
Imaginó una ciudad donde el poder no se ejerciese como dominio sino como guía moral, donde el gobernante no fuera «dueño de cuerpos sino maestro de almas». Al-Fārābī, entre los desiertos del Islam y las memorias de Platón, creó en su obra «La Ciudad Virtuosa» (al-Madīna al-fāḍila) un lugar en el que la sabiduría iluminase el camino común.
Decía que la felicidad no se encuentra en la riqueza ni en el mando, sino en el conocimiento que eleva al ser humano hacia lo divino. Del Uno Supremo emanan todos los niveles de la existencia, y el intelecto es la escalera que nos acerca a esa fuente inagotable.
Su voz fue un puente entre Atenas y Bagdad; entre la razón griega y la fe islámica; entre la política y la filosofía.
Hoy su eco nos recuerda que la verdadera grandeza de un pueblo no se mide en poder ni en conquistas, sino en la virtud que sostiene la convivencia y en la búsqueda compartida de la felicidad.
Al-Fārābī (872-950), filósofo musulmán de origen turco-persa, es una de las figuras más influyentes de la filosofía islámica medieval y tuvo un papel decisivo como transmisor del aristotelismo y del platonismo al mundo islámico y, a través de este, a la Europa latina. Fue conocido como el “Segundo Maestro”, lo cual revela la importancia intelectual que alcanzó -el título de Primer Maestro, se reservaba a Aristóteles-, y considerado también como el continuador legítimo de la gran tradición filosófica griega. La obra de Al-Fārābī no se limitó a una interpretación de los textos antiguos, sino que supuso una auténtica labor de sistematización, clarificación y reinterpretación de toda esa herencia platónica, aristotélica y neoplatónica, a la que dio una nueva y duradera vigencia en el pensamiento medieval.
Al-Fārābī actuó como auténtico puente cultural. Un mediador fundamental que supo recoger las voces de la filosofía griega, estudiarlas en sus parajes natales y darles una nueva vida en la lengua árabe. Su proyecto filosófico es esencialmente integrador: Platón y Aristóteles no fueron para él ecos filosóficos lejanos, sino auténticos compañeros de viaje. No se limitó a copiar y repetir a los pensadores griegos, sino que los convocó a un diálogo profundo con el Islam, con su tiempo y con su comunidad. Con él, la filosofía volvió a florecer bajo otros cielos y otros horizontes, salvando el legado griego del olvido y abriéndolo a nuevas preguntas que marcarían la historia intelectual de Oriente y Occidente.
Vamos a adentrarnos con brevedad en las líneas maestras que marcaron su vida, sus obras, su pensamiento y su posible vigencia en nuestro mundo de hoy.
Nacido en Farab (872), en la región de Transoxiana (actual Kazajistán), Al-Fārābī se trasladó a Bagdad en su juventud, ciudad que era por entonces el principal centro cultural del califato abasí, donde recibió formación en lógica, filosofía y ciencias. En esa ciudad -capital del califato-, se desarrollaba una intensa labor de traducción al árabe de grandes textos filosóficos, lo cual permitió a Al-Fārābī poder entrar en contacto directo con las traducciones árabes de Aristóteles, Platón y los neoplatónicos. Su vida transcurrió en un contexto de notable efervescencia intelectual y política, bajo el mecenazgo de califas como Al-Mansur, Harún al-Rashid, o, de manera muy especial, Al-Ma’mun. No obstante, ese ambiente también estuvo marcado por tensiones entre la filosofía y la teología, lo que exigía a los pensadores de su época mantener un delicado equilibrio entre razón, fe y autoridad religiosa. Tensiones parecidas estuvieron presentes, siglos más tarde, en la cristiandad latina, cuando los textos de Aristóteles llegaron a Europa de la mano, precisamente, de las traducciones árabes y hebreas, esencialmente a lo largo del siglo XII.
Al-Maʾmūn (813-833), séptimo califa abasí, es considerado el gran impulsor de la Bayt al-Ḥikma (Casa de la Sabiduría), institución que convirtió a Bagdad en el epicentro intelectual del mundo islámico medieval. Su reinado se caracterizó por un decidido mecenazgo hacia las ciencias, la filosofía y la traducción de obras de la Antigüedad. Convencido de la importancia del pensamiento griego, envió emisarios a Constantinopla y a otras ciudades bizantinas para adquirir manuscritos de Aristóteles, Platón, Galeno, Hipócrates o Ptolomeo, los cuales fueron traducidos primero del griego al siriaco y luego al árabe.
Tras los años de formación en Bagdad, viajó a Damasco, Alepo y Egipto. Se dice que practicó una vida austera alejada de lujos cortesanos y que dominaba varias lenguas, lo que permitió su acceso a distintas tradiciones culturales.
Al-Fārābī murió en Damasco en 950, tras haber desarrollado una extensa labor como maestro y escritor, según la opinión de Ian Richard Netton -especialista británico en filosofía islámica-.
La obra de Al-Fārābī supuso un esfuerzo por integrar las enseñanzas de Platón y Aristóteles en el horizonte cultural del Islam.
Entre sus aportes, destacan los realizados en el campo de la Lógica, disciplina en la que Al-Fārābī realizó extensos comentarios al Organon aristotélico, pero que no se quedaron en meras repeticiones del texto al introducir clasificaciones, distinciones metodológicas y ejemplos originales que enriquecieron su comprensión. Sus reflexiones sobre el silogismo, la demostración y el lenguaje, influyeron de manera notable en Avicena y en la escolástica occidental, a través de las traducciones latinas. La Lógica, para Al-Fārābī era considerada como el instrumento universal de la ciencia y la filosofía, capaz de proporcionar las herramientas necesarias para alcanzar la verdad en todos los ámbitos del saber.
También en el campo de la Metafísica y de la Cosmología, su visión estuvo muy influida por el neoplatonismo. Partiendo de la idea de un Dios trascendente y absoluto, elaboró una teoría de la emanación, según la cual del «Uno Supremo» fluye progresivamente toda la realidad. Esta emanación se organiza a través de una «jerarquía de intelectos», cada uno de ellos asociado a las diferentes esferas celestes: hay un total de nueve intelectos que se corresponden con las nueve esferas de la astronomía aristotélica-ptolemaica, hasta llegar al décimo intelecto, que es el intelecto agente, encargado de ordenar y gobernar el mundo sublunar, es decir, el mundo de la experiencia humana, de la materia, del cambio y la corrupción. De esa manera, Al-Fārābī ofreció una explicación coherente del orden cósmico, integrando la herencia griega en un marco metafísico compatible con la tradición islámica.
El aspecto tal vez más original de su pensamiento está en la filosofía política, merced a su principal obra, “Al-Madina al-fadila” (La ciudad virtuosa), inspirada en La República de Platón, aunque adaptada a las categorías culturales del islam. En ella, sostiene que el hombre es un ser social y que la vida comunitaria tiene como fin último conseguir la felicidad (saʿāda), que era entendida como la perfección del alma humana mediante su unión con el intelecto agente. Para conseguirlo, la ciudad debe estar gobernada por un líder virtuoso que reúna cualidades filosóficas y espirituales y que actúe como guía hacia el bien común. Frente a esta “ciudad virtuosa”, Al-Fārābī describe otras ciudades ignorantes donde prevalecen el egoísmo, la ambición del poder o un materialismo desmedido. Por ejemplo, la ciudad necesaria, limitada a la satisfacción de las necesidades básicas; la ciudad vil, que se rige por el hedonismo y el placer inmediato; la ciudad vulgar, la cual convierte la riqueza y el lujo en sus fines últimos; la ciudad ambiciosa, que persigue el poder y la dominación; la ciudad perversa, orientada a la gloria y al honor como supremos valores; y la ciudad despótica, que somete a los ciudadanos al capricho de un gobernante absoluto.
Es interesante señalar también que Al-Fārābī no concibe una oposición esencial entre revelación y razón. Para él, la religión expresa, de manera simbólica, las verdades que la filosofía puede demostrar racionalmente. En ese contexto, las profecías, cumplen con una función tanto pedagógica como política: traducen las realidades metafísicas en imágenes, relatos, narraciones y prescripciones que hacen más accesible la verdad para la comunidad de creyentes en su conjunto, permitiendo a los que no dominan el discurso filosófico orientarse hacia la felicidad y la perfección.
Como vemos, la obra de Al-Fārābī, en toda su amplitud, muestra que la filosofía islámica medieval no fue una mera preservación del pensamiento antiguo, sino que tuvo elementos creativos y reinterpretaciones de los textos griegos a la luz de los parámetros culturales y religiosos que predominaban en el islam, como fuero la fe en un Dios único y trascendente, la centralidad del Corán, la autoridad del profeta, la función social de la religión y la necesidad de conciliar razón y revelación. La conclusión es que su legado no sólo preservó el helenismo, sino que lo recreó filosóficamente.
Su obra sirvió de inspiración para otros intelectuales árabes como Avicena, y dejó huella en Averroes o en Tomás de Aquino. Su concepción del poder como «guía moral», está todavía presente en debates acerca de la relación entre la ética y la política.
En efecto, la vigencia del pensamiento de Al-Fārābī se pone de manifiesto en varios aspectos. Por ejemplo, en su convicción de que la política no sólo es gestión, sino que es, ante todo, una tarea de formación ética de la comunidad. Esto constituye un principio potente que puede esclarecer debates actuales sobre la crisis de liderazgo y la falta de referentes morales en la vida pública. También conviene destacar su interculturalidad, al tratarse de un pensador que unió tradiciones -griega e islámica- y presentar una obra como modelo de diálogo entre culturas, algo importante y necesario en el mundo globalizado actual. También, en muchos debates contemporáneos, resuena su visión de la felicidad como una perfección interior y no como un simple ejercicio de consumo. Por último, su defensa de la conciliación entre la religión y el pensamiento racional, sigue siendo un debate abierto en sociedades y contextos de tensión entre el discurso científico y el pensamiento religioso. Así ocurre, por ejemplo, en diversos países del mundo islámico contemporáneo, donde la interpretación del Corán se enfrenta a los desafíos de la ciencia moderna; en Estados Unidos, donde sectores del cristianismo fundamentalista aún cuestionan teorías científicas como la evolución; en India, donde conviven visiones religiosas tradicionales con enfoques científicos en biología y medicina; o en América Latina, donde las políticas de salud pública suelen tensionarse frente a posiciones confesionales. Incluso en Europa, a pesar de su secularización, no faltan controversias en torno a la bioética, la eutanasia o la reproducción asistida. Todo ello muestra que la pregunta por la articulación entre fe y razón, ya planteada por Al-Fārābī en la Edad Media, continúa siendo un problema debatido en el pensamiento contemporáneo.
Al-Fārābī no fue solo un transmisor de la filosofía griega, sino un pensador original que supo integrar, reinterpretar y proyectar el pensamiento clásico en la tradición islámica y, a través de ella, en la filosofía occidental. Su figura recuerda que las ideas no permanecen estáticas: viajan, se transforman y cobran nueva vida en contextos culturales distintos. Hoy, en tiempos de crisis política y cultural, su visión de la Ciudad Virtuosa y de la política como cuidado del alma colectiva constituye una invitación a repensar la función de la filosofía en la construcción de sociedades más justas y humanas.
Es de justicia, por tanto, expresar un profundo agradecimiento a Al-Fārābī y a tantos otros intelectuales del mundo islámico- Al-Kindī, Avicena, Averroes (natural de Córdoba), Al-Ghazālī o Maimónides (judío sefardí también cordobés)- que con una labor ardua, paciente y esforzada, rescataron, preservaron y enriquecieron la herencia filosófica griega. Gracias a ellos, el pensamiento antiguo no pereció, sino que encontró nuevos horizontes que lo convirtieron en un patrimonio común de la humanidad.
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