Estados Unidos está llevando a cabo ataques contra las llamadas “narcolanchas” en aguas del Caribe y del Pacífico latinoamericano. No se trata de una simple operación de seguridad marítima, sino un acto de poder unilateral; una demostración de fuerza que roza la impunidad internacional. Bajo el pretexto de “combatir el narcotráfico”, Trump se ha arrogado el derecho de ejecutar sumariamente embarcaciones sospechosas, sin ningún tipo de juicio, sin pruebas y, sobre todo, sin respeto que valga a la soberanía de otros países.
Esas acciones no son acciones de justicia: es el «modus operandi» del puro imperialismo que, bajo la apariencia de operar contra el crimen, esconde una estrategia de intimidación y de dominación política. El problema del narcotráfico no se resuelve bombardeando lanchas, ni matando pescadores pobres que transportan droga para sobrevivir. Esas operaciones no persiguen la justicia, sino la puesta en escena de la superioridad militar estadounidense. Son el reflejo de una política exterior que sustituye la diplomacia por los ataques con misiles y el derecho internacional por los instintos de un matón.
Tomarse la justicia por su mano —aunque lo haga una superpotencia— sigue siendo un crimen. Nadie ha concedido a Estados Unidos -ni a ningún otro Estado- el monopolio moral de decidir quién vive o quién muere en aguas internacionales. Esas acciones no solo violan la soberanía de los países latinoamericanos, sino que además alimentan el resentimiento, el anti-americanismo y la desesperanza en una región ya de por sí muy castigada por décadas de intervención, desigualdad y miseria.
Cada lancha destruida simboliza la impotencia, la incapacidad o la nula voluntad política de afrontar las verdaderas causas del narcotráfico: la pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción, los consumos masivos -en el propio Estados Unidos- y la hipocresía del sistema financiero que lava el dinero sucio. Washington prefiere disparar antes que mirarse al espejo. Prefiere destruir las consecuencias antes que asumir la responsabilidad que EEUU tiene en las causas. De hecho, hay varios informes y estudios que señalan a los Estados Unidos como el país con más consumo de drogas en términos de volumen total y también con un alto ratio de consumo per/capita.
La llamada “guerra contra las drogas” lleva medio siglo fracasando. Desde América Latina hasta Asia, esa guerra ha servido de coartada para justificar intervenciones militares, el control social y la represión política. Los gobiernos ha llenado las cárceles de campesinos, de jóvenes y de consumidores, mientras los verdaderos beneficiarios -los grandes carteles, las élites financieras y las redes de poder- siguen acumulando riqueza con ese negocio y los flujos de cocaína, fentanilo y de armas no han parado de crecer.
Con la excusa de instaurar o de mantener un determinado orden, se han sostenido dictaduras y se ha legitimado la violencia estatal. Pero las cifras son elocuentes: nunca hubo tanta droga en circulación, tanto lavado de dinero, ni tantas armas en manos del crimen organizado. Aquí no se está llevando a cabo una guerra justa contra las drogas –algo que sería del todo deseable-, sino una guerra que busca mantener la desigualdad; es una guerra contra los pobres y contra todo aquello que el sistema imperial desprecia y quiere mantener en la marginalidad. El resultado es un castigo atroz para aquellos que más sufren la miseria, en lugar de combatir las causas que la producen.
La justicia internacional no puede ser un privilegio reservado a los poderosos. Si el mundo acepta que un país pueda ejecutar unilateralmente operaciones letales sin rendir cuentas, estará admitiendo que el derecho internacional ha muerto y que la fuerza militar puede usarse impunemente. Lo que hoy son narcolanchas, mañana pueden ser pesqueros, o barcos civiles, o cualquier objetivo que convenga al guion y a los intereses de una potencia militar como los Estados Unidos.
Estados Unidos se toma la justicia por su mano, erigiéndose en juez y verdugo del mundo. Con cada ataque reafirma su vieja doctrina: la ley es un instrumento que se puede imponer a los demás, pero del que se exime a sí mismo. Estas intervenciones asesinas se presentan como una defensa de la libertad o de la seguridad global, pero realmente responden a los intereses geopolíticos y económicos de los EEUU. No obstante, en esta actitud arrogante siempre se esconde una trampa histórica: todo imperio que ha confundido la justicia con el castigo y el orden con la dominación, acaba siendo devorado por la misma violencia que desencadena.
Tal vez se pueda argumentar y debatir que estas operaciones contra el narcotráfico se justifican por el hecho de que «salvan las vidas» de los potenciales consumidores, al impedir que la droga llegue a las poblaciones. Pero la evidencia muestra que ese objetivo -lícito- no se cumple con este tipo de acciones, que se sitúan fuera del orden jurídico internacional.
Los países que más han utilizado al ejército contra la droga -como México, Colombia o los EEUU– no han logrado reducir ni el consumo ni la oferta. Al contrario, el mercado se ha diversificado y los carteles, tras estos ataques, son capaces de reorganizarse con rapidez.
Además, la represión suele cebarse en los eslabones más débiles de ese negocio infernal: los campesinos, los pescadores, los jóvenes o los pobres, mientras las redes financieras y los grandes intermediarios permanecen impunes. En ese contexto, no se salvan vidas: se sustituyen unas por otras; se destruye un barco, pero detrás habrá otra lancha, otro chico, otro pueblo que es empujado a lo mismo por la miseria.
Cada lancha destruida no elimina el problema sino que reafirma la jerarquía de los poderosos. Bajo el falso discurso de la «seguridad«, la guerra contra las drogas, llevada a cabo de esta manera, se convierte en un acto supremacista, donde unos pueblos se arrogan el derecho de castigar a otros en nombre de una moral que ellos mismos violan. Es la misma lógica colonial que, hoy día, se reedita, pero cuenta a su servicio con una tecnología militar muy avanzada que es utilizada por los poderosos para imponer cómo deben vivir los débiles.
La verdadera prevención no pasa por estos ataques a las lanchas con misiles, sino por la educación, la salud mental, el empleo digno y políticas públicas que rompan el círculo de la pobreza y la adicción. En definitiva, pasa por tener conciencia. Sin eso, la “guerra contra las drogas” seguirá siendo una guerra contra seres humanos pobres y débiles, una afrenta al sentido de la justicia y una negación de la vida que se dice se va a proteger.
Trump da órdenes de disparar, sin mostrar interés alguno en comprender los verdaderos factores que alimentan el problema internacional de la droga. Eso no es justicia, ni defensa de la vida. Es un vacío moral.
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