El gran destrozo de Isabel Díaz Ayuso

La gestión de Isabel Díaz Ayuso al frente de la Comunidad de Madrid ha suscitado un intenso debate público sobre el progresivo deterioro de los servicios sociales, sanitarios y educativos. Desde una perspectiva crítica, sus políticas se pueden entender como parte de una estrategia de privatización, infrafinanciación y están dotadas de una fuerte carga ideológica neoliberal. Sus medidas han contribuido a debilitar la cohesión social, a erosionar la sanidad y educación públicas y a dejar en precario la asistencia social, apostando por un modelo que da prioridad a la rentabilidad económica sobre el interés colectivo y el bienestar ciudadano.


Desde su llegada a la presidencia de la Comunidad de Madrid en 2019, Isabel Díaz Ayuso ha implementado un modelo político claramente inspirado en principios neoliberales: reducción de impuestos, promoción de lo privado y minimización del gasto público. Sin embargo, este modelo -que la presidenta justifica como una forma de dinamizar la economía y reforzar la libertad de elección- ha tenido consecuencias directas en tres pilares fundamentales del Estado de bienestar: la sanidad, la educación y los servicios sociales.

Es importante que nos detengamos un poco en los nombres que están acompañando a la presidenta en esta singladura neoliberal de la Comunidad de Madrid, y que comenzó, antes de la llegada de Ayuso, con los gobiernos anteriores de Cristina Cifuentes y Esperanza Aguirre.

Durante el periodo inicial del gobierno de Ayuso, entre 2019 y 2023, el consejero de Hacienda y Función pública de la CAM fue Javier Fernández-Lasquetty, político y abogado muy vinculado al ala más liberal del Partido Popular y antiguo colaborador de Esperanza Aguirre. Fernández-Lasquetty es defensor firme del liberalismo económico: reducción del Estado y defensa de la «libertad de elección» en sanidad, educación y servicios. Su política fiscal de bajadas de impuestos, en continuidad con lo iniciado por Esperanza Aguirre, consolidó a Madrid como la comunidad con menor presión fiscal. Es decir, una especie de «paraíso fiscal» interior que generó muchas críticas y recelos desde otras autonomías. Por supuesto, todo esto bajo la aplicación de una política de austeridad en servicios esenciales y el fortalecimiento de la red de centros concertados y colaboraciones público-privadas en sanidad y educación.

Cuando Fernández-Lasquetty dejó el cargo, en 2023, recogió el testigo la actual consejera de Economía, Hacienda y Empleo de la CAM, Rocío Albert López-Ibor.

López-Ibor, desde luego, tiene una formación académica muy notable: doctora en economía por la Universidad Complutense de Madrid y licenciada en derecho por la misma institución, además de numerosos cursos o «masters» en otras instituciones, tanto españolas como extranjeras.

Hoy por hoy, López-Ibor es una persona clave en el diseño y ejecución de las políticas económicas del gobierno de la comunidad, con capacidad de decisión en los presupuestos, la fiscalidad o el empleo.

El desempeño de la actual consejera, ha seguido las líneas fundamentales que ya venían desarrollándose con anterioridad: reducción de impuestos -IRPF, Sucesiones y Donaciones, Patrimonio- para atraer inversiones y rentas altas; equilibrio fiscal, priorizando la estabilidad del presupuesto frente al incremento del gasto; o la infra-financiación relativa en áreas tan sensibles como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Todo ello, a pesar del elevado PIB «per cápita» que alcanza la Comunidad de Madrid.

La última publicación del INE, en diciembre de 2024, sitúa a la Comunidad de Madrid en primer lugar del PIB «per cápita», con 42.198 euros, seguida a continuación del País Vasco con 39.547 euros -la media nacional está en 30.968 euros-. No podemos ocultar, sin embargo, que Madrid, por el hecho de ser la capital del Estado, ve reforzado su PIB con elementos que no dependen directamente de la producción «real» de los bienes y servicios de la región, sino de su posición institucional y de la concentración de poder económico en su territorio.

La reflexión, tras las cifras, se impone por sí sola: la fortaleza económica de la Comunidad de Madrid, tendría que permitir, sí o sí, reforzar y mejorar las políticas sociales, pero las decisiones políticas e ideológicas van en la dirección contraria: Madrid lidera la inversión social más baja por habitante, 2.942 euros, sometiendo a los habitantes de la Comunidad a un castigo tan injusto como innecesario (Incluso, Andalucía, una de las comunidades con el PIB per cápita más bajo, tiene un gasto social algo superior al de Madrid). La última posición en gasto social por habitante se hace más dolorosa si nos fijamos más concretamente en la Sanidad, donde Madrid, repite la última posición con un gasto de 1.482 euros, frente a una media nacional de 1.944 euros.

¿Todo esto no supone una vergüenza, una contradicción y una deslealtad para con los propios ciudadanos de la Comunidad?

Pues parece ser que no y no hay que dar demasiadas vueltas a lo evidente: Ayuso y su equipo económico, con López-Ibor al frente, representan la consolidación del proyecto neoliberal: mayor espacio para el sector privado y reducción del papel de lo público, sobre todo, en lo que afecta a la inversión de carácter social.

Uno de los sectores más afectados por las políticas de Ayuso es, sin duda, el de la sanidad pública madrileña. Si se consultan algunas cifras, se comprueba con facilidad que la Comunidad de Madrid es la que menos invierte por habitante en la sanidad pública. Las consecuencias son conocidas y también sufridas por los ciudadanos madrileños: supresión de camas, hospitales saturados, urgencias desbordadas y listas de espera interminables.

Los responsables políticos afirman que no hay tal reducción, sino un cambio en el modelo de gasto: una parte de los recursos se canalizan hacia los conciertos con la privada, aseguradoras y concesiones hospitalarias, de manera que, en teoría, la oferta privada compensa las carencias de la sanidad pública. Pero en realidad, la idea de que la sanidad privada «alivia» a la pública funciona, sobre todo, como un argumento de propaganda, porque en la práctica la red pública queda más frágil y deteriorada. Es decir, con independencia del gasto en conciertos con la sanidad privada, Madrid no está realizando el esfuerzo en la sanidad pública que su población merece, sobre todo teniendo en cuenta los datos del PIB per cápita de la región. La sanidad pública madrileña dispone, cada vez, de menor inversión directa, con las consecuencias negativas que ya se han citado.

¿Que puede decirse del número de camas hospitalarias? El panorama sigue siendo desolador. En los últimos diez años, Madrid ha perdido unas 1.000 camas en hospitales públicos, que equivalen literalmente a la desaparición de la capacidad de un hospital como La Paz, uno de los más grandes de España. Además, la proporción de camas por cada 1.000 habitantes, vuelve a enrojecer de vergüenza al gobierno de la comunidad. Invito a que cualquier lector haga una consulta de estos datos y que juzgue por sí mismo.

Uno de los episodios más oscuros de la gestión de la señora Ayuso fue el de las residencias de mayores durante la pandemia. En plena primera ola, se aprobaron unos protocolos que, en la práctica, impidieron derivar a los hospitales a miles de ancianos residentes. Son conocidos como los «protocolos de la exclusión». La inmensa mayoría de ellos fueron condenados a quedarse en sus residencias, sin los recursos médicos adecuados. El resultado, miles de muertes: se estima que entre marzo y abril de 2020, fallecieron en las residencias más de 7.000 personas, solas, sin asistencia médica, ni amparo, ni contacto con sus familiares…

La hipocresía de la señora Ayuso llegó a tal extremo que se permitió el lujo de afirmar que «tuvieron el consuelo de un profesional sanitario». Una frase sucia y malintencionada que no sólo no se ajusta a la verdad, sino que trata de justificar lo que fue un abandono sistemático, tal y como así lo han señalado familiares y trabajadores de las residencias, al describir un escenario dantesco de abandono, soledad y sufrimiento.

Esos protocolos, desde el punto de vista ético, pusieron de manifiesto los criterios miserables que guiaron la actuación del gobierno de la Comunidad, abandonando a su suerte y a una muerte indigna a los más vulnerables. El propio Defensor del Pueblo sostuvo que se había generado una exclusión sistemática y Amnistía Internacional, en su informe «Abandonados a su suerte» publicó: «Miles de personas mayores murieron sin recibir atención hospitalaria, ni cuidados paliativos adecuados, ni siquiera acompañamiento familiar».


La educación pública madrileña vive una situación que no dista demasiado de la vivida en la sanidad, en cuanto a la escasa atención recibida por parte del gobierno regional.

De nuevo, la estrategia de Ayuso se centra en dos pilares: el fortalecimiento constante de la educación concertada y privada – mediante financiación y cesiones-, y el desarrollo de una confrontación ideológica que convierte a la educación pública no en un espacio de consenso y de garantía de derechos, sino en un terreno de disputa cultural y política.

Bajo la aparente defensa de la «libertad a las familias para elegir el centro educativo», se esconde una falacia: la libertad no se concibe como un derecho universal garantizado por una red pública de calidad, sino como la posibilidad de escoger entre distintos modelos. Pero, en realidad, lo único que aquí se refuerza es el papel del sector privado dentro del sistema educativo madrileño. Lo verdaderamente grave es que la supuesta «libertad de elección» no está al alcance de todos, sino que está condicionada por el nivel económico de las familias: mientras que las que disponen de mayores recursos sí pueden elegir centros privados o concertados, los más desfavorecidos quedan relegados a una educación pública, con frecuencia saturada y con falta de inversiones. Ahí reside la gran mentira del proyecto de Ayuso en lo que concierne a la educación.

Una vez más, Ayuso impone una lógica neoliberal: el Estado deja de ser el garante esencial del derecho universal a la educación, en condiciones reales de igualdad, para convertirse en un simple «facilitador de un mercado educativo» -al que las familias acuden para «consumir» enseñanza entre distintas opciones-.

En efecto, no existen tales condiciones de igualdad porque la otra cara de esta estrategia es el deterioro intencionado del sistema público de educación, de manera similar a lo que ocurre en la sanidad. En los últimos años, profesores, sindicatos y asociaciones de familias han denunciado el deterioro en las infraestructuras de los centros, la sobrecarga de aulas, la situación precaria del profesorado interino, o la falta de recursos en etapas como la educación infantil o la formación profesional. Sin embargo, como en el caso de la sanidad pública, nada de eso parece importar a la señora Ayuso ni a sus votantes, que dan prioridad a un modelo de «excelencia» -apoyado en la concertada y la privada- a costa del deterioro del sistema público común.

En este breve análisis de lo que supone la actuación del gobierno regional en materia de educación pública, no puede dejarse de mencionar el ataque y desprecio que sufre la universidad pública madrileña. Se ha anunciado, por ejemplo, un aumento del presupuesto para 2025 en 47 millones de euros, cuando las necesidades reales se estiman en más de 200 millones. Esto, en opinión de los rectores de las universidades públicas de la CAM, no es sino una forma de condenar a la universidad pública a la irrelevancia, apostando por un modelo universitario privado y elitista.

Cualquiera que esté interesado en acercarse mínimamente a estas reflexiones y consulte los datos disponibles, así como las numerosas manifestaciones o denuncias públicas sobre el tema, podrá comprobar el perverso efecto de esta falta intencionada de financiación: un deterioro de la calidad de la enseñanza universitaria y el grave impacto sobre la investigación que se desarrolla en esos centros. La falta de recursos limita la modernización de las aulas y laboratorios y, de esa manera, la universidad pública no puede adaptarse a las exigencias académicas y científicas actuales.


La tercera gran área afectada en este panorama desolador, resultado directo de la gestión de la señora Ayuso y su equipo, es la de los servicios sociales.

Lejos de fortalecerse, han sufrido un retroceso paralelo al de la sanidad y la educación: falta de inversión, externalización creciente y tendencia a dejar en manos privadas lo que es una responsabilidad pública irrenunciable.

También aquí, Madrid está en los últimos lugares del Estado en lo que se refiere a gasto social por habitante. Se calcula que la Comunidad destina alrededor de 240 euros por habitante al año, muy por debajo de la media nacional -313 euros- y totalmente descolgada de territorios como Navarra -600 euros- o el País Vasco -560 euros- (todo esto son datos de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, para 2024).

La atención a la dependencia es una de las más castigadas. A finales del pasado año, alrededor de 37.000 personas estaban en lista de espera para recibir una prestación o servicio. Esta demora, ya crónica, se traduce en que miles de personas fallecen al año sin haber disfrutado de una prestación que les había sido reconocida.

Por su parte, en la red de residencias para mayores, a pesar de la trágica experiencia de la pandemia, el gobierno regional mantiene intacto el modelo privatizado, con una desconfianza que persiste entre muchas familias y profesionales. Las residencias de la Comunidad de Madrid están gestionadas, cerca de un 90%, por empresas privadas y tan sólo el 11% directamente por la administración. También aquí, las carencias hablan por sí solas: se requerirían alrededor de 16.000 trabajadores en las residencias, en lugar de los 8.900 actuales, además de la necesidad de alrededor de 8.000 plazas adicionales a las que existen hoy día, para llegar a la recomendación estándar: 5 plazas por cada 100 habitantes mayores de 65 años.

Se pueden entregar muchas más cifras, que circulan en los numerosos informes al efecto, pero la intención en estas líneas es denunciar que la política de Ayuso en el área de los servicios sociales reproduce, de nuevo, los patrones sanitarios y educativos: insuficiente financiación, debilitamiento de lo público y externalización de la responsabilidad a gestores privados, que entienden el asunto público, no como un servicio a la comunidad, sino como un negocio más.


Hasta aquí las cifras y los datos. Por supuesto todo se puede matizar, encubrir, presentar de otra manera o, incluso, falsear. Pero no se puede ocultar una situación que la ciudadanía percibe mayoritariamente de forma clara y evidente: no se recibe el apoyo social suficiente -en sanidad, educación o servicios sociales-, lo que amplía cada vez más la brecha social entre los más favorecidos y los que dependen exclusivamente de los servicios públicos, cada vez más deteriorados y débiles.

La cerrazón ideológica neoliberal está detrás de todas estas políticas. Por tanto, el gran destrozo que Isabel Díaz Ayuso lleva a cabo en la sanidad, educación y asistencia social, no es algo coyuntural, sino la consecuencia de un modelo que pone el mercado por encima de los intereses de la ciudadanía.

Frente a este panorama, el reto social y político no es simplemente criticar a la presidenta, sino denunciar que sus políticas no son válidas como garantía de igualdad y cohesión social. La experiencia madrileña muestra que cuando se sacrifican la sanidad, la educación y la asistencia social en nombre de la “libertad” y de las rebajas fiscales, lo que se obtiene no es prosperidad colectiva, sino un escenario de desprotección y fractura social.

El verdadero rostro de este gran destrozo no se mide en presupuestos ni en titulares mediáticos, sino en la repercusión en las vidas concretas de miles de personas: aulas saturadas, prestaciones que nunca se reciben porque el beneficiario acaba falleciendo antes, listas de espera interminables, supresión de camas hospitalarias, asfixia de la enseñanza universitaria, déficit alarmante en el número de profesionales sanitarios -médicos o enfermeras-, recurso permanente al enfrentamiento político, residencias de mayores con personal insuficiente y mal gestionadas, y un largo etcétera.

Esta es la herida que deja esta forma de gobernar: la convicción de que lo común carece de valor y que cada ciudadano debe arreglárselas como pueda. Ayuso proclama y presume de «libertad» en sus discursos, pero en la práctica la niega precisamente a quienes más la necesitan. Con sus políticas, la libertad deja de ser un recurso y un derecho compartido por todos para quedar reducida a un privilegio reservado a las clases más favorecidas.

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