Ayuso y la guerra ideológica


¿Apoyar la causa de los palestinos y denunciar la masacre que sobre ellos está cometiendo de manera impune el estado de Israel, es guerra ideológica o, simplemente, solidaridad humana?

Las declaraciones de la presidenta de la Comunidad de Madrid, tuvieron lugar el 19 de septiembre, durante la apertura del curso académico en la Universidad de Alcalá de Henares. El acto estuvo acompañado de protestas que denunciaban la infra-infinanciación universitaria, cuya responsabilidad recae en la señora Ayuso, quien desde hace tiempo ha impuesto una política de asfixia a la universidad pública bajo el pretexto -ya sobradamente conocido- de que en ella se lleva a cabo un “supuestoadoctrinamiento ideológico.

Sin embargo, ese planteamiento responde más a una línea de discurso que a una situación real: lejos de proteger la pluralidad del pensamiento, Ayuso desacredita la universidad como espacio crítico, para justificar un modelo que potencia la privatización de la enseñanza y el debilitamiento de lo público.

Por otra parte, su discurso adquiere un matiz problemático al apropiarse de manera constante de la palabra «libertad». La presidenta convierte la libertad en bandera y patrimonio exclusivo de su gobierno, pero, en realidad, la libertad que proclama no consiste en garantizar la igualdad de oportunidades, ni mejorar el derecho a una educación universitaria de calidad, sino que refuerza un marco donde las desigualdades sociales se acentúan. Por ejemplo, se mantienen tasas universitarias elevadas, que suponen una barrera de entrada a los estudiantes con menos recursos y, en lugar de reforzar un sistema de becas amplio y suficiente, la estrategia regional prioriza la “libertad de elección” entre universidades públicas y privadas. Pero esa libertad es, en realidad, ficticia y desigual: solo quienes tienen medios económicos suficientes pueden acceder a universidades privadas o afrontar las tasas. Los demás, o simplemente no estudian o tienen que recurrir al endeudamiento para afrontar los gastos elevados de la educación superior.

Sus constantes alusiones a la libertad no hacen sino reducirla a un mero recurso de propaganda política, sin que en ningún momento Ayuso se detenga a profundizar en el verdadero significado del concepto. Se da, por tanto, una paradoja evidente: mientras acusa a la universidad de un supuesto adoctrinamiento -acusación nunca acompañada de datos concretos ni de un análisis riguroso-, ella misma ejerce un monopolio del discurso público, vaciando de contenido un principio esencial como el de la libertad, para ponerlo al servicio de su narrativa política.

En este contexto, el argumento de adoctrinamiento es un recurso fácil, un cliché político. Bajo la aparente preocupación por la pluralidad, Ayuso cuestiona de manera sistemática el papel de la universidad pública como espacio de pensamiento libre y crítico que la hacen ser uno de los pilares fundamentales de una sociedad democrática. Tras la falsedad de su discurso, Ayuso desplaza la atención de los importantes problemas reales de la universidad – como la precariedad del profesorado o la falta de financiación, entre otros- para justificar una política de acoso hacia la enseñanza pública superior en beneficio de modelos privatizados.

Cegada por un modelo neoliberal, Ayuso no quiere entender que la libertad es un concepto mucho más complejo de lo que ella reduce a un simple eslogan. Tal y como señaló Hannah Arendt en algunas de sus reflexiones, la libertad debe entenderse como «capacidad de acción colectiva»: es decir, no se trata de una experiencia privada ni meramente individual, sino de algo que surge cuando las personas actúan juntas en el espacio público, cuando participan en los asuntos comunes y tienen la posibilidad de iniciar algo nuevo. En La condición humana (1958), Arendt vincula precisamente la libertad con esa acción compartida y con la capacidad de cada individuo para aportar algo único e irrepetible. Arendt realiza, en definitiva, una defensa decidida de la pluralidad humana y de la riqueza que nace cuando se produce un encuentro entre posiciones diferenciadas. Como vemos, se trata de un horizonte infinitamente más profundo que el estrecho marco propagandístico que despliega Ayuso.


Pero volvamos al discurso de guerra ideológica, muy recurrente en la presidenta de la Comunidad de Madrid. La expresión sirve para referirse a fenómenos de muy diverso tipo -desde manifestaciones estudiantiles hasta las muestras de solidaridad con la población palestina-. Cualquier hecho vale para desplegar una lógica recurrente de confrontación política. Aquí, vamos a explorar un poco la diferencia entre apoyo humanitario y lucha ideológica y cómo Ayuso, en su simpleza intelectual, transforma lo primero en lo segundo.

Ayuso ha convertido la noción de “guerra ideológica” en uno de los ejes de su política. La aplica a la educación, la sanidad, el feminismo, el medio ambiente y, más recientemente, al conflicto de Oriente Próximo. Su estrategia se basa en traducir expresiones de solidaridad, protesta o crítica en intentos de adoctrinamiento. De este modo, desplaza la atención del problema real (financiación universitaria, situación humanitaria en Gaza) hacia un terreno que controla: el de la confrontación -especialmente con el gobierno del Estado-.

Sin embargo, es evidente que apoyar a la población palestina, especialmente tras los episodios de genocidio y violencia masiva, está vinculado a la defensa de derechos humanos: condena de crímenes de guerra, solidaridad con las víctimas civiles, exigencia de respeto al derecho internacional, etcétera. Este apoyo no puede articularse como un combate de ideas, sino como una reacción ética frente a la injusticia, a la barbarie, al asesinato y a la masacre. Es un apoyo que supone un ejercicio legítimo de libertad de expresión, que protegido constitucionalmente.

Pero, Ayuso insiste, de manera obsesiva, en que se trata de una guerra ideológica y su obsesión puede explicar por varios motivos.

Desde el punto de vista electoral, su insistencia en el adoctrinamiento y en la libertad, tiene un objetivo claro: reforzar ante el electorado su perfil de dirigente que se enfrenta al supuesto «pensamiento único» de la izquierda, por medio de una batalla cultural permanente en la que ella aparece como garante de la libertad, frente a los adversarios políticos a los que acusa de imponer sus dogmas. Una evidente falsificación del discurso que busca atraer a los que se encuentran incómodos con el progresismo.

Por otra parte, su estilo es mediático. Es decir, no entra en el análisis de los problemas, sino que los traduce a simples eslóganes fácilmente reproducibles por los medios que le sin afines. Por ejemplo, «ellos adoctrinan, yo defiendo la libertad». Ayuso no hace un discurso político ni aporta elementos para un debate, sino que genera constantemente titulares que dejan de lado la complejidad real de los problemas.

Por último, está el plano ideológico. Aquí, Ayuso lo reduce todo a dos bloques irreconciliables. En sus esquemas, no hay lugar para la neutralidad o para los matices. Todo queda en una lucha sin descanso que alimenta una polarización desmedida, vacía de conceptos, en la que se recurre con demasiada frecuencia a la descalificación personal o al insulto.


La consecuencia más notable de insistir en la noción de «guerra ideológica» -tanto si se trata de protestas estudiantiles, de profesionales de la sanidad pública, o de manifestaciones humanitarias acerca de la situación de los palestinos-, es que queda invalidado cualquier atisbo de dimensión ética, al quedar convertida toda expresión política en una especie de trinchera de guerra.

Cuando Ayuso se refiere a las manifestaciones de apoyo humanitario ante lo que voces cada vez más numerosas califican de masacre, elimina intencionadamente ese matiz de manera que el gesto solidario aparece como adoctrinamiento ideológico y, por tanto, como su enemigo político.


En resumen, el caso de Ayuso muestra con claridad cómo la obsesión con la guerra ideológica termina por desfigurar la esfera pública. Allí donde lo que cabe esperar de un dirigente es la solidaridad con un pueblo en situación de sufrimiento, su discurso no se centra en la ayuda concreta, ni en la reflexión política global, sino en transformar la tragedia en un arma electoral. Desde luego, algo moralmente muy despreciable.

Apoyar a Palestina no equivale, hoy día, a librar ningún tipo de guerra ideológica; es un gesto de empatía y de compromiso con los derechos humanos. Sin embargo, bajo el relato de Ayuso, toda muestra de solidaridad se degrada en un nuevo frente de batalla cultural. Así, la política se queda sin contenido y la libertad de la que tanto presume se convierte, una vez más, en simple consigna propagandística.

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