. Fue un filósofo empirista y uno de los grandes renovadores de la filosofía moderna.

Vamos a conocer, con brevedad, pero con algo más de profundidad a John Locke.


Locke nace en Wrington (Somerset, condado del suroeste de Inglaterra) en el seno de una familia puritana, en 1632. Tuvo formación filosófica y también médica. Mantuvo cercanía con científicos como Robert Boyle o el médico Thomas Sydenham, que reforzaron su interés por la observación empírica.

También tuvo contacto con las obras de pensadores racionalistas en sus viajes por Francia y Holanda, a algunos de los cuales conoció en persona, como a Nicolas Malebranche o a Antoine Arnauld, seguidores de Descartes, además de sus lecturas sobre el propio Descartes o Spinoza. Tras la Revolución Gloriosa de 1688 regresó a Inglaterra donde sus ideas políticas fueron la referencia para un nuevo régimen constitucional.

Su obra filosófica más influyente es el «Ensayo sobre el entendimiento humano«, de la que luego hablaremos. En el terreno político, sus «Dos tratados sobre el gobierno civil», que ya hemos mencionado, sentaron las bases del liberalismo moderno. También escribió sobre religión, en su «Carta sobre la tolerancia» o sobre la educación, «Algunos pensamientos sobre la educación«.

Su muerte en Oates (Essex, condado situado al noreste de Londres), en 1704, dejó una influencia decisiva tanto en el empirismo inglés, como en la Ilustración o en la formación de las democracias modernas.


Como decíamos, el pensamiento político de Locke desarrolla una reflexión que busca legitimar un nuevo orden político basado en la libertad, la propiedad y la limitación del poder, frente a la pretensión de dominio absoluto por parte de los reyes.

El punto de partida es su idea de un estado de naturaleza en el que los hombres viven sin que haya sido constituido ningún gobierno. A diferencia de Thomas Hobbes, que consideraba que en ese estado estaba instalada una guerra permanente de «todos contra todos», Locke lo concibe como un estado de relativa paz y libertad, regulada por la razón natural. La ley, accesible a la razón, establece que todos los hombres son iguales y poseen derechos inalienables: la vida, la libertad y la propiedad. Sin embargo, al no disponer de un poder común que asegure el cumplimiento de la ley, el estado natural resulta inestable y propenso al conflicto.

La solución de Locke ante esa fragilidad es la del contrato social. Esto significa que, según Locke, los individuos acuerdan ceder parte de su libertad a una comunidad política para que, mediante un gobierno, se garantice la «seguridad y la protección» de los derechos naturales.

Desde luego, el contrato social no significa una cesión absoluta, sino limitada y condicionada: el poder político tiene como único fundamento servir al pueblo. La legitimidad del Estado, por tanto, no proviene de una gracia divina, tal y como esto era entendido por el absolutismo, sino que nace del consentimiento de los propios gobernados. En sus propias palabras: «La única forma por la que alguien se convierte en parte de una comunidad es consintiendo con los demás en formar un cuerpo político». Claramente, Locke se posiciona así como uno de los precursores del constitucionalismo moderno.

El cambio de paradigma sobre el origen del poder en la Edad Moderna es uno de los grandes giros en la historia de la filosofía política.

Filósofos como Hobbes, Locke y Rousseau conciben que el poder no viene dado a los monarcas «por la gracia de Dios», sino de un pacto entre los hombres.

Un segundo aspecto es su teoría acerca de la propiedad privada. Según Locke, la tierra y los recursos son dados en comunidad, pero pasan a ser una propiedad individual cuando alguien los trabaja y los transforma con su esfuerzo. Esta conversión de lo común en lo individual es otro eje central del nuevo orden político: el Estado no sólo debe respetar la propiedad individual sino que debe garantizarla, puesto que es una condición indispensable de la libertad individual. La propiedad individual, de esta manera, queda unida a la libertad y el gobierno, por tanto, no puede disponer arbitrariamente de ella; su misión esencial es protegerla.

También Locke anticipa la división de poderes: distingue entre el legislativo, el ejecutivo y el federativo (o de relaciones exteriores). Y, además, afirma el derecho a la resistencia: cuando un gobierno viola los derechos naturales -vida, propiedad, libertad-, o actúa de manera arbitraria, los ciudadanos no sólo tienen el derecho, sino el deber de deponerlo y reemplazarlo. Una idea que, como puede verse, inspirará movimientos revolucionarios posteriores como el de la independencia de los Estados Unidos o la Revolución Francesa.

En sus «Cartas sobre la tolerancia« (1689), Locke también defiende la separación entre Iglesia y Estado y el derecho de cada individuo a practicar su religión -aunque exlcuye aquí, por diferentes razones tanto a los ateos como a los católicos-. El poder civil no tiene porqué decidir sobre la salvación de las almas: «Ningún hombre puede, si lo quisiera, conformar su fe a los dictados de otro». Con ello, Locke quiere decir que la fe religiosa es un acto interior de convicción y que nadie, aunque lo intente, puede creer verdaderamente algo, sólo porque se lo ordenen.

Por último, sobre la educación, Locke considera que, más que transmitir erudición, debe formar el carácter moral y la virtud, ideas que influirán en Rousseau y en la pedagogía de la Ilustración, que sitúa la formación integral del individuo por encima del aprendizaje académico.

En conclusión, John Locke es uno de los fundamentos del liberalismo y de la modernidad política. Su concepción de los derechos naturales, la propiedad privada, el contrato social y el derecho de resistencia ante el poder arbitrario, dan cuerpo a una teoría de gobierno limitado, que todavía tiene ecos en el constitucionalismo actual. Históricamente supuso un pensamiento decisivo para el tránsito desde un modelo de concentración de poder en manos de los monarcas absolutistas, a otro modelo basado en el consentimiento de los gobernados.


¿Y qué decir de su pensamiento filosófico?

Para comenzar, Locke es considerado como el padre del llamado «empirismo inglés». En su obra, «Ensayo sobre el entendimiento humano» (1690), formuló una teoría del conocimiento radicalmente opuesta al racionalismo de Descartes.

La expresión «empirismo inglés» se sigue utilizando por tradición y claridad, aunque en filosofía es preferible llamarlo empirismo británico o, simplemente, empirismo moderno. En primer lugar, porque no todos eran ingleses: Locke lo era, pero Berkeley era irlandés y Hume escocés. Y, además, porque no era un bloque homogéneo, al existir diferencias importantes entre ellos.

Locke sostiene que no existen principios universales que estén implantados en la mente desde el nacimiento. Se refiere a que no existen las famosas «ideas innatas» que defendían Descartes y sus seguidores. Así lo expresaba con contundencia: «Suponer que la mente tiene cualquier idea innata es suponer que los niños y los idiotas las conocen, lo cual es evidentemente falso». Utiliza el símil de la tabla rasa tabula rasa– para indicar que la mente nace vacía y que todo conocimiento se deriva de la experiencia. El entendimiento humano se construye a partir de los datos sensibles -la sensación nos muestra lo que proviene de los objetos externos- y de la introspección -operaciones internas de nuestra mente como pensar, dudar, recordar…-.

Especialmente importante es la clasificación de las ideas en ideas simples e ideas complejas.

Las ideas simples son las impresiones elementales que recibimos pasivamente por los sentidos o la reflexión. La mente no puede inventarlas, sólo recibirlas. Las ideas complejas son elaboraciones activas de la mente a partir de las ideas simples, mediante facultades de la mente como la combinación, la comparación o la abstracción. De esa manera, surgen conceptos como belleza, causa, moralidad, etcétera. Como vemos, la teoría de las ideas de Locke rompe con la concepción racionalista, porque otorga a la mente un papel constructivo, aunque siempre dependiente de la experiencia.

Locke también nos habla de las diferencias entre las cualidades primarias, que son objetivas e inseparables de los cuerpos -su solidez, extensión, figura, cantidad, movimiento…- y las cualidades secundarias, que son subjetivas y dependen de la percepción del sujeto -colores, sonidos, sabores, olores…-. Se trata de aportaciones que avanzan en la comprensión moderna de la relación entre el sujeto y el objeto, aunque con posterioridad Berkeley negará que las cualidades primarias tengan una existencia independiente de la percepción.

El pensamiento filosófico de Locke nos lleva a considerar los límites del conocimiento humano. Podemos tener certeza acerca de las relaciones entre nuestras ideas, porque ahí no dependemos de lo externo ni de los sentidos, pero el conocimiento de la realidad externa está siempre mediado por la experiencia y, por tanto, es un conocimiento probable, no absoluto. En este sentido, Locke es moderadamente escéptico: no es un escéptico radical -como Hume-, porque sí cree que podemos conocer con certeza algunas cosas; pero tampoco es un optimista racional que piense que con la razón podemos acceder a las verdades universales y seguras sobre la realidad. Su escepticismo moderado se traduce en que nuestro conocimiento tiene límites y cuando los hombres discrepan acerca de sus conocimientos no es porque la naturaleza sea confusa, sino porque no prestamos atención a esos límites y pretendemos saber más de lo que realmente sabemos. Locke está anticipando las reflexiones de Kant, un siglo más tarde.

En el terreno moral, Locke mantiene que el criterio acerca del bien y del mal no es algo arbitrario, sino que debe estar fundado en la razón y en la ley natural. Por tanto, la responsabilidad moral nace de la capacidad de autodeterminarse conforme a la razón. Es decir, se introduce aquí el elemento de la libertad, que es central para Locke: «Ser libre es poder actuar o no actuar según la determinación de la propia voluntad». Esto significa que la libertad se da cuando la acción sigue a una determinación de nuestra voluntad y no a la imposición de otro, o de una mera necesidad física. La clave está en que la acción proceda de uno mismo, no de un mandato externo.


Locke, como tantos otros pensadores decisivos, fue una figura luminosa que abrió caminos nuevos en tiempos de oscuridad. Vivió una época marcada por guerras civiles, persecuciones religiosas y la sombra opresiva del absolutismo. Él mismo sufrió la persecución política y se vio obligado a huir a Holanda, como otros muchos intelectuales que, discretamente, han debido huir para salvar su vida, conscientes de que una sola palabra podía condenarlos. Allí, en Holanda, sus ideas respiraron con mayor libertad que en su Inglaterra natal…

Sin embargo, Locke apostó por algo profundamente humano: la confianza en la razón, la libertad y la dignidad del individuo. Su célebre idea de que la mente es una tabla rasa, encierra una promesa esperanzadora: no nacemos predeterminados, ni encadenados a un destino inmutable. El ser humano nace abierto a la experiencia, capaz de configurarse a sí mismo mediante el aprendizaje y la reflexión. En esa apertura reside una promesa de emancipación, porque la educación y la cultura dejan de ser meros adornos para convertirse en las herramientas fundamentales de la libertad.

En una época en la que se mataba por la religión, se atrevió a decir que la fe no puede imponerse, que la conciencia pertenece sólo a cada persona.

En el pensamiento político, su voz fue la de la moderación y el límite: ningún poder puede pisotear los derechos naturales del hombre. Recordó al mundo que la vida, la libertad y la propiedad, no son regalos del poder, sino principios inalienables que nos pertenecen y que siguen estando en el núcleo de nuestras democracias.

Es inevitable preguntarse si su herencia política pesa más que la filosófica o si es al contrario. Lo cierto es que la huella de Locke se extiende con fuerza en ambas direcciones. Quizá, lo más acertado no sea medir cuál de ellas es más profunda, sino reconocer en Locke a un pensador integral: un filósofo que, desde la reflexión sobre le conocimiento y la naturaleza humana, dio fundamento a una teoría política, y también a un político que supo pensar en el ser humano como sujeto de razón y libertad.

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