Surrealismo vs Existencialismo

El siglo XX dejó heridas profundas: guerras mundiales, bombas nucleares, el holocausto, crisis económicas, totalitarismos, o un capitalismo voraz que creció devorando al individuo. Fue un siglo de enorme progreso técnico pero, al tiempo, de una deshumanización extrema. En ese contexto, el surrealismo y el existencialismo, aunque nacieron en terrenos distintos —el arte y la filosofía—, compartieron una misma intuición: la vida moderna había perdido sentido y había que buscarlo en otro lugar.

El primero lo hizo explorando el inconsciente y el sueño como territorios de libertad; el segundo, asumiendo la angustia y la libertad radical del ser humano en un mundo carente de certezas. Ambos, a su modo, respondieron al mismo vacío con un gesto común: la rebeldía frente al sinsentido.


Nunca, antes del siglo XX, el ser humano alcanzó tanto poder sobre la técnica y la producción -incluso, se llegó a poner un pie en la Luna-. Pero tampoco nunca antes había experimentado tanta violencia y tanta destrucción: Hiroshima y Nagasaki han quedado como símbolos de un progreso convertido en amenaza. El siglo, que comenzó con la promesa del progreso universal, terminó dejando unas cicatrices que aún perviven en nuestro presente.

Las heridas del siglo XX no sólo se limitaron a la guerra. Los totalitarismos –del fascismo al estalinismo– mostraron hasta qué punto la política podía engullir al individuo en nombre de ideologías absolutas. Junto a ellos, se abrieron otras fracturas históricas: los procesos de colonización y descolonización, o la tiranía de una sociedad de consumo capitalista que confundió la libertad del individuo con el acceso al mercado. Todavía hoy, algunos dirigentes políticos insisten en esa confusión, proclamando como liberación lo que en realidad convierte al individuo en un rehén de sus propios deseos consumistas, atrapado más que liberado.

Sin embargo, las heridas a que nos referimos no quedaron atrás. Han tenido continuidad en las primeras décadas de nuestro siglo XXI. Las guerras no desaparecen, sino que se han transformado en conflictos que están siempre presentes en algún punto del planeta. Como herencia de los totalitarismos, se ha desarrollado con fuerza el populismo, que manipula desde dentro la propia democracia. Por su parte, la evolución de la sociedad de consumo se ha radicalizado en un capitalismo financiero y tecnológico que no resulta liberador, sino que vigila y explota. Y, como colofón, a todo ello se añade una herida aún más profunda, apenas vislumbrada en el siglo XX y hoy ineludible: la crisis ecológica. El cambio climático y la devastación de la naturaleza que no solo ponen en riesgo nuestras sociedades, sino la propia supervivencia de la Tierra. Una advertencia brutal de que la modernidad, si no se replantea, puede llevarnos no al futuro que nos prometió, sino al colapso.


  • El surrealismo

El surrealismo nace en París hace prácticamente un siglo, en 1924, cuando André Breton publicó su «Manifiesto surrealista». Su contexto más inmediato fue el trauma que dejó la Primera Guerra Mundial. Todo lo que se había prometido como «orden y progreso», mostró su rostro más siniestro: una guerra de trincheras y de exterminio que dejó entre 15 y 20 millones de muertos.

Los jóvenes que sobrevivieron a Verdún o al Somme lo hicieron cargados de cicatrices imborrables, tanto físicas como psicológicas, y pasaron a ser conocidos como la “generación perdida”. Ese vacío, esa herida colectiva y la sensación de haber tocado el límite de la barbarie, fueron el terreno fértil en el que germinó el surrealismo: un movimiento que buscaba romper con la lógica racional, liberar el inconsciente y explorar nuevas formas de ver y vivir el mundo.

Por tanto, el movimiento surrealista, impulsado por Breton y por otros artistas, no sólo fue un experimento estético: fue una rebelión contra aquello que nos había conducido al desastre. La justificación para el movimiento es sencilla: si la razón nos había llevado a la barbarie, era necesario explorar otros territorios: lo irracional, el sueño, el inconsciente.

En ese sentido, el movimiento es inseparable de su tiempo: el de un siglo roto que ya no podía seguir confiando en el orden burgués ni en el poder salvador del progreso. El surrealismo vino a decir que, tras la guerra, el arte no podía quedar reducido a representar lo que era visible: había que mostrar lo oculto, lo reprimido, lo insoportable.


Por la cercanía hacia nuestro poeta, Federico García Lorca, hay que remarcar la conexión entre la sensibilidad de Lorca y el surrealismo. En el lenguaje poético de García Lorca, el surrealismo adquiere un matiz propio: un lenguaje de denuncia, un modo de expresar aquello que es indecible en un mundo marcado por la violencia y la injusticia.

Así ocurre, por ejemplo, en su obra «Poeta en Nueva York», fruto de su estancia en esa ciudad entre 1929 y 1930. Allí, el poeta se encontró con una atmósfera asfixiante: un capitalismo deshumanizado, opresión racial, soledad en medio de la multitud, etcétera. Para expresar toda esa experiencia Lorca decidió que no bastaba con el lenguaje poético tradicional, sino que era necesario romper con la lógica, deformar las imágenes y hacer hablar al absurdo, como en los versos, por ejemplo, de su poema «La Aurora», donde el amanecer no trae ni luz ni esperanza, sino un humo sucio y horribles racimos de angustia…


Volviendo al manifiesto surrealista, fue publicado en París el 15 de octubre de 1924. El manifiesto no supuso la adhesión a una ideología política concreta, pero sí el rechazo al orden establecido. Se presenta como un movimiento revolucionario en lo cultural y en lo vital. En él, el arte adquiere una nueva significación: no es un adorno estético, sino un arma contra la mediocridad y la alienación.

En el texto del manifiesto, Breton define el surrealismo como “automatismo psíquico puro por el cual se propone expresar, sea verbalmente, sea por escrito, sea de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento”. Vamos a tratar de explicar qué se quiere decir con esto: cuando se habla de automatismo psíquico puro, se hace referencia a escribir o crear algo sin que intervenga ningún tipo de censura por parte de la razón, la moral o los criterios estéticos. O sea, dejar que la mente se exprese directamente, de manera automática y libre, como ocurre en los sueños. Por otra parte, no importa el medio a través del cual se canaliza la expresión: puede ser la literatura, la pintura, el cine… lo esencial es que el proceso creativo no esté mediado por lo racional. Por último, Breton se refiere al “funcionamiento real del pensamiento” para señalar que, además de que el pensamiento esté regido por la lógica, las normas sociales o las costumbres, lo esté también por lo inconsciente, lo irracional, los deseos reprimidos y las asociaciones libres del pensamiento, que pueden surgir sin control.

En definitiva, el artista debe dejar que su mente cree sin restricciones, en una especie de flujo continuo de imágenes y palabras.

Lo que se propone con todo esto no es sólo un nuevo estilo artístico, sino una filosofía de vida: liberar al ser humano de las cadenas de la razón instrumental y de la moral burguesa, porque lo verdadero, para el surrealismo, también se encuentra en lo irracional, lo onírico y lo inconsciente.

Como vemos, las conexiones con Freud son claras. De Freud, el surrealismo tomó algunas ideas esenciales: por ejemplo, los sueños como vía de acceso a lo inconsciente, el método de la asociación libre, en el que se inspira la creación automática y sin ningún tipo de censura racional, o la dimensión erótica, entendida como fuerza liberadora frente a la represión social. Por ello, en la pintura y literatura surrealistas abundan los símbolos sexuales, las provocaciones y los juegos con el cuerpo.

Freud buscaba curar el malestar individual; el surrealismo, liberar a la sociedad entera de las cadenas de la lógica y de la moral burguesa. Por eso, Freud sirvió para el surrealismo como puerta de entrada a un nuevo mundo: el mundo de lo irracional, que se convierte en arte y rebeldía. Más allá del arte, el manifiesto inauguró una nueva sensibilidad: la convicción de que la verdad no se reduce a lo racional y de que lo reprimido, lo onírico y lo absurdo pueden ser vías de conocimiento. En un siglo atravesado por guerras, dictaduras y alienaciones, el surrealismo ofreció un espacio de resistencia y de libertad.


La razón instrumental es una forma de racionalidad que se caracteriza por utilizar los medios más eficaces para alcanzar un fin, sin preguntarse por el valor o la legitimidad de dicho fin. Es una razón de carácter utilitario, orientada a la eficiencia, el control y la dominación.

Fue un concepto desarrollado de manera crítica por pensadores como Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. Más tarde Jürgen Habermas distinguió entre esta razón instrumental y la razón comunicativa. La primera busca la eficacia y el control; la segunda se orienta al entendimiento, el diálogo y el consenso.


  • El existencialismo

El mismo vacío y las mismas heridas del siglo XX también fueron terreno propicio para el nacimiento de otra corriente de pensamiento: el existencialismo.

Ya en el siglo XIX pensadores como Kierkegaard subrayaron la angustia y la fe, como experiencias radicales del individuo. También Nietzsche denunció la muerte de Dios y el vacío que eso abría. Esas voces anticiparían la necesidad de una filosofía centrada en la existencia concreta y no en sistemas abstractos.

Pero, como decíamos, el existencialismo no sólo surge de precedentes filosóficos, sino en mitad de un siglo marcado por ideologías absolutas como el nihilismo, el totalitarismo y la deshumanización, que devoraban al individuo. Junto a ellas, el capitalismo y la sociedad de masas, que sometían al ser humano hasta convertirlo en un elemento más en los engranajes productivos y de consumo.

Tras la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial elevó la catástrofe a una escala aún mayor y sin precedentes: alrededor de 70 millones de víctimas, genocidios, holocausto, destrucción masiva de ciudades y pueblos, o la utilización de bombas nucleares que fueron la prueba fehaciente de que el progreso técnico podía llevarnos al exterminio.

El existencialismo fue la respuesta de la filosofía ante una vida que había perdido sentido. La experiencia de la guerra fue, sin duda, decisiva. De hecho, Sartre escribió «El Ser y la nada» tras haber pasado por un campo de prisioneros, y Camus elaboró su noción del «absurdo» a partir de las vivencias en un mundo devastado. La filosofía, para los pensadores existencialistas, no podía permanecer refugiada en sistemas metafísicos y especulativos, sino que debía posicionarse ante el “aquí y el ahora”, en el terreno donde la libertad se juega en cada decisión, incluso en medio del desastre.

Lo que el existencialismo supuso, ante el tremendo malestar del siglo XX, fue que colocó al individuo en el centro del pensamiento para asumir su fragilidad, pero también su capacidad de crear sentido y significado en medio del horror y del vacío. Sartre afirmaba que «el hombre está condenado a ser libre: aunque nos encontremos en un mundo roto, seguimos estando obligados a existir y la existencia radica consiste, precisamente, en elegir y construir nuestro camino. Por tanto, no vale excusarse en Dios, en ideologías o en la experiencia histórica. Es tan sencillo como comprender y asumir que somos responsables de nuestros actos y de sus consecuencias. El existencialismo reivindica la necesidad de vivir de manera auténtica, sin ocultarse tras máscaras sociales o de cualquier otro tipo. Para otro autor existencialista esencial, Camus, reconocer el absurdo nos lleva a la rebelión, a afirmar la vida, a crear valores y a luchar por la dignidad común.

En el terreno filosófico, el núcleo del existencialismo se puede resumir en la frase: “la existencia, precede a la esencia”, (Sartre). Con ello, los existencialistas quieren decir que no creen en una esencia humana prefijada, sino que cada persona inventa su vida a través de sus actos, de su existencia. Esa libertad, lejos de ser un privilegio cómodo, acaba convirtiéndose en una especie de condena: estamos obligados a elegir, incluso cuando no elegimos. La libertad trae consigo la angustia: nadie puede elegir por nosotros, y la angustia que ello genera no es otra cosa que la señal de que estamos tomando conciencia de nuestra condición libre.

Albert Camus nos dice que la vida es absurda porque el ser humano necesita darle un sentido, pero el mundo no nos ofrece ninguna respuesta. Esa tensión nunca desaparece: forma parte de lo que somos. Muchas veces intentamos escapar de ella refugiándonos en la religión, en la esperanza en otra vida futura o incluso pensando en acabar con la propia. Pero para Camus, esas salidas son trampas. La verdadera respuesta es otra: rebelarse.

Rebelarse no significa luchar contra alguien, sino aceptar de frente que la vida no tiene un sentido dado de antemano y, aun así, hay que vivirla con intensidad. Es decir, en vez de esperar que alguien nos diga qué hacer, somos nosotros quienes inventamos nuestros propios valores, nuestras razones para vivir. En esa creación reside nuestra libertad: no hay guiones escritos, sino el poder de escribir el nuestro.

En el fondo, Camus nos invita a algo muy vitalista: decir “” a la vida incluso sabiendo que no hay un sentido último, y hacer de ese vacío una oportunidad para vivir con más autenticidad y plenitud.

Heidegger, un pensador clave para los existencialistas, utilizó el término Dasein (ser-ahí) para hablar del ser humano. Con esta palabra quiso expresar que no somos una esencia fija, ni algo dado de antemano, sino un ser que ya está “arrojado en el mundo”, sin haberlo elegido, y que se ve obligado a vivir y actuar en él. El Dasein no puede escapar de esa condición: está condenado a existir, a enfrentarse con sus posibilidades y, en último término, con la certeza de su propia muerte.

En definitiva, el existencialismo fue una respuesta ante el vacío de sentido del siglo XX. No ofreció certezas absolutas, pero situó al ser humano ante el desafío de su propia libertad y responsabilidad. Por otra parte, reconoció que la angustia, el absurdo y la finitud, son experiencias constitutivas de la vida humana.

Su valor radica en que nos sigue interpelando en tiempos de incertidumbre o desarraigo: nos recuerda que somos libres, que debemos decidir y que estamos llamados a vivir auténticamente en medio del absurdo.

Ahora bien, todo lo que plantea el existencialismo ¿es válido para poblaciones enteras condenadas a la guerra, la miseria, el hambre, la destrucción, la enfermedad y la pobreza crónicas? ¿Realmente, esas poblaciones, tienen capacidad para llevar a cabo una vida auténtica? Parece evidente que con su énfasis en la subjetividad individual, el existencialismo no es suficiente y debe acompañarse de una lucha política. En este contexto, han surgido desde el campo de la filosofía importantes críticas al existencialismo. Desde el propio Marx, a la “teoría crítica” desarrollada por Horkheimer y Adorno, o el pensamiento de Emmanel Levinas para quien la ética comienza en lo que él llama «el rostro del otro»: es decir, la ética no empieza en normas abstractas ni en teorías, sino en la experiencia inmediata de encontrarme con el rostro del otro. El “rostro” no se refiere aquí a la cara física, sino la presencia viva de otro ser humano que me mira y me interpela. En ese encuentro descubro algo fundamental: el “otro” me reclama respeto, cuidado y responsabilidad.

A pesar de estas críticas, el existencialismo no queda anulado, sino que lo obligan a abrirse. El propio Sartre, en su obra «Crítica de la razón dialéctica» (1960), ya intentó una síntesis entre el existencialismo y el marxismo.


Como conclusión, ambos movimientos coincidieron en algo decisivo: la modernidad no podía seguir escondiendo su crisis tras el progreso técnico y el orden social. El surrealismo gritó desde el arte, mientras que el existencialismo pensó desde la filosofía: vivimos en un mundo absurdo, y solo la creatividad o la libertad pueden salvarnos.

Hoy, en medio de la saturación tecnológica y la manipulación política, esta alianza vuelve a resonar. El surrealismo nos invita a romper los muros de lo visible y reclamar la presencia de lo oculto; el existencialismo, a asumir nuestra libertad y nuestra responsabilidad.

Juntos nos recuerdan que, ante un mundo vacío, la respuesta no es rendirse, sino inventar —con imágenes, con actos, con vida— un sentido propio, más auténtico.

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