La metafísica ha sido, desde sus orígenes, una disciplina fronteriza. Con esto queremos decir que la metafísica siempre ha vivido en un límite, en una zona intermedia entre aquello que podemos conocer con certeza y aquello que sólo podemos intuir o pensar: el saber metafísico no se confunde con la ciencia, porque no estudia hechos observables, pero tampoco puede reducirse a la poesía o a la pura imaginación, puesto que busca explicar lo más fundamental: el ser, el porqué de las cosas, lo que hace que algo sea lo que es.
Desde Parménides, la metafísica se sitúa en ese territorio límite donde la razón lleva hasta el extremo sus posibilidades, intentando comprender aquello a lo que no tenemos acceso directamente, pero que sostiene la estructura misma de lo real. De ahí que pueda entenderse como una “disciplina de frontera”: porque indaga en lo que se encuentra justo en el umbral de lo cognoscible, allí donde el pensamiento roza sus propios límites.
Como ya hemos señalado, la metafísica busca responder a la pregunta por el ser, por lo absoluto, por lo que funda o sostiene toda realidad. Para ello, se mueve en un terreno especial: necesita de la rigurosidad, de conceptos precisos y de sólidos argumentos, pero también debe abrirse a lo simbólico, puesto que las cuestiones últimas no siempre pueden captarse de manera racional, o mediante definiciones estrictas.
Dicho de otra forma, cuando la metafísica se refiere a conceptos como «ser», «sustancia», «causa» o «absoluto», trabaja con un rigor racional. Pero cuando intenta expresar lo que está más allá de lo empírico -de lo que no puede verse, ni medirse- entonces necesita de imágenes, metáforas o símbolos que amplíen las posibilidades del pensamiento.
Aristóteles la definió como el “estudio del ser en cuanto ser”, es decir, como una investigación de aquello que es común a todas las cosas, aquello que les es propio por el simple hecho de ser. La metafísica no se ocupa de ningún tipo particular de realidad, sino que se pregunta por el fundamento más radical y universal: aquello que hace posible que cualquier cosa o ente pueda ser conocido, pensado o explicado. Por eso, puede decirse que la metafísica es el saber que proporciona las condiciones de posibilidad para que puedan darse todos los demás saberes; es la ciencia de los primeros principios y de las causas últimas de la realidad.
Heidegger, en cambio, dos mil trescientos años después de Aristóteles, reinterpreta la metafísica desde otra perspectiva.
Para él, la cuestión del ser no es algo puramente conceptual, o que pueda estar sometido a una definición lógica, sino que es, ante todo, una «experiencia» en la que el ser se muestra o se revela. Es lo que se denomina «experiencia de desocultamiento» (aletheia) toda vez que, en ella, el ser deja de estar oculto; se manifiesta y el mundo se expresa y adquiere sentido. En esa revelación, la poesía desempeña un papel esencial, porque no se limita a describir el mundo, sino que lo abre y lo extiende ante nosotros de una manera original y diferente de como lo hace la ciencia: en efecto, el lenguaje poético permite captar aquello que el pensamiento puramente racional o lógico suele ocultar.
En este sentido, la metafísica se mueve entre dos polos: el de la ciencia, que busca la demostración, la verificación y la objetividad, y el de la poesía, que revela mediante símbolos, metáforas e imágenes, todo lo que se escapa del cálculo. La especificidad de la metafísica radica, precisamente, en que no puede permanecer encerrada en ninguno de esos dos ámbitos, sino que se alimenta de ambos para poder mantener con vida la pregunta fundamental: ¿qué es el ser? ¿qué significa que algo sea?
Ciencia y metafísica comparten un mismo horizonte: el de la verdad. Sin embargo, difieren en su objeto y en su método. La ciencia se ocupa de realidades particulares, observables y cuantificables; la metafísica, en cambio, se dirige a lo universal y lo necesario. Aristóteles lo expone claramente cuando afirma que la metafísica es el saber que estudia “las causas primeras y los principios” (Metafísica, I, 982b).
Mientras la física explica el movimiento, la biología o la vida, y la matemática las cantidades, la metafísica reflexiona sobre aquello que hace posible que haya movimiento, vida o cantidad.
La modernidad modificó esta relación entre la ciencia y la metafísica. Galileo, Descartes y Newton instalaron un nuevo paradigma científico basado en la «matematización de la naturaleza». Esto quiere decir que ya no se trataba de interpretar la realidad a través de categorías metafísicas como la finalidad o la esencia -como hizo Aristóteles-, sino de describirla mediante estructuras matemáticas.
No en vano, Galileo afirmó con rotundidad que «el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático y sólo mediante números, proporciones y geometría podemos comprender los fenómenos». También Descartes insiste en esa línea cuando considera que la realidad debe ser analizada con claridad y distinción, y que puede ser reducida a extensión, a movimiento y a relaciones que se pueden medir y cuantificar. Newton es quien culmina este giro en la comprensión de la realidad a través de leyes matemáticas, las cuales explican de forma precisa el movimiento, la gravedad o la dinámica del cosmos.
El nuevo paradigma científico al que nos estamos refiriendo, tuvo como consecuencia que la metafísica dejó de ser la guía que establecía los primeros principios, de los cuales se derivaba todo el conocimiento natural. La ciencia se independizó y tomó el relevo de la metafísica, la cual quedó desplazada -e, incluso, cuestionada- porque ya no se la consideró como el saber necesario para explicar el funcionamiento del mundo físico o natural.
En definitiva, el espacio ocupado por la metafísica desde la antigüedad, se redujo progresivamente cediendo terreno a la objetividad de las leyes naturales.
Sin embargo, como señaló Kant, hasta la propia ciencia también necesita un fundamento metafísico. Es decir, hasta el conocimiento más empírico, necesita de una reflexión profunda sobre las condiciones que lo hacen posible.
Lo que Kant plantea es que, antes de acometer la tarea de conocer la realidad, debemos hacernos una pregunta previa y fundamental: ¿cómo es posible la experiencia? Es decir, ¿qué condiciones hacen posible que existan leyes universales y que podamos hablar de objetividad?
Es cierto que la física de Newton funciona y que explica la realidad natural de manera precisa, pero la cuestión es que, según Kant, sólo podemos entender porqué funciona, si analizamos los marcos «a priori» mediante los cuales, nuestra mente, organiza y estructura nuestra experiencia, o todo lo que percibimos. Según Kant, esos marcos previos -a priori o anteriores a cualquier experiencia concreta- no son otros que el espacio, el tiempo y las categorías del entendimiento. Se trata de estructuras internas que no proceden del mundo exterior, sino de la propia razón humana, y que son las que permiten que nuestra percepción de la realidad sea coherente, ordenada y cognoscible.
En su gran obra, «La crítica de la razón pura«, Kant no intenta sustituir a la ciencia, ni establecer cómo debe proceder. La reflexión kantiana trata de delimitar hasta dónde puede llegar la razón, cuáles son sus límites y cuáles son sus posibilidades. En ese sentido, Kant muestra que la ciencia no elimina la metafísica; al contrario, la presupone y la necesita. ¿Por qué? porque todo conocimiento exige una reflexión acerca de sus propios fundamentos.
También en la ciencia contemporánea, la metafísica sigue presente de modo implícito. Por ejemplo, las discusiones sobre la naturaleza del tiempo, el espacio, la causalidad o el origen del universo trascienden la verificación empírica.
Físicos como Stephen Hawking o Carlo Rovelli han recurrido a categorías metafísicas para pensar lo que la ciencia no puede demostrar del todo –como el origen del cosmos, del momento anterior al Big Bang, del tiempo cuántico o de la textura última de la realidad-. Esto muestra que la metafísica no es un resto arcaico sumido en la tradición filosófica, sino un horizonte que es del todo inevitable en el pensar científico. La idea es que la metafísica no es algo inútil o antiguo, sino un marco de pensamiento que es ineludible, incluso para la ciencia moderna, porque nos enfrenta a cuestiones que van más allá de lo que experimentalmente podemos comprobar.
La metafísica y la poesía:
Si la ciencia proporciona a la metafísica su horizonte de rigor, la poesía le ofrece su dimensión de apertura. Es decir, de la poesía toma la capacidad de sugerir, de imaginar y de ir más allá de lo estrictamente comprobable. En ese sentido, hablamos de «apertura» porque la poesía es capaz de abrir caminos que exploran los sentidos de la realidad, más allá de los que la ciencia puede recorrer.
Desde Platón, se reconoció esta cercanía entre filosofía y poesía. En su diálogo «la República», el filósofo ateniense ya advierte del poder de los poetas para «conmover y moldear el alma«, aunque los critique por carecer de verdad objetiva. Sin embargo, el propio Platón recurre al mito y a imágenes poéticas —el mito de la caverna, el carro alado, la línea dividida— para expresar lo que el razonamiento abstracto no logra captar.
Heidegger dará un giro radical a esta cuestión: para él, la poesía es un modo originario de pensar, incluso más originario que la ciencia. En sus interpretaciones sobre el poeta Hölderlin, sostiene que el poeta revela el ser al nombrar todo lo que aún no está sometido a los conceptos. La poesía, lejos de ser simple adorno estético, constituye un lenguaje privilegiado para acceder a la verdad en su dimensión más originaria: no como exactitud científica, sino como desvelamiento. Es decir, la poesía apunta a otra forma de verdad que consiste en hacer aparecer algo esencial que normalmente permanece oculto. La poesía no explica: revela. No mide: muestra. No demuestra: ilumina. Por eso puede expresar lo se que escapa del lenguaje técnico o lógico.
Por ejemplo, cuando Antonio Machado dice «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar», el poeta no pretende ofrecer una teoría del movimiento, sino revelar una verdad existencial: la vida solo adquiere sentido a medida que es vivida. La poesía, por tanto, abre un significado que no se explica en términos científicos: abre la posibilidad de habitar el mundo de otros modos.
María Zambrano profundiza en esta relación entre la filosofía y la poesía al hablar de la “razón poética”. Según ella, la filosofía no puede limitarse al lenguaje estrictamente racional, lógico o conceptual. ¿Por qué? Porque hay aspectos esenciales de la realidad —la vida, la muerte, el tiempo, la esperanza, el dolor, lo sagrado, lo que nos supera— que no pueden decirse del todo con conceptos precisos. Hay zonas de la experiencia humana que son inefables, es decir, que no pueden expresarse adecuadamente con un lenguaje puramente racional.
Ahí es donde entra la poesía.
La poesía aporta a la filosofía un modo de nombrar lo que aún no tiene nombre, de sugerir lo que no puede definirse, de abrir sentidos nuevos para que el pensamiento no quede encerrado en sus propios límites. La poesía ensancha el lenguaje y, con él, la capacidad de la filosofía y del pensamiento metafísico para comprender la realidad.
El lugar que ocupa la metafísica entre la ciencia y la poesía no es una debilidad; al contrario, debemos considerarlo como una fortaleza. En efecto, al situarse en ese punto intermedio, conserva la capacidad de dialogar con ambos espacios -el de la ciencia y el de la poesía- y de integrar lo que de otro modo quedaría separado. La ciencia aporta precisión, método y coherencia; la poesía ofrece sensibilidad, imaginación y apertura a lo absoluto.
Autores contemporáneos como Paul Ricoeur, por ejemplo, han destacado la importancia de lo simbólico y de la metáfora en la construcción del sentido de la realidad, incluso dentro del pensamiento filosófico. La metafísica, al abrirse al lenguaje poético, no pierde precisión, sino que gana en profundidad, porque puede abordar realidades que no caben en los conceptos rígidos. Del mismo modo, al dialogar con la ciencia, no se encierra en lo meramente empírico, sino que reflexiona sobre los fundamentos de dicha experiencia científica.
Este doble vínculo hace de la metafísica un saber que no se limita solo a lo que se puede comprobar -como hace la ciencia- y tampoco es, simplemente, una creación estética -como en el caso del arte o de la poesía-. Está en ese punto intermedio que trasciende a ambas. Por eso, la metafísica no trata de explicar solamente cómo son las cosas, sino también a comprender su sentido profundo. Zambrano hablaba de que el conocimiento no consiste en «saber de las cosas» -un saber objetivo y externo- sino también en un «saber del alma»; es decir, un tipo de conocimiento que toca lo humano, lo interior, lo poético, lo espiritual, lo existencial…
A modo de conclusión, hemos tratado de exponer una idea principal: la metafísica se encuentra en el terreno intermedio entre la ciencia y la poesía. Su lugar propio es el de un pensamiento que se sitúa en la frontera entre ambos tipos de saber: es rigurosa, como la ciencia en su método, y abierta, como la poesía en su lenguaje.
En un mundo dominado por la tecnociencia, la metafísica sigue siendo necesaria porque plantea preguntas que la ciencia no puede responder: ¿qué significa ser? ¿qué hay más allá de lo que puede ser demostrable o calculable?
Por otra parte, si relegamos la poesía al ámbito de lo estético, la metafísica nos recuerda que la palabra poética, cuando está cargada de sentido y de profundidad, tiene la capacidad de abrir mundos nuevos, es decir, la capacidad de cambiar la manera en que entendemos la realidad y a nosotros mismos.
Por eso, la vigencia de la metafísica depende de que siga habitando en ese limítrofe entre la ciencia y la poesía. Solo así puede mantener viva la pregunta radical que ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes: la pregunta por el ser.
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