Leibniz: ¿Por qué hay algo más bien que nada?

Entre todas las cuestiones que la filosofía ha abordado, pocas alcanzan la radicalidad y la hondura de la que formuló Leibniz en 1714, en su obra Principios de la naturaleza y la gracia: «La primera pregunta que debemos hacer será: ¿Por qué hay algo más bien que nada?

Si la leemos con detenimiento, entenderemos que Leibniz no busca explicar un aspecto parcial o concreto del mundo, sino que apunta al núcleo mismo de la existencia. Es decir, no se trata de preguntar cómo funcionan las cosas o cuáles son sus causas inmediatas, sino que constituye una interrogación esencial: preguntar por el hecho mismo y fundamental de que algo exista.

Podría, en efecto, no haber nada: ningún universo, ninguna vida, ninguna conciencia humana… Sin embargo, hay algo. Esta constatación -tan sencilla- abre, a la vez, un abismo reflexivo, pues nos coloca ante la contingencia radical de la realidad y nos obliga a pensar en su fundamento.

La pregunta de Leibniz no tiene respuestas fáciles ni definitivas; más bien constituye el punto de partida de la metafísica, en tanto que esta es una reflexión filosófica esencialmente humana que trata de comprender, no sólo los fenómenos particulares, sino el sentido último de todo lo real.

La pregunta es tan poderosa que ninguna ciencia empírica puede ofrecer una respuesta definitiva. La física moderna, por ejemplo, es capaz de precisar la evolución del universo a partir del Bib Bang y ofrece modelos que explican la expansión cósmica, la formación de las galaxias o el movimiento de las partículas más elementales. Sin embargo, no puede responder por qué el universo existe.

De igual modo, la biología ha avanzado en la comprensión de los mecanismos por los cuales la vida emerge de estructuras moleculares complejas y cómo se diversifica a través de la evolución, pero tampoco explica por qué hay materia y energía en vez de un vacío absoluto sin posibilidad alguna de desarrollarse.

Ambas ciencias y, en general, las ciencias empíricas, describen procesos, pero no alcanzan a responder el por qué último de la existencia. Por ello, la pregunta radical de Leibniz nos obliga a buscar respuesta en un plano distinto: el de la metafísica, que no se conforma con indagar en las leyes y en las regularidades del mundo, sino que busca la raíz misma de todo lo real, el fundamento que hace posible que algo exista.

La metafísica es una interrogación por el todo y, al mismo tiempo, es una reflexión esencialmente humana porque expresa nuestra capacidad de asombro y de trascendencia. Es, en definitiva, la expresión de ese impulso humano inextinguible que nos lleva, no solo a querer comprender lo que sucede en el universo, sino también a interrogarnos por qué existe el universo mismo.

Vamos a tratar de exponer las posibles respuestas que desde la filosofía se han dado a esta pregunta tan radical, comenzando por el autor de la pregunta, el propio Leibniz.


Leibniz considera que todo lo que existe debe poder ser explicado conforme a su famoso principio de razón suficiente: nada sucede sin que haya una razón por la cual sea así y no de otro modo.

Esto implica varias consecuencias filosóficas importantes. En primer lugar, el mundo que conocemos no es necesario, sino contingente: es decir, podría no haber existido o haber existido de manera distinta. En segundo lugar, aplicando su principio de razón suficiente y dado que el mundo existe, es necesario buscar una causa que sólo dependa de sí misma: es decir, un ser necesario que encuentre en sí mismo su propia razón de ser. Para Leibniz, ese ser necesario no puede ser otro que Dios, concebido como sustancia suprema, eterna e inmutable, que otorga la consistencia a todo lo demás.

En este marco de pensamiento, la existencia de algo -por ejemplo, el mundo- en lugar de nada, se explica por medio de un acto libre de creación divina. Es Dios, en virtud de su perfección, el que elige, de entre todos los mundos que también son posibles, aquél que presenta una mayor armonía y racionalidad. Por eso, Leibniz afirma que el mundo que conocemos es «el mejor de los mundos posibles«. De esta manera, la existencia del universo no es fruto del azar ni de una necesidad ciega o arbitraria, sino de una decisión racional y benévola de un ser que es absolutamente necesario, Dios.

Como vemos, la respuesta de Leibniz combina de manera inseparable la metafísica y la teología: por un lado, responde a la exigencia filosófica de encontrar un fundamento último a todo lo que hay; por otro, enlaza con la tradición religiosa que concibe a Dios como creador de todo. El hecho de que el mundo exista se comprende en tanto que obedece a una racionalidad superior que ordena el cosmos.

  • Kant y los límites de la razón

No pasarían demasiados años antes de que Kant se enfrentase a la tradición metafísica que había intentado, durante siglos, explicar el fundamento último de lo que hay -y también la existencia de Dios- a través de argumentos puramente racionales. Ya hemos visto que en Leibniz, la metafísica racionalista toma como punto de partida el principio de razón suficiente y llega a la conclusión de la existencia de Dios como un ser necesario.

Sin embargo, Kant, en su Crítica de la Razón Pura (1781-1787) considera que ese procedimiento excede los límites de la razón humana. ¿Por qué? Porque Kant cree que la razón debe aplicarse sólo en el marco de la experiencia posible, o sea, en el ámbito de los fenómenos. Por tanto, preguntar porqué existe el mundo, o porqué hay algo en lugar de nada, nos sitúa más allá de lo que la razón teórica puede responder.

Kant distingue entre fenómeno (lo que aparece a la experiencia, lo que podemos conocer) y noúmeno (la cosa en sí, lo que estaría más allá de la experiencia).

Kant considera que todas las pruebas acerca de la existencia de Dios, que se han ofrecido desde la filosofía, fracasan porque la existencia no es una cualidad o propiedad de las cosas. En otras palabras, no puede concluirse que algo exista por el mero hecho de que sea un concepto o una idea lógica. Si poseemos el concepto de algo, por ejemplo Dios, no podemos garantizar que ese algo se de en la realidad. Kant utiliza un ejemplo célebre: podemos concebir cien táleros imaginarios con todas sus propiedades -peso, forma, valor-, pero no por ello tenemos los cien táleros en el bolsillo. De manera análoga, el concepto de Dios puede ser coherente, pero de ahí no podemos concluir que Dios existe en la realidad, porque su conocimiento excede del campo de nuestra experiencia posible.

No obstante, aunque para Kant, Dios no puede ser demostrado teóricamente, su concepto sí conserva una función práctica en el ámbito moral. En La Crítica de la Razón Práctica (1788), sostiene que la idea de Dios mantiene vigencia, no como el fundamento de todo lo que hay, sino como una exigencia de la razón moral. Es cierto que no podemos saber que Dios exista, pero debemos suponerlo como condición necesaria para que la acción moral no quede sin sentido. Kant observa que, en la vida cotidiana, a menudo el justo sufre mientras el injusto prospera. Esto hace que el esfuerzo ético parezca inútil. Si la historia concluyese de este modo, la moral carecería de sentido y la virtud resultaría estéril: el esfuerzo del justo no tendría recompensa alguna. Por eso, Kant cree que Dios es el garante, precisamente, de que la acción moral tenga sentido y, por ello, debemos suponer que existe, aunque no podamos probarlo.

En conclusión, Kant desnuda a la metafísica racionalista de su pretensión de ofrecer un fundamento último a todo lo que hay, pero, al mismo tiempo, reconoce que esas preguntas son inevitables para el espíritu humano. No podemos conocer sus respuestas, pero tampoco podemos dejar de formularlas porque forman parte de la estructura misma de la razón.

Así lo expresa con claridad en el prólogo de la segunda edición de su Crítica de la razón pura:

“La razón humana tiene el destino peculiar, en una especie de sus conocimientos, de verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son impuestas por la naturaleza de la misma razón, pero que tampoco puede contestar, porque sobrepasan toda capacidad de la razón humana.”

  • Hegel y Nietzsche

Estos dos filósofos también tienen propuestas diferenciadas sobre cómo explicar porqué hay algo y no la nada.

Hegel entiende que la nada no es la inexistencia absoluta, sino un momento necesario del ser. Ahora bien, ¿qué es el ser para él? No se trata de algo concreto ni de una sustancia fija, sino la abstracción más absoluta y el punto de partida de su filosofía. En su obra, Ciencia de la lógica (1812-1816), lo define como ser puro: una noción vacía que carece por completo de cualidades o determinaciones. No es azul ni rojo, ni material ni espiritual; no expresa ninguna característica particular. Es sólo «ser», sin más, en su forma más desnuda y abstracta.

Lo que sucede es que ese ser, al no tener ninguna característica, resulta idéntico a la nada: ambos resultan igualmente vacíos. Sin embargo, la clave está en que el ser no permanece quieto en esa abstracción, sino que se dinamiza y se convierte en devenir. Ser puro y nada pura se integran en un mismo proceso dialéctico cuyo resultado es el devenir, el verdadero inicio de la realidad. En efecto, para Hegel la realidad no es algo estático, sino un proceso incesante y en despliegue: un devenir constante. De este modo, el problema del origen se disuelve, pues nunca hubo un salto de la nada al ser, sino siempre un movimiento dialéctico.

En cambio, Nietzsche es muy crítico con la metafísica tradicional porque, según él, ha ocultado la vitalidad de la vida bajo conceptos fijos y absolutos como el ser inmutable, la verdad absoluta, el bien supremo, Dios, el alma, etcétera-. Él anuncia «la muerte de Dios», idea que debe entenderse, no como su desaparición física -en el caso de que Dios existiera- ni en el plano religioso, sino como la desaparición de los fundamentos trascendentes: la caída de las creencias religiosas y de los grandes ideales que durante siglos sostuvieron la cultura occidental. Esta desaparición, da paso al nihilismo, en el que la nada aparece como una posibilidad radical. Nietzsche propone que, frente a la nada, el hombre no debe buscar ningún fundamento último, sino afirmar la vida mediante la voluntad de poder, es decir, mediante la capacidad creadora de generar nuevos valores.

En definitiva, mientras en Hegel la nada queda integrada en el devenir del ser, en Nietzsche se convierte en un desafío existencial que interpela al hombre y lo impulsa a crear sentido y significado.

  • Heidegger: la pregunta fundamental

Heidegger retoma la famosa pregunta de Leibniz en su obra Introducción a la metafísica (1935): ¿Por qué hay ente y no más bien nada?”. Para él, esta no es una mera cuestión curiosa, sino “la más profunda de todas las preguntas”, porque nos enfrenta directamente con el misterio de que exista algo en lugar de nada.

La filosofía occidental, dice Heidegger, se ha centrado en estudiar los entes -es decir, las cosas concretas, los seres particulares-, pero se ha olvidado de lo más importante: del ser mismo, es decir, del hecho de que haya «ser» y no «nada».

La nada, en Heidegger, no es un simple vacío ni una ausencia absoluta, sino una experiencia vital que nos hace ver de golpe el misterio del ser. La nada es como la angustia, que no es un miedo a algo concreto, sino la sensación difusa de que todo parece perder sentido y de que todos los entes que nos rodean -cosas, personas, etcétera-, se vuelve extraños y, entonces, es cuando aparece la nada. Pero esa nada, precisamente, es la que nos hace sentir el asombro radical de existir, el asombro de que haya algo y de que estemos aquí.

Sin embargo, para Heidegger, la pregunta ¿por qué hay algo en lugar de nada? no busca una respuesta definitiva, como si pudiera resolverse de una vez por todas. Más bien, su función o su utilidad es mantener abierto ese interrogante, porque vivir con esa pregunta no significa resolverla, sino dejarse interrogar por ella y, de ese modo, alcanzar una relación más auténtica y profunda con la existencia: vivimos ocupados, centrados en las cosas, pero esa pregunta nos hace salir de la rutina y experimentar el asombro de existir. Nos saca de la superficialidad y nos sitúa frente al misterio radical de la vida.

  • Ciencia y cosmología contemporáneas

La física moderna, especialmente la cosmología, intenta explicar cómo pudo empezar el universo. Habla del Big Bang, de la inflación cósmica -que tuvo lugar justo después-, o de la teoría cuántica del vacío que se refiere a la existencia de fluctuaciones cuánticas o pequeñas variaciones de energía que aparecen y desaparecen constantemente, como si el vacío no estuviese vacío, sino que se trata de un campo de energía que está lleno de una actividad invisible-. Algunos científicos, como Stephen Hawking, sostienen que el universo puede surgir “de la nada” gracias a leyes físicas, como la gravedad. Es decir, él cree que, con ciertas leyes físicas fundamentales -como la de la gravedad-, el universo podría surgir a partir del vacío cuántico, sin necesidad de ningún creador externo.

Sin embargo, ese vacío cuántico no equivale al vacío absoluto, porque constituye, como hemos dicho, un campo de energía lleno de posibilidades. En otras palabras, no es la nada, sino que ya es una forma de «algo», aunque ese algo sea muy diferente a la materia común.

Sin embargo, suponiendo que tales teorías físicas sean correctas, permanece intacto el misterio del último porqué: ¿por qué existen esas leyes físicas en lugar de no existir absolutamente nada?

  • Perspectiva religiosa: la creación ex nihilo

Por supuesto, la respuesta religiosa, la creación ex nihilo, no puede dejarse de lado.

Las tradiciones religiosas han respondido a nuestra pregunta desde la fe en un Dios creador. El cristianismo, por ejemplo, sostiene que el mundo fue creado ex nihilo -de la nada- por medio de un acto libre de Dios. Por tanto, en la tradición judeocristiana, el universo no surge de una materia previa, ni de un vacío cuántico, sino de Dios, que lo crea libremente de la nada absoluta: el ser del mundo depende radicalmente de la voluntad divina.

Esa perspectiva religiosa no ofrece una explicación científica -tampoco es su pretensión-, sino una fundamentación metafísica y teológica: el origen del ser remite a un creador trascendente. Pero, incluso así, la pregunta radical que planteó Leibniz, no desaparece ni siquiera con la idea de Dios, porque él mismo puede convertirse en el sujeto de la cuestión: ¿por qué hay Dios y no nada?

En suma, la pregunta “¿por qué hay algo en lugar de nada?” puede aplicarse no solo al mundo, sino también a cualquier respuesta que demos: materia, leyes físicas, energía, o incluso Dios. Y cada vez que encontramos un fundamento, podemos volver a preguntar: ¿y por qué eso existe y no la nada?

Podemos ver que ahí surge un encadenamiento sin fin de preguntas acerca el fundamento último, con el riesgo de llevar la pregunta a una regresión infinita.

Por ello, la filosofía contemporánea reconoce que, quizá, la razón no puede cerrar esa cadena y que la pregunta radical debe permanecer siempre abierta, como parte del misterio del ser.

  • Perspectiva existencial: el hombre ante el misterio

Hay otra forma de entender la pregunta, más allá de construcciones filosóficas o científicas: Cuando Camus y Sartre retoman la pregunta “¿por qué hay algo en lugar de nada?”, ya no buscan una respuesta metafísica o científica, sino que la entienden como una experiencia existencial. Esto significa que, en el existencialismo, la pregunta ¿por qué hay algo? no se resuelve con teorías, sino con la manera de vivir: se trata de aceptar que no existe un fundamento dado y, desde esa aceptación, responder a la vida con libertad, creación y responsabilidad.

Para Camus, en su obra El mito de Sísifo, (1942) la pregunta nos conecta con el absurdo: buscamos que la vida tenga un sentido, pero nos encontramos con el silencio indiferente del universo. Ante la falta de respuesta, la clave está en la actitud: vivir y crear significado para nuestra existencia a pesar del absurdo -como el absurdo de Sísifo, condenado a subir eternamente la roca-.

Por su parte, para Sartre, en El Ser y la nada (1943), el ser está simplemente ahí, sin ningún fundamento ni razón última. El Hombre está arrojado a la existencia sin explicación alguna y sin el apoyo en verdades absolutas como, por ejemplo, Dios. Por ello, ha de asumir su libertad radical: construir por medio de sus actos, el significado y los valores de su existencia.


De manera muy simple y esquemática, hemos visto que la pregunta “¿por qué hay algo en lugar de nada?” atraviesa la historia de la filosofía y sigue viva en la actualidad. Leibniz la respondió apelando a un ser necesario; Kant mostró sus límites; Hegel la transformó en dialéctica; Nietzsche la problematizó desde el nihilismo; Heidegger la reabrió como misterio del ser. La ciencia moderna aporta escenarios sobre el origen del cosmos, pero tampoco logra disolver el enigma; y la religión nos remite a Dios.

En última instancia, lo decisivo, tal vez, no sea encontrar una respuesta definitiva, sino reconocer que esta pregunta expresa lo más profundo de la condición humana: el asombro, la inquietud, la apertura al ser. Preguntar por qué hay algo en lugar de nada es afirmar que el hombre no se conforma con vivir en el mundo, sino que necesita comprenderlo y darle sentido. La metafísica, por tanto, no es un lujo intelectual, sino una reflexión esencialmente humana, inseparable de nuestro modo de ser en el mundo.

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