Las contradicciones del capitalismo según Marx

Karl Marx (1818-1883) analizó el capitalismo no solo como un sistema económico, sino como una forma histórica de organización social atravesada por tensiones internas. Su obra El Capital (1867) y otros textos ofrecen una crítica radical que identifica al capitalismo como un sistema dinámico y revolucionario, pero al mismo tiempo autodestructivo. Para Marx, las contradicciones no son accidentes del capitalismo, sino el motor de su propio desarrollo y, en última instancia, la causa de su crisis.


Karl Marx no escribió sobre un capitalismo estático o muerto, sino sobre uno en plena expansión. En El Capital (1867), su gran obra, describió un sistema que revolucionaba la sociedad como nunca antes: fabricaba riquezas, transformaba paisajes, multiplicaba mercancías, conectaba al mundo. Pero también detectó que ese sistema portaba en sí mismo la semilla de sus propias limitaciones y contradicciones.

El capitalismo, decía, no es estable ni armónico: vive de tensiones, de desequilibrios y de contradicciones internas que no se resuelven, sino que se intensifican. Todo esto hace que el capitalismo se vea impulsado hacia adelante pero, a la vez, sea puesto en crisis.

Más de siglo y medio después, las contradicciones no solo siguen ahí, sino que se han hecho más visibles: la desigualdad global, las crisis financieras, la precariedad laboral o la crisis climática, confirman que Marx no describía algo casual o accidental, sino la lógica interna del sistema.

Vamos a repasar con mucha brevedad las principales contradicciones que Marx señaló como inherentes al capitalismo.


En primer lugar, según Marx, el capitalismo socializa la producción. Esto quiere decir que, en el sistema capitalista, la producción ya no es el resultado del trabajo de un artesano o de un campesino, sino que es fruto de la cooperación de miles de trabajadores.

En efecto, la división del trabajo en las fábricas, la utilización de la maquinaria y la interdependencia entre los distintos sectores y zonas o países productivas, hacen que la producción sea un proceso complejo y, cada vez, más globalizado.

Sin embargo, pese que se trata de un proceso que está sostenido por la cooperación de miles de obreros, la producción final no pertenece a aquellos que la generan, sino a los capitalistas, que son los propietarios de los medios de producción (maquinaria, tierras, fábricas, tecnología, etcétera).

Esa es una de las contradicciones señaladas por Marx: la producción tiene, en la práctica, un carácter social, pero los resultados de dicha producción son privados. O, dicho de otra forma, el sistema capitalista se nutre de millones de trabajadores que participan en cadenas de producción globales -desde minas en África hasta fábricas en Asia y oficinas en Europa y América-, pero el beneficio se concentra en unos pocos: en los dueños del capital.

La consecuencia de esta contradicción es que se crea y se mantiene una desigualdad estructural: las masas de trabajadores dependen de su salario para sobrevivir, mientras que una minoría acumula la riqueza y controla las condiciones de trabajo y de vida de la mayoría.

En opinión de Marx, esta contradicción no puede perpetuarse indefinidamente en el tiempo. El propio desarrollo del sistema capitalista, al intensificar la concentración de riqueza y la explotación del trabajo, genera crisis económicas recurrentes y conflictos sociales cada vez más agudos. Como el propio Marx señala:

“La producción capitalista produce, con la necesidad de un proceso natural, su propia negación” (El Capital, I).

Estas tensiones no son accidentales, sino que forman parte del funcionamiento interno del sistema y, por ello, abren la posibilidad de su superación histórica. En esa perspectiva, el socialismo aparece como la alternativa destinada a resolver la contradicción fundamental del sistema: que una producción que se organiza y desarrolla colectivamente, encuentre su correspondencia en una forma de apropiación igualmente colectiva y no en la apropiación privada que llevan a cabo los capitalistas. Se trataría, por tanto, de sustituir la apropiación privada por la propiedad común o social de los medios de producción, de modo que el fruto del trabajo compartido beneficie a la comunidad en su conjunto y no a una minoría privilegiada.

En otras palabras, cuanto más se desarrolla la cooperación social, más evidente se hace la injusticia de que la riqueza sea apropiada por unos pocos. Todavía hoy, esto se sigue viendo con claridad: el informe de Oxfam (2024) señalaba que el 1 % más rico, posee una riqueza superior al 66 % más pobre del planeta. Es decir: una minoría concentra los frutos de un trabajo que es global y colectivo; el capitalismo socializa el esfuerzo, pero privatiza el beneficio.


En segundo lugar, el capitalismo impulsa la innovación, la productividad y la acumulación sin fin. Pero los salarios de los trabajadores que son, a la vez. consumidores, tienden a mantenerse bajos para maximizar la ganancia. Esto genera crisis de sobreproducción: mercancías abundantes que no encuentran compradores. Marx lo resume así:

“La última causa de todas las crisis reales sigue siendo siempre la pobreza y el consumo restringido de las masas, frente a la tendencia de la producción capitalista a desarrollar las fuerzas productivas como si sólo existiera la capacidad absoluta de consumo de la sociedad” (El Capital, III, cap. 30).

La crisis de 2008 es un ejemplo contemporáneo de esta contradicción señalada por Marx: durante años, se fabricaron viviendas y se impulsó la concesión masiva de créditos hipotecarios, muy por encima de la capacidad real de los salarios. La burbuja inmobiliaria estalló, evidenciando la contradicción con toda su crudeza: una abundancia de mercancías -en este caso de casas y de productos financieros- frente a una escasez de compradores efectivos.

Sin embargo, el capitalismo no es capaz de resolver esa contradicción. Lo que hace es crear consumidores artificiales, recurriendo al crédito y a la deuda, para que puedan gastar por encima de sus posibilidades reales. Pero eso no elimina la crisis, sólo la desplaza hacia adelante, trasladando al futuro el estallido de nuevas crisis periódicas.

¿Quién paga el coste de estas crisis de sobreproducción? Fundamentalmente, los trabajadores -asalariados o autónomos- y las clases medias: pérdida de empleos, reducción de salarios, desahucios, recortes sociales y condiciones de vida más precarias. Mientras tanto, el capital financiero y las élites económicas, responsables en buena parte del origen de la crisis, suelen recibir ayudas públicas y rescates estatales que trasladan dicha carga a la sociedad en su conjunto, a través de deuda pública e impuestos.

Un ejemplo paradigmático fue el rescate del sector bancario español, responsable en gran medida de la burbuja inmobiliaria al conceder créditos hipotecarios masivos sin garantías sólidas. Tras el estallido, las entidades que estaban en riesgo recibieron un apoyo financiero decisivo: en 2012, la Unión Europea autorizó un préstamo de hasta 100.000 millones de euros, de los cuales se utilizaron finalmente unos 41.300 millones a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE). Sin embargo, si se tienen en cuenta todas las inyecciones de capital procedentes del Estado, gestionadas por el FROB y otros mecanismos, y se descuenta lo recuperado posteriormente, el coste neto para las arcas públicas asciende a unos 60.000 millones de euros, utilizados para salvar a las entidades en riesgo, especialmente cajas de ahorro.

La enorme factura de 60.000 millones supuso, en la práctica, trasladar a toda la sociedad unas pérdidas de carácter privado, mediante el endeudamiento público y recortes en prestaciones sociales como sanidad, educación y otros servicios sociales. Mientras tanto, las entidades rescatadas acabaron en fusiones o privatizadas y sus directivos prácticamente no asumieron ningún tipo de responsabilidad.

En conclusión, crisis como esta, no solo confirman las contradicciones estructurales del sistema capitalista, sino que también revelan que sus costes se socializan hacia abajo, cosa que no ocurre con los beneficios que permanecen arriba, en manos de la élite económica o financiera.


En tercer lugar, en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Marx expresa la idea de la alienación del trabajo, que fue el núcleo de su crítica inicial al capitalismo.

De nuevo, Marx, se refiere a otra contradicción inherente al sistema capitalista: el trabajo es una actividad en la que el ser humano debería realizarse como un ser libre y creador. Sin embargo, bajo el sistema capitalista ocurre algo muy distinto: el obrero no se ve reconocido en aquello que produce, puesto que el producto no le pertenece, al ser apropiado por el capitalista. A medida que su trabajo genera las diferentes mercancías, él mismo se siente vacío al comprobar cómo el fruto de su trabajo pasa a ser propiedad de otro (de ahí la idea de alienación).

«El obrero se convierte tanto más pobre cuanto más riqueza produce» (Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844).

Marx distingue varias facetas en el fenómeno de la alienación. En primer lugar, la alienación del producto, porque lo que el obrero fabrica le es ajeno, al pertenecer al capital; En segundo lugar, la alienación del proceso de trabajo: el obrero no puede controlar su actividad, pues está subordinada a la lógica de maximizar la ganancia; En tercer lugar, la alienación de la propia esencia humana: la actividad de trabajo, que debería ser creativa y libre, se degrada y se convierte en una mera repetición mecánica; por último, la alienación respecto a los demás: las relaciones humanas se ven afectadas y condicionadas por el mercado, se cosifican y se reducen a vínculos de carácter instrumental.

Por tanto, la alienación que denuncia Marx no es sólo una contradicción de naturaleza económica, sino también antropológica y existencial, porque afecta a aquello que somos, en tanto que seres humanos. El trabajo, en lugar de ser una actividad de realización personal, se convierte en «negación de la humanidad del trabajador». Dicho de otra forma, el ser humano, cuya esencia es la actividad creativa, queda reducido a ser un engranaje más de una máquina. Por ello, Marx considera que el capitalismo no solo produce desigualdad material, sino que es también una forma de des-humanización estructural.

Hoy día, hay numerosas actividades donde se pone de manifiesto la alienación que siente el trabajador, especialmente cuando su trabajo se limita a repetir guiones preestablecidos, que se llevan a cabo bajo estrictos controles de productividad. La persona no se siente realizada en aquello que hace, sino que siente que su tiempo, su voz y su actividad, son «propiedad» de la empresa y están dirigidos por ella. Así ocurre, por ejemplo, en los «call centers», en los empleos repetitivos, en la producción en cadena, etcétera. Todo ello es un ejemplo claro de cómo el trabajador no desarrolla su potencial creativo y queda reducido a mero instrumento al servicio del beneficio ajeno.


Otro aspecto importante, que en la época de Marx no siempre se destacó, pero que él también advirtió, es que el capitalismo no sólo explota y aliena al trabajador, sino que rompe el equilibrio entre el ser humano y la naturaleza.

Cuando Marx analiza la agricultura capitalista, se da cuenta de que el traslado de alimentos y productos del campo a la ciudad, sin el retorno al suelo, agotaba la tierra y creaba una ruptura en el ciclo natural. A esa ruptura la denominó metabolic rift -ruptura metabólica-, concepto que ha sido tomado y desarrollado por otros pensadores marxistas ecológicos contemporáneos.

Marx caracterizó al capitalismo con un afán ilimitado de extracción, producción y acumulación que considera que la naturaleza es una fuente inagotable de recursos. El capitalismo irrumpe en los procesos que sostienen la vida y genera unos desequilibrios profundos: deforestación, destrucción de biodiversidad, contaminación, cambio climático…

En este sentido, la crítica de Marx adquiere hoy día una especial vigencia puesto que ya puso de manifiesto que el capitalismo pone en peligro las condiciones naturales que hacen posible la existencia humana. Hoy lo llamamos crisis climática: incendios, huracanes, deshielos, migraciones forzadas son consecuencias de un modelo económico que no reconoce límites. El capitalismo se presenta como progreso, pero, en realidad, es un sistema que se muestra contradictorio con respecto a sus propias condiciones de existencia: destruye el planeta que lo sostiene.

Esta es, por tanto, una nueva contradicción del sistema que ya no está en el plano social o económico, sino también en el plano ecológico y en el de la propia civilización humana: no se puede crecer infinitamente, en un mundo finito.


Todas las tensiones que hemos señalado —la explotación del trabajo, la alienación, la apropiación privada de la riqueza colectiva y la fractura con la naturaleza— convergen en un punto fundamental en el pensamiento de Karl Marx: la lucha de clases.

En efecto, el antagonismo fundamental del capitalismo se manifiesta entre dos polos muy definidos: la burguesía, propietaria de los medios de producción y principal beneficiaria de las plusvalías, y el proletariado, clase desposeída de propiedad y que está obligada a vender su fuerza de trabajo como única forma de sobrevivir.

No se trata, por lo tanto, ante un antagonismo accidental o circunstancial, sino de una contradicción inherente al propio funcionamiento del sistema. De ahí, su célebre afirmación:

“La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases” (Marx y Engels, Manifiesto Comunista, 1848/1972).

En este contexto, la lucha de clases es el motor de la historia, según Marx. Las sociedades avanzan mediante el choque entre las clases dominantes, que buscan perpetuar su poder, y las clases dominadas, que luchan por su emancipación.

El pensamiento de Marx se extiende más allá: con el tiempo esta contradicción, puesta de manifiesto a través de la lucha de clases, conduciría a la superación del propio capitalismo y a la construcción de una sociedad comunista en la que la propiedad de los medios de producción sería común y desaparecería la explotación del hombre por el hombre.

Como vemos, la lucha de clases es, para Marx, mucho más que episodios históricos: es la clave a través de la cual se explica la dinámica de la propia historia y la condición que puede hacer posible un futuro distinto.


Hasta aquí, hemos ofrecido unas breves notas de las contradicciones principales que Marx encontró en el sistema capitalista y que le llevaron a la construcción de ideal teórico. Sin embargo, es preciso distinguir ese ideal teórico de lo que se intentó construir en el siglo XX bajo el nombre de comunismo y que resultó ser un fracaso, debido a múltiples condiciones y factores que no vamos a desarrollar ahora. Marx imaginó una sociedad libre de explotación, pero lo que se llevó a cabo fueron versiones autoritarias y distorsionadas de su idea.

Para concluir, podría decirse que las contradicciones del capitalismo señaladas por Marx siguen siendo visibles: desigualdad creciente, crisis económicas recurrentes, alienación laboral y devastación ambiental. El capitalismo ha demostrado una enorme capacidad de adaptación, pero la crítica de Marx mantiene todavía plena vigencia cuando señala que el sistema porta en sí mismo unas limitaciones que lo convierten en una etapa histórica caracterizada por tensiones que, tarde o temprano, forzarán nuevas transformaciones profundas.

La gran pregunta es si este sistema puede sostenerse indefinidamente entre la tensión que está presente entre sus excesos y sus límites: ¿puede haber armonía donde reina la desmesura? Marx pensaba que no. Tal vez, más de siglo y medio después, debamos volver a escuchar su advertencia: el capitalismo, al crear sus propias contradicciones, prepara también su final.

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