Un gesto humilde: pensar

La inmediatez nos domina. Las notificaciones -mensajes, correos electrónicos- marcan el ritmo de nuestra atención. Los titulares se suceden con ritmo frenético y los contenidos de las redes sociales se imponen. Todo ello secuestra nuestro interés y lo convierte en algo muy preciado y perseguido en esta era digital. Las grandes plataformas lo saben y tratan de capturarlo con estímulos breves, intensos y continuos.

La tecnología, que nació con la promesa de liberarnos tiempo, parece generar lo contrario: una saturación que dispersa nuestra atención. La multiplicidad de notificaciones que recibimos ha conseguido configurar una «nueva economía del tiempo», en la que la calma y el reposo se perciben casi como un lujo.

Desde luego, no avanzamos nada nuevo con lo que estamos diciendo. El fenómeno es de sobra conocido por todos nosotros, pero deja una serie de preguntas profundas: ¿Qué ocurre con la memoria colectiva cuando lo que hoy nos conmueve, mañana ya está olvidado? ¿Qué espacio queda para la reflexión crítica cuando todo nos arrastra hacia la prisa? ¿Qué nos sucede cuando -a veces sin darnos cuenta- nuestra concentración se distancia de lo importante y se dirige a lo trivial?

La cuestión es que, tal vez debamos resistirnos seriamente ante esta lógica y recuperar el valor del silencio, la pausa, la lectura atenta y la conversación larga, lejos de la pantalla del teléfono, del televisor o del ordenador. No en vano, un pensador, como el surcoreano Byung-Chul Han, ha descrito con lucidez nuestra época como “una sociedad del cansancio«: un tiempo en el que la hiperconexión nos conduce a una fatiga silenciosa.

Necesitamos, por tanto, un acto que sea, a la vez, de cuidado y de resistencia: cuidado de uno mismo frente a la dispersión y resistencia frente a un sistema que convierte cada instante en una mercancía. Es ahí donde podemos jugar la baza de nuestra verdadera libertad: la decisión consciente de no entregar nuestra atención de manera permanente, sino de protegerla y custodiarla como lo que es, un bien muy valioso e íntimo.

  • Pensar como acto de resistencia

En este contexto, la filosofía aparece como un gesto radical. No se trata de un ejercicio de erudición, ni de un lujo de los intelectuales, sino de una forma de resistencia: pensar es resistir. Resistir a la dictadura de lo inmediato, que nos arrastra de estímulo en estímulo, sin darnos respiro; y resistir también a la tiranía de las consignas, que buscan reducir la complejidad del mundo a eslóganes fáciles de consumir.

La resistencia no significa alejarse de la realidad del mundo, sino habitarla con mayor conciencia. No somos simples consumidores de estímulos, sino seres capaces de otorgar sentido o significado a los hechos, de elaborar una mirada crítica y de discernir lo verdadero de lo falso. La filosofía, en este sentido, nos invita a la pausa, porque si dejamos que todo ocurra con demasiada rapidez, hasta la propia verdad, incluso, corre el riesgo de desvanecerse ante nosotros, sin que nos demos cuenta.

La resistencia filosófica, por tanto, consiste en no conformarse con lo dado, con el exceso de estímulos, informaciones y mensajes que saturan nuestra atención y dificultan distinguir lo esencial de lo accesorio. Por el contrario, significa rechazar las respuestas prefabricadas y abrir espacios para la duda. No se trata de alcanzar verdades metafísicas absolutas; la pretensión es mucho más modesta y, a la vez, más humana: ejercitar el hábito de detenerse, observar, interrogar. En un mundo donde se premia la reacción rápida, la pausa que nos propone la filosofía se convierte en una práctica profundamente subversiva, aunque no sea una propuesta novedosa: basta con recordar a Sócrates, que caminaba por Atenas deteniéndose, interrogando y sometiendo a la duda las certezas infundadas de sus conciudadanos; o a Séneca, estoico romano, que defendía el valor de la otium (ocio filosófico), frente a la agitación de la vida pública o, junto a ellos, a otros muchos filósofos que se han pronunciado en esa línea.

El otium es un concepto esencial en la tradición romana, especialmente en la filosofía estoica. Significa “ocio”, pero no en el sentido literal de pasividad, diversión banal, o no hacer nada, sino como un tiempo liberado de las obligaciones prácticas (negotium) para dedicarse a lo esencial: el cultivo de la mente, la lectura, la escritura, la contemplación y la vida interior.

  • El ruido como arma política

¿Que es el ruido en la actualidad? Está claro que no nos referimos a un sonido físico, sino a un fenómeno simbólico y cultural: exceso de información, sobrecarga de estímulos, certezas prefabricadas, velocidad en la comunicación, etcétera. Pero siendo, como decimos, un fenómeno cultural, el ruido es también un arma política. Los autoritarismos siempre lo han sabido: cuando más ruido, menos pensamiento. Por tanto, este exceso o avalancha «desinformativa» no busca convencer, sino agotar. Es lo que algunos llaman la «era de la posverdad»: las noticias se falsean para sembrar confusión e impedir todo intento de ofrecer alternativas coherentes. Como algunos pensadores han señalado, el ruido o la posverdad, actúan como una especie de anestesia, para que dejemos de creer que la verdad es posible.

La filosofía, por el contrario, nos recuerda que la verdad no se reduce a un algoritmo ni a un “me gusta”. El pensamiento crítico es un antídoto contra la manipulación. Supone rescatar la palabra de la degradación a la que está sometida por los «charlatanes, demagogos, mentirosos, populistas, manipuladores, negacionistas, los medios sensacionalistas, las redes sociales, los influencers irresponsables, etcétera», y devolverla a su estado original de dignidad.

  • El silencio como condición del pensamiento

El pensamiento exige una condición indispensable: el silencio. No se trata necesariamente es la ausencia de sonidos, sino de promover un espacio interior donde las preguntas puedan madurar. De esa forma, el silencio no es ausencia, ni vacío, sino una presencia fértil que hace posible que el pensamiento brote con peso y con hondura.

Los griegos lo entendieron bien y utilizaban la palabra scholé (σχολή). En la Atenas clásica, scholé no significaba pasividad, sino tiempo liberado de las necesidades inmediatas, para que los ciudadanos lo pudieran convertir en un tiempo de ocio creador, dedicado a la política, al arte, al diálogo y, sobre todo, a la filosofía.

Hoy, la palabra scholé se ha convertido en nuestra palabra «escuela», pero tal vez la hemos despojado de su sentido original: en lugar de espacio de calma y reflexión, es, muchas veces, un lugar marcado por la prisa, la exigencia de resultados (calificaciones) y las obligaciones. La antigua scholé, entendida como ocio creador, apenas sobrevive en la vida contemporánea: el tiempo libre ha sido conquistado por el entretenimiento rápido y la distracción constante. Ya no es aquél espacio fértil que estamos reclamando, sino un tiempo sometido a la lógica del consumo programado.

De nuevo, es la filosofía la que nos invita a reconquistar los espacios de calma en medio del ruido; a recuperar un sentido distinto del tiempo, en el que el pensamiento pueda respirar. María Zambano lo expresó, como ella siempre hace, con claridad y belleza: «La filosofía nace del asombro, y el asombro sólo se da en el silencio».

  • La resistencia filosófica -pensar- es un gesto humilde

En párrafos anteriores hemos hablado ya de la resistencia filosófica, pero no quiero terminar estas reflexiones sin añadir un matiz muy evocador a esa resistencia: la humildad del pensar. En efecto, el pensar no atesora un heroísmo espectacular, sino un gesto humilde y perseverante; no se caracteriza por la visibilidad, sino por la disposición silenciosa para volver, una y otra vez, sobre las preguntas que nos resultan esenciales a cada uno de nosotros. La grandeza del pensar, en definitiva, reside en su modestia y en su permanencia, casi siempre, en los silencios de la intimidad.

Michel Foucault entendía la filosofía como una “ontología del presente”, es decir, una forma de pensar y analizar lo que somos en el aquí y ahora. En el momento actual, lleno de ruido informativo, eso significa que hay que analizar los dispositivos que influyen en cómo pensamos y actuamos, para evitar convertirnos en sus prisioneros.

Es cierto que la filosofía no tiene la capacidad de eliminar el ruido del mundo –saturación, propaganda, aceleración, etcétera-, en tanto que ese ruido forma parte de la vida contemporánea, pero la tarea filosófica sí permite la apertura de un espacio distinto, en el que pensar nos devuelve la capacidad de discernir, de juzgar, de no ser arrastrados ciegamente. En este sentido, la filosofía es un ejercicio de libertad, una pausa humilde, que a menudo puede parecer inútil en un mundo que valora la inmediatez y la productividad, pero es una pausa, al fin y al cabo, profundamente humana, que nos ofrece la posibilidad de ser más libres merced a nuestra capacidad de pensar y de elegir en medio de tantos condicionamientos…

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