El incendio es miedo, incertidumbre, pérdida, la respuesta de una Naturaleza que se rebela… El fuego es destrucción, pero también sitúa al ser humano ante la conciencia de su propia fragilidad y de su negligencia. En pocas horas, lo que parecía firme puede reducirse a cenizas.
Paradójicamente, el fuego abre un espacio de solidaridad: vecinos que se unen de improviso, jóvenes y ancianos compartiendo cubos, mangueras o palabras de ánimo. Todos los que han combatido juntos contra él, siempre se contemplarán de manera diferente.
Silencio. Tras el fuego llega el silencio. No hay sonidos en el monte, sólo el olor a quemado que permanece durante semanas y colinas ennegrecidas que son irreconocibles para todos aquellos que las amaron y las contemplaron llenas de vida.
Este mes de agosto, en nuestro país, el fuego se ha convertido en símbolo de nuestro tiempo: entre la devastación y la resiliencia; entre la destrucción y la capacidad de recomenzar. La ceniza no es sólo el rastro de la muerte, sino también la de un nuevo comienzo que nos interpela a todos. Nos recuerda las huellas profundas del desastre, pero nos exige que no podemos vivir de espaldas ni a los otros, ni a la tierra que habitamos.
Ojalá que las lluvias del otoño puedan esculpir los primeros y pequeños tallos verdes en esa negrura, no sólo en los montes, sino también en nuestras conciencias.
Pero, mientras todo eso llega, seguimos atrapados en un círculo que confunde el dolor y la necesidad de una autocrítica responsable con la oportunidad para el desgaste político del adversario. Al fuego real, respondemos con nuestras propias llamaradas: el grito, la trinchera, la negación y la confrontación.
La realidad política española se ha visto atravesada, este verano, por tres heridas cruciales: la evidencia innegable del cambio climático; la persistencia estúpida del negacionismo, que bloquea las acciones preventivas; y la deriva hacia una bronca política permanente. Las tres han dañado, dramáticamente, el corazón de una entrañable comunidad histórica de nuestro país, Castilla y León, y de su valiosa extensión boscosa.
La magnitud de la tragedia ha forzado la comparecencia del presidente Mañueco en las Cortes de Valladolid. No podía ser de otra manera. Toda comparecencia no es sólo un acto de rendición de cuentas, sino una obligación política, social y ética, que tiene dos significados importantes: primero, dar la cara, explicar lo que se sabe, lo que aún no se sabe y lo que se hará; segundo, asumir responsabilidades: por qué no se reforzaron los planes de prevención a pesar de las advertencias de los expertos, por qué se recortaron brigadas forestales en algunos territorios, por qué seguimos sin una estrategia nacional de lucha contra incendios excepcionales -de sexta generación, dicen los entendidos- en el contexto del cambio climático.
Algo ha cambiado en el discurso del presidente autonómico: su reconocimiento de que estos incendios han sido “casi imposibles de extinguir”, en medio de una «ola de calor histórica». Esto supone, en sí mismo, una ruptura discursiva. Fernández Mañueco parece haber abierto los ojos a la evidencia del cambio climático, pero solo cuando la catástrofe ya era incontestable.
Ahora bien, el reconocimiento se queda en gesto vacío si no se traduce en políticas concretas. Admitir la magnitud del problema en la tribuna de las Cortes castellanas no equivale a enfrentarlo con medidas estructurales. Supone, sin duda, dar un paso necesario, pero llega tarde y resulta insuficiente. Mientras tanto, su Gobierno ha mostrado notables carencias: no ha reforzado de manera significativa la prevención, ni se ha dotado adecuadamente de recursos a la comunidad autónoma que tiene la mayor superficie forestal del país. A ello, se suma la persistencia de una estrategia que se caracteriza por la privatización de servicios y la descoordinación institucional. Todo ello ha sido objeto de crítica pública por parte, incluso, de los propios cuerpos de bomberos.
Más grave, si cabe, resulta la contradicción de gobernar en coalición con un partido abiertamente negacionista del cambio climático, como es Vox, que, ante tragedias como los incendios o la DANA en Valencia, opta por un silencio tan miserable como revelador. Ese mutismo les permite sostener el relato de que la ecología no existe, como si los pueblos y las vidas devastados por el fuego, o las casas y vidas anegadas por las riadas, fuesen meras anécdotas y no la consecuencia directa de una crisis climática cada vez más evidente. Su silencio no es neutral: es un silencio cómplice que mata tanto como las llamas y como el agua, porque transmite desinterés, falta de empatía y la evidencia de que carecen por completo de proyecto.
Admitir en los discursos la realidad del cambio climático, pero rehusar actuar frente a él equivale, en la práctica, a un negacionismo encubierto que no puede engañarnos. Esta incoherencia vacía de contenido cualquier declaración institucional y la deja en mera retórica. Frente a la magnitud del desastre en pérdida de vidas humanas y de riqueza natural, las palabras que no se acompañan de una acción política paralela son un insulto para todos los ciudadanos, especialmente para los que arriesgan su vida -algunos, incluso,la pierden- en lucha contra las llamas.
El negacionismo encubierto, por tanto, ya no siempre adopta la forma explícita de rechazar los datos científicos. De una manera más sutil -y quizá más peligrosa- se expresa en la incongruencia entre lo que se dice y lo que se hace: verbalmente se asume el consenso científico, pero en la práctica se mantiene un modelo de gestión centrado en la austeridad, la externalización y la improvisación. Este tipo de negacionismo opera como una coartada: desplaza la responsabilidad hacia factores externos -olas de calor, incendiarios, el Gobierno central- y evita asumir el núcleo del problema, que no es otro que la falta de preparación estructural ante un fenómeno que ya no puede considerarse excepcional.
Es cierto que el Gobierno de Castilla y León ha anunciado un giro histórico en materia de prevención, elevando el presupuesto de apenas 1,41 millones en 2022 hasta los 75 millones en 2025. Sobre el papel, el salto es innegable y responde a las críticas acumuladas durante años de recortes y a la presión social tras los incendios devastadores. Sin embargo, la realidad es más compleja: a mitad de 2025, apenas la mitad de esos fondos se había ejecutado realmente, quedando el resto pendiente en plena campaña estival.
Esta brecha entre lo presupuestado y lo gastado abre un interrogante crucial: ¿sirve de algo inflar cifras si después no se traducen en recursos efectivos? Bomberos forestales y brigadistas denuncian que, pese al aumento presupuestario, la situación en el operativo apenas ha mejorado. Persisten la precariedad laboral, la falta de personal fijo y la fragmentación del servicio, con multitud de empresas privadas gestionando distintas partes del dispositivo, lo que convierte la coordinación en un “reino de taifas”.
En definitiva, la reflexión que aquí corresponde hacer es que, todo reconocimiento del cambio climático en los discursos, debe corresponderse con una política preventiva real y no con una simple asignación presupuestaria, que luego no se ejecuta en su totalidad.
En realidad, Fernández Mañueco puede considerarse como un paradigma de la visión de la derecha española ante el desafío climático. El Partido Popular, más allá de declaraciones puntuales, evita un reconocimiento claro y sostenido del cambio climático como amenaza prioritaria.
Su marco ideológico liberal-conservador coloca la economía en el centro, relegando la crisis climática a un plano secundario. En ese contexto, las políticas ambientales se suelen presentar como restricciones que son impuestas por el gobierno central o por la propia UE, y que son vistas como excesivamente intervencionistas o dañinas para sectores productivos, como el rural. Sin embargo, la realidad de los incendios apunta en una dirección totalmente contraria: la insuficiente prevención no salva al medio rural, lo condena a su destrucción.
En el terreno de la estrategia política, si el PP asume un compromiso serio con la magnitud del problema climático, implicaría también asumir responsabilidades directas en comunidades donde el PP gobierna desde hace décadas, y hacer visibles la falta de prevención forestal, la gestión de los recursos hídricos o la debilidad de los servicios públicos en áreas rurales. Para evitar esa rendición de cuentas, el discurso del Partido Popular tiende a diluir su incompetencia en gestión climática en todo tipo de factores externos: el azar meteorológico, la provocación de los incendios, las olas de calor…
Por si fuera poco, está su alianza con Vox, un partido negacionista del cambio climático. Cualquier reflexión contundente que llevase a cabo el PP sobre el fenómeno del cambio climático, tensaría sus acuerdos con la ultraderecha y podría alejar a una parte de la base electoral rural, que percibe las políticas climáticas como imposiciones técnicas desde la UE.
En resumen, el PP prefiere una estrategia de ambigüedad calculada: ya no niega frontalmente el cambio climático, pero tampoco lo coloca en el centro de su acción política. Es un reconocimiento a medias del problema: no quiere quedar fuera del consenso europeo, pero no se compromete con los cambios profundos que la situación exige, a pesar de que ya son urgentes.
Tras las evidencias innegables del cambio climático y el auge del negacionismo, los incendios forestales han vuelto a convertirse en el combustible para la bronca política. El Partido Popular, que gobierna Castilla y León desde hace 38 años, intentó convertir la catástrofe en un instrumento de desgaste contra el Ejecutivo central. En vez de explicar su propia gestión autonómica, prefirió forzar la comparecencia de ministros en el Senado, diluyendo responsabilidades y contribuyendo a una confusión interesada sobre las competencias en materia de incendios.
Este desplazamiento calculado de la responsabilidad revela una lógica perversa: las tragedias colectivas, lejos de servir para generar consensos y aprendizajes, se convierten en materia prima para un nuevo enfrentamiento político partidista y bronco. Lo que debería aprovecharse para reforzar la cooperación entre las administraciones, se contamina y se reduce, una vez más, a un episodio más de la polarización.
La pregunta se impone con crudeza: ¿hasta cuándo la ciudadanía soportará estas miserias políticas, especialmente cuando convierten el dolor y la destrucción en armas arrojadizas?
Aun así, el hecho de que Mañueco compareciera en las Cortes de Castilla y León marca un contraste con otros presidentes autonómicos que evitaron rendir cuentas con la misma rapidez. La rendición de cuentas debería ser una práctica inmediata en democracia, especialmente cuando se trata de crisis que causan pérdidas humanas y daños multimillonarios.
Sin embargo, este paso positivo se vio eclipsado por la incoherencia del discurso y por la utilización partidista del contexto. De nuevo se revela un déficit de cultura institucional en España: la falta de una voluntad por alcanzar un acuerdo básico que proporcione a las las catástrofes climáticas respuestas coordinadas y transparentes, no luchas de desgaste político. Los principales actores políticos, y especialmente la derecha, deberían abandonar esa estrategia que, lejos de fortalecer la democracia, sólo nos conduce al empobrecimiento como país. De la ultraderecha, simplemente, no espero nada…
Mientras la UE apuesta por la transición ecológica con el Green Deal, en España parte de la clase política sigue atrapada en la lógica estúpida de la bronca interna, de las identidades partidistas y de la polarización, que tienen más calado que los propios datos científicos. . La contradicción entre la dimensión global del reto climático y la cortedad de miras de la respuesta política nacional agravan la sensación de impotencia ciudadana ante unas amenazas reales que son cada vez más graves.
No cabe duda, y todos lo saben, que ese círculo vicioso exige cambios inmediatos y de calado. Por ejemplo, consenso sobre una política climática a la que debe dotarse de recursos estables y de una planificación que supere la alternancia de los partidos en el poder; asumir una cultura democrática de rendición de cuentas -no en vano, se les paga para ello-; y una nueva actitud ciudadana que coloque la cuestión climática en el centro de la agenda, no entendida como un lujo ideológico, sino como la condición básica de nuestra supervivencia colectiva.
Posdata
Señor Mañueco, despierte de los letargos de una política cómoda. Escuche la voz de la ciencia, que no está al servicio de la ambición ni del poder, sino de la vida que debe preservarse en nuestros montes y de las manos que se abrasan en la lucha contra el fuego.
Desvincúlese de los cantos de sirena de la ultraderecha: son voces seductoras que prometen certezas fáciles mientras niegan la evidencia que arde ante nuestros ojos. No olvide que Ulises se ató al mástil
para no sucumbir al engaño de los cánticos, que lo llevaban a la perdición. Haga usted lo mismo: átese a la razón, átese al compromiso con la tierra que gobierna, átese al futuro que no le pertenece a usted, sino que pertenece a todos.
Deja un comentario