EPICURO: El valor de su pensamiento

Epicuro de Samos (341-270 a. C.) es una de las figuras más singulares y, al mismo tiempo, más tergiversadas de la historia de la filosofía. Fundador de una escuela llamada El Jardín en Atenas, su doctrina y sus enseñanzas, buscaban responder a una pregunta fundamental: ¿cómo alcanzar la felicidad?

A diferencia de los sofistas que buscaban éxito social, de los platónicos que perseguían el mundo de las Ideas o de los estoicos que defendían la conformidad con la naturaleza universal, Epicuro situó en el centro de su reflexión el placer, entendido como ausencia de dolor y serenidad del espíritu.

Sin embargo, su mensaje fue pronto distorsionado. En la Antigüedad se lo acusó de libertinaje; en la Edad Media, la tradición cristiana lo señaló como enemigo de la fe; y en la modernidad, su nombre ha quedado ligado injustamente al consumismo y a la búsqueda de placeres efímeros. Esta incomprensión contrasta con el verdadero núcleo de su propuesta: una vida sobria, sencilla y libre de miedos. Propuesta que hoy tendría que adquirir su verdadero valor frente a la lógica del consumo, de la productividad y del deseo ilimitado.

Vamos a entrar, brevemente, en el mensaje auténtico de Epicuro -especialmente el que está contenido en su Carta a Meneceo-, señalar las causas de su tergiversación y destacar la sorprendente vigencia de su pensamiento frente a los dilemas del mundo actual, pese a los más de 2.300 años transcurridos desde su muerte.


Epicuro nació en el 341 a. C. en la isla de Samos, por entonces una colonia ateniense en el mar Egeo. Era hijo de una familia modesta y, desde joven, se interesó por el pensamiento filosófico. Según relata Diógenes Laercio, -autor de una de las obras clave para conocer la filosofía griega antigua, como es «Vidas y opiniones de los filósofos ilustres«-, Epicuro era hombre de vida austera que escribió más de 300 obras, la mayoría de las cuales no han llegado hasta nosotros, aunque gracias a Diógenes podemos tener hoy día algunos fragmentos de ellas, tres cartas completas -a Meneceo, a Heródoto y a Pitocles– y las Máximas capitales.

En su juventud viajó a Atenas donde pudo contactar con el pensamiento filosófico de pensadores como Demócrito, y con las escuelas de la época, como las que fundaron Platón y Aristóteles.

Tras una breve estancia en Mitilene, en la isla de Lesbos, se trasladó a Lámpsaco, ciudad griega en la costa de Asia Menor, donde parece que se dedicó a la enseñanza y constituyó el primer grupo estable del epicureísmo, antes de regresar a Atenas, agrupando en torno a sí discípulos fieles como Metrodoro, Hermarco, Colotes e Idomeneo. Este grupo constituiría la comunidad que serviría de germen para la posterior fundación de la escuela de Epicuro en Atenas.

En el 306 a. C. -con 35 años de edad- regresó a Atenas y fundó su propia escuela a la que llamó El Jardín (ho Kēpos). Lo singular de su escuela ateniense es que no sólo fue un centro de estudio, sino una comunidad de vida: allí convivían sin distinción hombres, esclavos, mujeres… algo absolutamente revolucionario para su época.

La enseñanza en El Jardín era eminentemente práctica: Epicuro concebía la filosofía como una terapia para el alma, un camino para lograr la felicidad.

La vida de Epicuro transcurrió de forma sobria: sencillez en el comer y en el beber, importancia de la amistad y necesidad de librarse de todo miedo irracional.

Su salud, sin embargo, fue frágil. Diógenes Laercio nos relata que sufrió de fuertes dolores y que, en el lecho de muerte todavía mantenía la calma y escribía cartas de ánimo para sus discípulos. Falleció en el 271 a. C. cuando contaba con 71 años.


  • La Carta a Meneceo

De alguna manera, puede decirse, no sin matices, que la Carta a Meneceo es el principal escrito que conservamos de Epicuro, puesto que en ella condensa su pensamiento ético, el núcleo central de su filosofía. Hay que aclarar que Meneceo era discípulo de Epicuro y miembro de la escuela El Jardín, en Atenas. En ese sentido, Meneceo -del que no sabemos prácticamente nada de su vida- sería algo así como uno de sus discípulos más próximos, puesto que Epicuro se dirige hacia él con cercanía y confianza.

En su carta, Epicuro resalta el valor de la filosofía como medicina para el alma y que todo el mundo, joven o anciano, debe de acercarse a ella, puesto que nunca es demasiado tarde para filosofar.

A continuación, afirma que el fin de la vida es el placer, pero no entendido como un goce desmedido, sino como la ausencia de dolor en el cuerpo aponía– y serenidad de espíritu ataraxia-.

“Cuando decimos que el placer es el fin, no nos referimos a los placeres de los libertinos ni a los que consisten en el goce sensual, como creen algunos que ignoran o no aceptan nuestra doctrina, sino a no sufrir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma” (Epicuro, Carta a Meneceo).

El placer, por tanto, es contemplado por Epicuro como el equilibrio que nos permite vivir sin turbación. Para lograrlo, nuestro filósofo se fija en los diversos tipos de deseos que podemos experimentar: hay deseos que son naturales y necesarios, como alimentarse, protegerse o tener amigos; otros son deseos también naturales, pero no necesarios, como los lujos o refinamientos; y, por último, hay otros deseos vanos que surgen fruto de opiniones falsas, como la riqueza ilimitada, la fama o el poder.

Pues bien, en opinión de Epicuro, satisfacer los primeros deseos nos asegura la felicidad, perseguir los segundos es agradable e intentar alcanzar los terceros sólo conduce a la frustración y a la esclavitud.

“El que no se contenta con poco, nada le basta” (Máximas capitales).

En defintiva, Epicuro considera que la filosofía es un camino para alcanzar la felicidad eudaimonía– y que, en ese camino, el ser humano busca el placer y evitar el dolor. Por tanto, para Epicuro, el placer es el criterio natural que guía la existencia, pero dejando claro que el placer no es un culto hedonista vulgar, ni el sometimiento a intensidades pasajeras, sino un estado duradero de serenidad.

Epicuro también era consciente de algunos de los miedos que provocan sufrimiento en el ser humano. Concretamente, nos habla del miedo a la muerte y del miedo a los dioses. Frente a ambos temores, nos proporciona argumentos filosóficos: cuando habla de la muerte, se refiere a que ella no es nada para nosotros puesto que, «mientras estamos vivos, la muerte no está presente, y cuando ella llega, nosotros ya no existimos». Por eso considera que temer a la muerte es un error que sólo genera angustia. En cuanto a los dioses, señala que sí existen pero que viven en un estado de perfección y no se ocupan de los asuntos humanos, razón por la cual no debemos temerlos.


Desde muy pronto, el epicureísmo fue objeto de hostilidad. Los estoicos lo acusaron de fomentar la pasividad y el egoísmo, mientras que la tradición cristiana lo condenó por materialista y ateo. El resultado fue una caricatura persistente: el “epicúreo” visto como símbolo de vicioso.

Por ejemplo, autores cristianos como Tertuliano y San Agustín asociaron a Epicuro con la corrupción moral, al tiempo que contrastaban esa corrupción con la espiritualidad y trascendencia del cristianismo. Además, el rechazo cristiano al epicureísmo se vio reforzado por la incompatibilidad del mensaje epicúreo con la fe en la providencia divina: si los dioses no intervienen en los asuntos humanos, ¿en qué lugar queda la salvación?

En síntesis, el cristianismo y el epicureísmo representan dos visiones opuestas de la existencia: Epicuro defendía que la vida humana debía orientarse hacia el placer sobrio y la serenidad, sin esperar recompensas más allá de la muerte. Por el contrario, el cristianismo situó la salvación en una dimensión trascendente: en la esperanza de una vida eterna y en la renuncia a los placeres terrenales.

La oposición fue tan intensa que el término “epicúreo” terminó convirtiéndose en sinónimo de pecador, sensualista o incrédulo. Esta carga semántica negativa, transmitida a lo largo de los siglos, sigue influyendo en la manera en que la figura de Epicuro ha sido interpretada en la modernidad, casi siempre bajo el foco del malentendido.

El resultado de los ataques que se llevaron a cabo desde el cristianismo y también desde otros frentes, fue que, durante siglos, el epicureísmo quedó relegado al descrédito, y sólo se reivindicó más tardíamente, en la modernidad, donde algunos pensadores intentaron conciliar la doctrina de Epicuro con la fe cristiana -tal es el caso del francés Pierre Gassendi, figura importante del siglo XVII defensor del diálogo entre la fe cristiana y la nueva ciencia-.


También los estoicos cuestionaron el pensamiento de Epicuro. Para ellos, el epicureísmo representaba una doctrina peligrosa y equivocada. La principal crítica es que los epicúreos reducían la felicidad al placer, mientras que los estoicos señalaban como único bien verdadero a la virtud.

Tanto Epicuro, como los estoicos, buscaban la serenidad, pero a través de caminos muy diferentes: Epicuro proponía alcanzar la ataraxia -serenidad de espíritu- mediante la satisfacción moderada de los deseos naturales y la eliminación de los miedos. Su método era terapéutico y centrado en el individuo y en la amistad. Los estoicos, en cambio, defendían la conformidad absoluta con la razón cósmica (el logos), aceptando con ecuanimidad el destino. Para ellos, la virtud, y no el placer, era suficiente para la felicidad.

Como vemos, hay una diferencia radical: el estoico soporta el dolor como algo inevitable, mientras que Epicuro busca evitarlo cultivando la prudencia. El primero se somete al orden cósmico, el segundo lo relativiza en favor de la libertad interior.

En resumen, los estoicos veían en el epicureísmo un camino de comodidad y de evasión, muy diferente de su ideal de virtud y fortaleza. Para ellos, el epicúreo era alguien que huía de las dificultades en lugar de afrontarlas con valor.


En la actualidad, el mensaje epicúreo sigue siendo incomprendido y desconocido, especialmente por una buena parte de la sociedad que se rige por la lógica del consumo ilimitado, de la productividad constante y por la acumulación de bienes.

El neoliberalismo actual convierte el placer en mero consumo y transforma el deseo en algo perpetuo e insaciable. La publicidad se encarga de crear nuestras necesidades artificiales y vincular la felicidad al éxito económico, o a la posesión de bienes de todo tipo. Desde esta lógica, el epicureísmo aparece como una filosofía extraña, casi subversiva: propone contentarse sólo con lo que nos es suficiente para llevar una vida serena, rechazar los vanos deseos y valorar más la amistad que la riqueza.

En ese contexto, Epicuro, leído hoy, puede entenderse como una voz crítica con el capitalismo tardío: frente al hiperconsumo, propone sobriedad; distinguir lo necesario de lo superfluo para liberarnos de la esclavitud de un deseo ilimitado; frente al individualismo competitivo, propone la amistad: cultivar vínculos auténticos que puedan proporcionar seguridad y alegría. Así lo expresaba Epicuro en las Máximas Capitales: De entre los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de toda la vida, el mayor con mucho es la amistad; por último, frente a la obsesión por la prolongación de la vida -una preocupación muy extendida en nuestro tiempo- la propuesta de los epicúreos era aceptar la muerte sin miedo y vivir con serenidad.

El valor actual del epicureísmo reside en que se enfrenta a una sociedad que contradice abiertamente sus principios: la sociedad del exceso, del miedo y de la competitividad. Pero la incomprensión de Epicuro y su doctrina es, al mismo tiempo, una prueba de su vigencia.

Leer y redescubrir a Epicuro significa entender que la felicidad no está en la acumulación ni en el poder, sino en una forma de vivir con sencillez, cultivando la amistad y la libertad interior. Epicuro no es un filósofo del libertinaje, sino del equilibrio; no lo es de la abundancia, sino de la suficiencia. Su propuesta es una filosofía sencilla que trata de curar el alma tanto de las falsas necesidades como de los miedos irracionales. Así debe ser entendida, frente al malestar contemporáneo.

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