La ruptura del mundo común. Entrevista a Martínez-Bascuñán en Ethic

Máriam Martínez-Bascuñán, es profesora de Teoría Política en la Universidad Autónoma de Madrid y una estudiosa de la filósofa Hannah Arendt, de la cual parte para reflexionar acerca del reto que tienen las democracias actuales ante los desafíos de la posverdad y de la credibilidad.

Ethicrevista sobre pensamiento, sostenibilidad, cultura y ética pública– publica en este mes de noviembre una entrevista con esta profesora madrileña, que nos deja un diagnóstico claro y desolador: no discutimos sobre la verdad, sino que lo hacemos desde mundos distintos. Y lo que ocurre cuando no compartimos «mundo» es que lo que desaparece no es la política, sino la posibilidad misma de que exista política.

Vamos a exponer algunas de las reflexiones derivadas de las afirmaciones más esenciales que Martínez-Bascuñán realiza en dicha entrevista, cuya lectura es muy recomendable.


La reflexión inicial es que el mundo común se ha resquebrajado. Es decir, se está rompiendo el espacio compartido, desde el cual es posible la discrepancia, y se sustituye por realidades que son incompatibles entre sí: cada cual permanece encerrado en su propia burbuja, en su «tribu», en su algoritmo y en esa situación el diálogo es imposible: no se produce el debate sino una mera suma de monólogos. El pensador francés Paul Ricoeur hablaba de «conflicto de las interpretaciones«, pero incluso ese conflicto presupone un suelo compartido. Hoy, ese suelo se hunde. No hay interpretación -hermenéutica- posible, ni tampoco pluralidad, si no se establece una realidad común sobre la cual construir el debate público, desde la legítima discrepancia.

No se trata de que los dirigentes políticos mientan más que antes -la mentira política es tan antigua como la política misma- sino que cada grupo o facción vive su propio relato, su propio «mundo«. Es una situación típica en las sociedades muy polarizadas en las que proliferan las burbujas informativas, los discursos enfrentados y percepciones que son incompatibles.

Perder el mundo común debe ser entendido, según Arendt, como una amenaza pública, porque supone la pérdida del espacio donde los ciudadanos pueden encontrarse, dialogar, actuar, etcétera.

En España, por ejemplo, cada bloque político edifica y vive en su propio sistema mediático. No se comparten las causas de los problemas, ni se llega a un diagnóstico común. Nada es visto con neutralidad puesto que cada institución –Congreso, Justicia, Gobierno, oposición, medios…– se percibe como algo capturado por un determinado bando. De esa manera, debates recientes como la amnistía, la independencia judicial, los escándalos por corrupción, los pactos territoriales, etcétera, no se afrontan desde los hechos, sino desde narrativas que son excluyentes entre sí. Por tanto, cada bando erige su propio «cosmos», completo y autosuficiente, impermeable a cualquier hecho que lo contradiga y ve al otro “bando” como una amenaza existencial, lo cual bloquea cualquier posibilidad de conformar un suelo común desde el que se pueda discutir con serenidad. Como diría Sloterdijk -filósofo contemporáneo alemán-, cada uno respira el aire de su propia burbuja, su propia atmósfera, su verdad emocional, sin contacto ni fricción, sin alteridad. Es como si no habitáramos el mismo mundo…

En definitiva, en la disputa política ha dejado de importar la verdad de los hechos, sino que se persigue la imposición de realidades incompatibles. Cada bando la suya propia.

En este contexto, la mentira deja de tener una significación moral, para convertirse en mera herramienta de estrategia: es un modo de fabricar identidades. Los populismos son los que mejor han entendido esta nueva situación. Ellos no buscan la persuasión, sino la adhesión emocional, puesto que la emoción tiene más peso que el argumento y el resentimiento más poder que la esperanza.

En efecto, los populismos construyen un «nosotros» que está blindado y que, para subsistir, solo tiene necesidad de un enemigo al que culpar de todo. Lo demás, los hechos, los datos, las pruebas, no importa o es accesorio.


Otro punto de reflexión importante que subraya Martínez-Bascuñán en su entrevista en Ethic es el culto excesivo a la tecnocracia y a la figura casi sagrada del «experto«. Durante años se nos ha dicho, como si fuera una certeza incuestionable, que determinados asuntos es mejor que queden fuera del alcance de la opinión de la ciudadanía porque pertenecen al terreno exclusivo de los técnicos, de los especialistas o de los científicos.

Este desplazamiento de la opinión ciudadana ha tenido ciertas consecuencias importantes, sobre todo en el terreno político. Al eliminarse el espacio compartido de deliberación, la política deja de ser un ejercicio de discusión pública y se transforma en un ámbito dominado y administrado desde arriba. En ese marco el ciudadano deja de ser sujeto político para convertirse en un sujeto que es administrado o gestionado; un elemento que debe de controlarse o, en el peor de los casos, un estorbo.

Por eso, cuando la ciudadanía vuelve a tener la necesidad de hablar, lo hace desde la rabia, desde la sensación de haber sido ignorada, ninguneada. Eso constituye el caldo perfecto para los populismos que se han especializado en ofrecen soluciones y salidas simples y fáciles.


Ahora bien, en medio de esta desaparición del «mundo común», nuestra profesora se hace la siguiente pregunta: ¿qué papel han jugado los medios?

Y es aquí donde ella rescata un concepto bellísimo y olvidado por muchos: la «imparcialidad homérica».

Con ello, se refiere a un tipo de imparcialidad ética y narrativa que tiene su inspiración en cómo Homero nos cuenta la Ilíada. No se trata de neutralidad ni de equidistancia, sino de ofrecer el testimonio de todas las partes sin renunciar a la verdad moral de los hechos. Homero narra la Guerra de Troya mostrando tanto la grandeza como el sufrimiento de cada bando: se refiere a la valentía de los griegos, pero también al dolor de los troyanos. No idealiza solamente al héroe griego Aquiles, ni oculta tampoco la nobleza de Héctor, el príncipe troyano. En definitiva, da voz al que sufre, al herido, al vulnerable, pero sin equidistancia ni confundir al agresor con la víctima. La imparcialidad homérica implica contar la realidad con dignidad y con verdad, sin hacer uso de recursos propagandísticos, ni afirmar tampoco que todas las posiciones valen lo mismo.

En definitiva, Martínez-Bascuñán reivindica que los medios, cuando confeccionan el relato, recuperen esa «imparcialidad homérica«; que hagan gala de una claridad moral sin fanatismo. Se trata de, «ser justo con todos sin borrar quién sufre, quién agrede y qué hechos son los verdaderos».


Hay otra intuición potente en la entrevista: el mundo común no se destruye con un cataclismo mayúsculo, sino con un “goteo diario de cinismo”. Ese cinismo se concreta en cada insulto gratuito e impune, en cada dato que se retuerce y falsea, con cada «todos son iguales«, con cada versión interesada y manipulada que se difunde por las redes sin contrastar, etcétera. Tal vez, lo doloroso no es sólo que nos mientan sino que ya casi no nos importe que nos mientan.

El cinismo es, quizá, la herida más profunda: supone el triunfo del populismo y de la tecnocracia y la evidencia de una sociedad que ya no exige la verdad.


A pesar de todo, hay espacio para la esperanza. Si el mundo común se ha roto y fragmentado, se abre el camino para la reconstrucción.

Sin duda, antes de acometer cualquier tarea de reconstrucción, es necesario inspeccionar la ruina en que nos encontramos y reconocerla como tal. Es una doble tarea, tanto filosófica como política. Es filosófica porque exige volver a cuestionarnos qué entendemos por realidad, por mundo compartido y por verdad; es política porque exige de las instituciones una voluntad de querer volver a ser reconocibles y respetables para todos los que dependemos de ellas.

Pero no sólo la tarea compete a la filosofía y a la política. Los medios son decisivos y deben de elegir entre dos papeles esenciales: ser notarios del ruido mediático, simples reproductores de un flujo interminable de declaraciones polémicas sin criterio, o asumir el papel de testigos responsables, capaces de sostener el mundo común que hace posible vivir juntos.

Y, finalmente, está el ciudadano. También él debe modificar su actitud: dejar de ser un mero consumidor de información, sino seleccionarla; no difundir la propaganda, sino ponerla en cuestión; no amplificar aquello que indigna, sino lo que verdaderamente importa; no votar desde el hartazgo, el hastío o la reacción visceral, sino desde el juicio y la responsabilidad.

Concluyo volviendo a Emmanuel Levinas, el filósofo para el cual el origen de toda moralidad está en el «rostro del otro». No se refiere al rostro físico, sino a la «presencia del otro» en nuestras vidas. Una presencia que nos interpela y que nos impone un mandato absoluto: tenemos una responsabilidad hacia el otro no es negociable. Levinas rompe así cualquier lógica utilitarista o interesada. Allí donde la política suele operar con conveniencias o correlaciones de fuerza, él coloca una asimetría moral implacable: la ética consiste siempre en priorizar al vulnerable frente al poderoso; el que está en situación de poder no necesita que lo protejan, pero el vulnerable sí. La ética de Levinas comienza justo en ese desnivel asimétrico.

En este punto, la ética y la filosofía dejan de ser especulación teórica para convertirse en una advertencia seria: cuando ignoramos al que sufre, no solo traicionamos al «otro», sino que quebramos el fundamento mismo de toda comunidad humana.

Deja un comentario