Ser un niño en Gaza

Hablar de Gaza es hablar de una infancia absolutamente arrebatada, despojada de su inocencia natural y arrancada de raíz. No se trata únicamente de un conflicto armado entre actores políticos y militares, sino de la negación sistemática de sus derechos fundamentales a miles de niños que, en condiciones normales, deberían estar jugando, estudiando y creciendo en un entorno seguro.

En Gaza, sin embargo, la infancia se ha convertido en un territorio asediado por la violencia y por el miedo, que ya forman parte sustancial del día a día. Ser un niño en Gaza supone haber trastocado radicalmente la visión que tenía del mundo: el juego, la escuela, el abrazo de sus padres o de sus abuelos, la casa, la comida… Todo aquello que conformaba sus certezas y su felicidad, ha sido volatilizado y reducido a escombros.

Un pequeño, en Gaza, no se formula preguntas sobre geoestrategia ni sobre fronteras, ni entiende los discursos solemnes de los dirigentes que hablan de «seguridad«, «represalias«, «equilibrios de poder«, etcétera. Sus preguntas son mucho más cercanas, sencillas y, por eso mismo, devastadoras: ¿por qué tengo que vivir con tanto miedo? ¿seguirán mis padres vivos mañana? ¿podremos comer algo hoy? ¿por qué han destrozado mi casa y mis juguetes? Son preguntas que nacen directamente del dolor y del sufrimiento inmediato de un niño herido, solo o enfermo.

Mientras el mundo discute resoluciones, tratados o cifras, el pequeño de Gaza mide el tiempo de su vida de una manera muy diferente: el intervalo en el que caen los misiles; las horas sin electricidad; la comida que no llega a la mesa; la ausencia de la madre o el abuelo que salieron a buscar agua y no regresaron…

Su voz, por sí sola, debería bastar para detener la brutalidad del conflicto: interpela tanto a quienes son directamente responsables como a quienes, desde la distancia, nos convertimos en espectadores cómplices. Su sencilla voz, despojada de artificios, tendría que alzarse por encima de todas las justificaciones políticas, como una terrible e insoportable denuncia de que a ese niño le han negado la infancia y, con ella, quizá también su vida o la de su familia.

Ya no se trata solamente de su voz, sino de un grito que nos concierne a todos: ¿Qué valor tienen todas nuestras declaraciones de derechos, nuestras resoluciones o tratados, si no somos capaces de proteger la vida de un niño en Gaza?

Cada día que aceptamos esa infancia rota como si fuera inevitable, estamos reforzando la lógica de la barbarie: alimentando la hipocresía internacional que proclama en los foros globales la protección de la infancia pero que, en la práctica, permite que miles de niños mueran o crezcan entre ruinas, bloqueos y miedo.

Tal vez, la insoportable y terrible paradoja de los niños de Gaza es que sus cuerpos -enfermos, heridos, mutilados o convertidos en cadáveres- no generan la misma reacción moral que la de otros niños en otros lugares del mundo. Su sufrimiento está ahí, podemos verlo documentado en informes, fotografías y testimonios, pero permanece en suspenso bajo la lógica de la seguridad y de lo que ahora se llama, eufemísticamente, «daño colateral». Se han truncado sus juegos y sus risas, como si su vida valiera mucho menos y como si su inocencia no tuviera el mismo valor que la de los demás.

Lo verdaderamente triste es que esa lógica se ha vuelto costumbre. Hemos aprendido a mirar sin mirar, a escuchar sin escuchar. Y, en ese gesto, la humanidad entera se mutila: porque cada vida de un niño que es negada en Gaza revela, no sólo su dolor o su muerte, sino la profundidad de nuestra indiferencia y nuestra incapacidad para proteger su inocencia.

Hoy día, creo que es absolutamente necesario pensar que somos un niño en Gaza. Es un ejercicio de imaginación moral que nos obliga a reconocer que lo que allí sucede no es una tragedia inevitable, sino un crimen sostenido en el tiempo por la inacción de la comunidad internacional, por la indiferencia de los que no intervenimos y por la aceptación de lo inaceptable.

Pensarnos a nosotros mismos como un niño en Gaza, aunque sea por un instante, es reconocer nuestra complicidad y, al mismo tiempo, abrir la posibilidad de resistirla. Porque en ese gesto de imaginar lo que significa vivir entre escombros, perder la escuela, o preguntar cada noche si los padres seguirán vivos mañana, descubrimos que no podemos refugiarnos en la neutralidad. La neutralidad, en contextos así, no existe: mirar sin actuar es participar del silencio que legitima la barbarie.

Ese ejercicio nos revela también que la verdadera resistencia no comienza en los grandes discursos políticos, sino en la capacidad de escuchar esa voz infantil y no desviar la atención, porque cada niño que muere en Gaza hace que la Humanidad también muera un poquito.

Mientras los políticos siguen decidiendo qué hacer —o qué no hacer—, quizá nosotros debamos atrevernos a pensarnos como un niño de Gaza y reunir el coraje necesario para denunciar, para guardar la memoria y para sostener una solidaridad hoy devastada.

Una respuesta a “Ser un niño en Gaza”

  1. Querido Mariano. Tras unos días sin poder seguir tu blog, he retomado la lectura con esta entrada.

    Efectivamente es absolutamente intolerable lo que está ocurriendo en Gaza. Con independencia de que Hamas tirase la primera piedra, la respuesta del gobierno de Israel está siendo desproporcionada, cruel, criminal y fuera de toda razón.

    Como en todas la guerras, la población civil siempre es la que padece todos los excesos y miserias de la depravación humana y como tu describes muy bien en tu artículo, especialmente los niños son las víctimas mas desgarradoras.

    Lamentablemente esto ha venido siendo así por los siglos de los siglos pero ahora los medios de comunicación nos presentan las imágenes de la tragedia y no podemos ignorarlas. Yo todavía recuerdo el impacto que me causó la foto de la niña desnuda corriendo por una carretera durante la guerra de Vietnam y mas recientemente imágenes de niños soldado o masacrados en guerras tribales de África.

    ¡Pero nos hemos acostumbrado a mirar sin ver! En 40000 años de historia de la humanidad parece que no hemos avanzado nada. Bueno sí, en la calidad y cantidad de formas de exterminar al otro.

    Un abrazo

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