Schopenhauer: la voluntad

Nos aproximamos hoy, con brevedad, al núcleo del pensamiento de Arthur Schopenhauer (1788-1860), una de las figuras más singulares de la filosofía moderna.

Su obra, especialmente “El mundo como voluntad y representación” (1818), supone una ruptura profunda con la tradición racionalista occidental y marcó un nuevo giro en la historia del pensamiento. En ella, sitúa en el centro de la realidad, no a la razón, sino a una fuerza irracional, ciega e infinita a la que él llama: la voluntad (Wille).

Schopenhauer inauguró una nueva forma de pensar el mundo y la condición humana. Su filosofía es profundamente pesimista y a la vez sorprendentemente lúcida, pero continúa siendo una referencia imprescindible para comprender el malestar moderno, la naturaleza del sufrimiento y la búsqueda de sentido en un universo que actúa de manera indiferente.


Schopenhauer se consideraba heredero directo de la filosofía de Immanuel Kant, al cual admiraba realmente. De Kant toma la distinción fundamental entre el fenómeno y la cosa en sí: Kant llama fenómeno a lo que se nos presenta en nuestra experiencia. Es decir, es el mundo tal y como lo percibimos a través de nuestros sentidos y de nuestras estructuras mentales. Pero más allá de esta percepción de los fenómenos se encuentra la realidad última, las cosas en sí mismas, que son independientes del sujeto y a las que no podemos conocer tal y como realmente son. En suma, según Kant, lo único que podemos conocer, no son las cosas tal y como son en sí mismas, sino solamente cómo esas cosas se aparecen ante nosotros.

Ahora bien, si Kant mantiene que la cosa en sí es incognoscible, Schopenhauer se distancia de él y propone que sí es posible acceder a las cosas en sí, aunque de un modo que no es racional, sino indirecto, intuitivo e interior. Es decir, tenemos acceso a la cosa en sí desde dentro de nosotros mismos.

Conviene aclarar un poco esto último:

Para Schopenahuer, nosotros no percibimos el mundo solamente como una representación de la realidad, sino que también lo sentimos dentro de nosotros mismos como un impulso, como el deseo de querer vivir. Esa fuerza o vivencia subjetiva -interior- es la que nos permite conocer lo que en realidad somos, y, dicha fuerza, no es algo ideal o racional: es lo que Schopenhauer llama «voluntad». Por tanto, sí tenemos acceso a la cosa en sí desde dentro de nosotros mismos. Pero como yo mismo soy parte del mundo, lo que descubro en mi interior debe ser también la esencia del mundo entero: por analogía, puedo inferir que lo que en mí se manifiesta como voluntad, es también lo que se manifiesta en todo lo existente.

Hay que entender que esta «analogía» no es algo que deducimos científicamente ni que podemos demostrar por medio de la lógica. Schopenhauer no dice que observamos la cosa en sí de manera directa, sino que la inferimos por analogía a partir de nuestra propia experiencia interior. En suma, podemos acceder a la cosa en sí a través de un conocimiento profundo que nos permite penetrar más allá de la apariencia y comprender el mundo en su núcleo más esencial. Y en ese núcleo esencial es donde reside la voluntad.

Para nuestro filósofo, la voluntad no debe entenderse en su sentido habitual —como la facultad consciente de elegir y decidir—, sino como un impulso originario, eterno e inagotable, que es completamente ajeno a la razón, a los fines y a cualquier propósito trascendente. Se trata de un principio fundamental que atraviesa y se manifiesta en todos los niveles de la realidad natural, desde lo más elemental hasta las formas más complejas de la existencia.

En efecto, Schopenahuer explica que ese principio –la voluntad– no sólo está presente en el ser humano, como fuerza consciente, deseos complejos, pasiones y aspiraciones, sino también en el resto de seres vivos, donde se manifiesta como instinto, crecimiento, deseo y lucha por la existencia; e, incluso en la materia inerte, donde se presenta como fuerza física -gravedad, atracción o repulsión-.

De esa manera, Schopenhauer concibe el universo como un gran conjunto impulsado por una «voluntad universal» que no tiene fin: la realidad última no es materia, ni razón, ni Dios, sino que su esencia está constituida por esa fuerza inagotable, que está en el origen de todo lo que existe.

En la tradición filosófica y religiosa, se ha pensado que el universo obedece a un propósito, que hay un Dios, una inteligencia cósmica nous, o una causa final que da sentido y finalidad a la creación. Pero Schopenhauer rompe con todo eso. Para él no hay ningún plan divino ni un fin moral detrás del mundo; la naturaleza no pretende nada, ni busca un objetivo concreto; el universo no está hecho o «creado» para el Ser Humano, ni éste tiene un destino que cumplir. Todo lo que existe -desde una piedra hasta el ser humano, desde una célula hasta una galaxia- no responde a ningún propósito exterior, sino que surge como expresión de esa voluntad que no pretende otra cosa que manifestarse. La existencia no tiene metas: es un puro devenir; un puro impulso de ser, que no tiene que responder a un «por qué«.

Antes de Schopenhauer, filósofos como Aristóteles concebían el cosmos como algo ordenado y dirigido hacia un fin (telos); el cristianismo, por su parte, entendía el mundo como creación de Dios de acuerdo con un plan divino y la historia humana como un proceso cuyo fin era la salvación. Pero, para Schopenhabuer, el universo no sirve para nada, no tiene finalidad alguna, simplemente existe. La naturaleza carece de criterios éticos: no es moral ni inmoral. Este es el sentido en el que Schopenhauer entiende la indiferencia del universo: ni la virtud garantiza la felicidad, ni el sufrimiento implica culpa alguna.

Esta visión puede parecer trágica, pero también es, de alguna forma, liberadora: si no hay un sentido que venga impuesto desde fuera, somos nosotros mismos los que debemos decidir cómo vivir, qué valores crear y cómo enfrentarnos al propio hecho de existir en un universo que, simplemente, nos ignora.


La fuerza a la que Schopenhauer llama voluntad, no necesita para actuar nada que esté más allá de sí misma. No busca llegar a un estado de perfección o de salvación. Su esencia consiste, simplemente, en desear, en afirmarse y en seguir existiendo. Esa fuerza incesante explica el carácter trágico de la vida: el deseo nunca cesa, la satisfacción nunca es definitiva, el mundo está inmerso en un ciclo sin final de generación y destrucción. La existencia no tiene un propósito, pero no por ello deja de desplegarse de manera infinita.

Aunque la voluntad, como venimos diciendo, es la esencia última de la realidad, lo que nosotros experimentamos no es esa voluntad, sino sus apariencias. Es decir, el mundo de los fenómenos. Y ese mundo fenoménico constituye una representación (Vorstellung): una construcción de la mente humana que organiza las percepciones bajo las formas del espacio, el tiempo y la causalidad.

En este punto, Schopenhauer se aproxima mucho a ciertas enseñanzas filosóficas de la India, especialmente a la idea de māyā: el mundo que percibimos es una ilusión, no porque sea falso, sino porque oculta la verdad profunda que hay tras él. Es decir, tras la multiplicidad aparente de los fenómenos, hay una única realidad: la voluntad.


El descubrimiento de la voluntad como esencia del mundo, llevará a Schopenhauer a una de sus conclusiones más célebres y radicales: el pesimismo metafísico.

Schopenhauer considera que la existencia se caracteriza por el sufrimiento. ¿Por qué? Porque el deseo nunca se satisface de manera definitiva; cada meta que se alcanza da lugar a un nuevo anhelo y la vida oscila siempre entre el aburrimiento de la satisfacción y el dolor de la carencia. Dado que la voluntad nunca se satisface, el mundo entero está condenado a una dinámica perpetua de deseo e insatisfacción. Todo deseo implica carencia y la carencia es sufrimiento. De manera muy simplificada, podemos explicarlo, aproximadamente, de esta manera: cuando deseamos algo, sufrimos por no tenerlo; si lo conseguiros, el placer es breve y pronto da lugar a un nuevo deseo; el ciclo vuelve a comenzar. En definitiva, la conclusión es que el pesimismo de Schopenhauer queda justificado porque el deseo es infinito, pero la satisfacción es siempre temporal.

Como vemos, el pesimismo de Schopenhauer surge como una consecuencia lógica de su pensamiento filosófico. No se trata de una actitud personal ni de un estado emocional negativo. Él no elige ser pesimista, pero su visión del universo impone el pesimismo como única conclusión coherente.

Si la vida está impulsada por una voluntad que es insaciable, si el deseo genera insatisfacción y si toda existencia implica lucha, entonces Schopenhauer considera que es imposible un estado duradero de felicidad. Lo máximo que podemos alcanzar son breves momentos de placer o de ausencia temporal de dolor, pero, incluso, cuando todo parece ir bien, aparece la muerte como destino inevitable de la existencia.

La cuestión que se plantea Schopenhauer, llegado a este punto, es cómo salir de todo ese pesimismo. Y, para ello, nos propone como única salida la liberación de todo ese querer que impone la voluntad. Según él, tanto el arte como la contemplación estética nos liberan momentáneamente del deseo; es como si lo dejasen temporalmente en suspenso. Por otra parte, la compasión nos conecta con el sufrimiento de los otros y alivia la crueldad y la infelicidad del mundo. Por último, la renuncia voluntaria a los impulsos, es decir, adoptar una actitud ascética, puede llevarnos a la negación de la voluntad y, con ello, a la liberación del ciclo del dolor.


El pensamiento de Schopenhauer muestra una gran validez en el momento actual, más incluso que en su propia época.

La ciencia contemporánea confirma lo que el filósofo ya intuía en el siglo XIX: el universo no tiene propósito alguno. El cosmos se concibe hoy día como indiferente, sin plan ni finalidad, que surgió por procesos naturales y que seguirá su curso sin atender a nuestras súplicas, esperanzas o valores humano. Esto fue una idea escandalosa en tiempo de Schopenhauer, pero hoy forma parte de nuestra conciencia colectiva.

Las narrativas religiosas han perdido fuerza y la intuición de Schopenhauer de considerar sin sentido la existencia adquiere un mayor valor explicativo: nos obliga a afrontar la vida sin el consuelo trascendente de tener como premio la salvación eterna. Ahí está el desafío del hombre contemporáneo.

Por otra parte, él hablaba de la voluntad como una fuerza permanentemente insatisfecha que nos arrastra sin descanso hacia deseos inagotables -porque cuando se alcanza uno de ellos, surge otro distinto-. ¿Acaso nuestra sociedad, dominada por el crecimiento insaciable no confirma ese diagnóstico? El deseo sin fin se ha convertido en el motor de nuestro sistema económico e, incluso, está presente en nuestras experiencias cotidianas.

También su ética, basada en la compasión, resulta especialmente valiosa hoy. En un mundo fragmentado e individualista, reconocer en el otro todo aquello que a nosotros mismos también nos afecta, el mismo sufrimiento, es el fundamento de una ética verdaderamente humana y universal. La compasión, tal y como la entiende Schopenhauer, no es sentimentalismo, sino una forma de resistencia ante la lógica del egoísmo y la indiferencia.

Su concepción del arte y de la contemplación estética son también aspectos muy actuales. Vivimos saturados de estímulos, espoleados por objetivos de productividad y rendimiento y, como decía él, el arte y la experiencia estética pueden sacarnos de ese flujo y contemplar la belleza sin ningún tipo de anhelo ni propósito.

Schopenhauer también advertía que la técnica y el conocimiento no eliminan el sufrimiento, sino que con frecuencia lo potencian. Esto resulta hoy más pertinente que nunca: su pensamiento es un recordatorio de que el bienestar material no alcanza para llenar el vacío existencial del hombre contemporáneo.

Lo que, para concluir, propone esta entrada del blog es reflexionar sobre las líneas centrales del pensamiento de Schopenhauer porque añaden nuevas perspectivas para una mejor comprensión de nuestro tiempo. Él nos propuso una forma honesta y profunda de sabiduría: la que no busca negar el dolor, sino transformarlo en conocimiento, ética, meditación y, quizás, serenidad contemplativa…

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