… ayer en una serie escuché una frase que me ha marcado: dicen que las personas con la edad empiezan a disfrutar de los placeres del vino en sustitución de otros placeres propios de la juventud …..
Ciertamente, se trata de una sugerente frase que toca un tema profundo: cómo cambian nuestros placeres a medida que cambia nuestra vida. Lo que viene a decir, con un punto de ironía y verdad humana, es que, con la edad, muchas personas sustituyen los placeres intensos, inmediatos, o físicos propios de la juventud, por otro más lentos, más reflexivos o más madurados, como ocurre con los buenos vinos.
La cuestión no es tanto que el vino sea el protagonista, sino que se convierte en el símbolo de otra forma de disfrutar más contemplativa, pausada, elegida.
Lo que se encierra aquí, en realidad, son varias cosas: se habla del paso del tiempo, que convierte lo que antes era exceso, en medida; de las transformaciones del deseo que deja de buscar impacto inmediato para buscar mayor significado; también se refiere a la aceptación de nuestros límites, porque el cuerpo impone cambios evidentes, pero la mente puede abrir nuevos caminos para el disfrute o la reflexión; por último, podemos anotar también en esta frase una cierta sabiduría vital: aprender a disfrutar más profundamente, lo que antes se consumía casi sin pensar.
El vino en esta frase es casi un personaje: representa la calma, el ritual, la conversación, el gusto por los matices. Y eso se presenta como sustituto —o evolución— de otros placeres más directos, más explosivos o más dependientes de lo físico o de la pasión sexual. La frase también refleja una cierta melancolía al sugerir que la vida no se empobrece con el paso del tiempo, sólo cambia de tonalidad.
Es una frase melancólica, pero también bella: sugiere que la vida no se empobrece con el tiempo, solo cambia de tono. Antes era percusión, golpe, estruendo; ahora es cuerda, afinación, matices…
Ahora, vamos a dar un breve repaso filosófico aplicando a esta frase las ideas de algunos pensadores de la historia de la filosofía. Aunque pueden ser muchísimos, vamos referirnos tan sólo a Epicuro, Aristóteles y Nietzsche.
Comenzamos con Epicuro (341-270 a.C.), un filósofo natural de la isla de Samos que fundó en Atenas una de las grandes escuelas del periodo helenístico, llamada «El Jardín«.
Para Epicuro, la vida buena consiste en placeres estables, suaves, duraderos, y no en los excesos que nos sacuden y luego nos dejan vacíos.
Según esta manera de mirar la vida, con la edad, vamos abandonando los placeres dependientes del impulso, del cuerpo, de la adrenalina -diríamos hoy- para inclinarnos hacia los placeres que requieren tiempo, calma, maduración y conciencia.
El vino simboliza, precisamente, eso: un placer moderado, que se disfruta mucho mejor cuando no hay prisa y que, más que estimularnos, nos acompaña… El vino no plantea exigencias, sino que nos invita; no interrumpe la vida, sino que se ajusta a su ritmo; no impone ningún tipo de protagonismo, sino que es el hilo conductor para la conversación y la presencia de los otros. Por ello, es la metáfora adecuada para hacer referencia a un tipo de placer que se pone de manifiesto cuando dejamos atrás las urgencias juveniles y vivimos desde una profundidad distinta, honda y silenciosa.
El vino, en este simbolismo profundo que comentamos, representa una forma de vivir la vida caracterizada por no devorar apresuradamente, sino por saborear, por degustar, por catar. Cuando tenemos un vino ante nosotros, tenemos todo un proceso de madurez previa: uva, mosto, fermento, espera y paciencia. Por eso, es capaz de ofrecernos una lección esencial: la de que todo lo valioso necesita su tiempo; todo lo hondo necesita calma.
Seguimos haciendo referencia a uno de los más grandes maestros de la filosofía: el macedonio Aristóteles, que vino al mundo en la localidad de Estagira.
Aristóteles nos diría que, con la edad, afinamos la prudencia –phronesis, en griego- que gobierna nuestros deseos. Los placeres cambian porque aprendemos aquello que nos hace bien de verdad… Y esto, no porque el tiempo, por sí solo, nos haga más sabios, sino porque la experiencia deja huellas, cicatrices, aprendizajes silenciosos que nos revelan cuáles son los placeres que construyen la vida y cuáles son los que la debilitan o la erosionan.
La juventud, para Aristóteles, se ve impulsada por el exceso natural de la pasión. Así lo afirma en su obra «Ética a Nicómaco«: «la juventud está sometida a las pasiones». Este sometimiento no es ningún tipo de culpa moral, sino una condición de la vida.
Pero, con la edad, aparece la sabiduría práctica –phronesis– que no se aprende en los textos, sino viviendo, equivocándose, observando, etcétera. La prudencia aristotélica no es timidez, sino más bien el arte de situar cada cosa en su justa medida; no supone una renuncia al deseo, sino un afinamiento; no implica reprimir el placer, sino que lo orienta hacia aquello que proporciona un bienestar duradero; no se trata de perder nada que sea esencial, sino de ganar la capacidad de disfrutar con mayor precisión: lo que antes se vivía con torpeza, atropelladamente, ahora se vive con mayor densidad…
El vino aquí es una metáfora del placer, pero no de cualquier placer, sino del «placer con forma» (εἶδος, en griego). Es decir, un placer ordenado, encauzado, acorde a la vida que queremos vivir. En Aristóteles, la forma es aquello que estructura la vida, que le da unidad y sentido y, por eso, un «placer con forma» es el que se ajusta a la vida que deseamos y no irrumpe de manera desordenada, como si se tratase de un vendaval. Son placeres depurados por la experiencia, frente a los placeres juveniles que son rápidos, excesivos y, a menudo, contradictorios. El placer con forma aristotélico es un placer armónico, que se adapta a nuestro ritmo interior y que nos acompaña de manera serena.
En este contexto del placer aristotélico, decir que el vino es un placer con forma significa que se disfruta con calma, en el entorno o situación que elegimos. En ese sentido, el vino simboliza un placer que respeta el contorno de nuestra vida.
Tras Epicuro y Aristóteles, cuando hablamos del vino en un sentido simbólico o existencial, es inevitable que aparezca la figura de Nietzsche.

¿Por qué? Porque en Nietzsche, el vino no es sólo una bebida. Es una categoría filosófica, un símbolo vital y una clave de cómo interpretar el mundo. Cuando él habla del vino, habla de la propia vida: hablar del vino en sentido metafórico -como placer o intensidad madura- es entrar directamente en el terreno de Nietzsche.
En una de sus obras fundamentales, «El nacimiento de la tragedia«, el filósofo nos describe el estado dionisíaco como aquél en el cual el individuo deja atrás su rigidez, se desinhibe y experimenta toda la intensidad vital que es, a la vez, risa, dolor, música, tragedia, desborde, etcétera.
¿Y qué es lo que acompaña siempre al dios Dioniso -o al dios Baco, de los romanos-? El vino, sin duda.
Por tanto, en la mitología griega el vino representa los momentos de expansión, de afirmación del cuerpo, de la celebración de la tierra y de sus frutos. Nietzsche recoge toda esa simbología y convierte el vino en el símbolo privilegiado de la embriaguez creadora, que intensifica la vida.
Cuando utilizamos el vino –lo dionisíaco– como símbolo de un placer maduro y consciente, estamos precisamente dentro de la lógica de Nietzsche que potencia nuestra intensidad interior.
Por otra parte, para Nietzsche, el vino expresa un sentimiento de fidelidad hacia la tierra: es la celebración de aquello que crece, que fermenta, que madura. Es un símbolo de pertenencia a la tierra. Por eso, en otra de sus obras, «Así habló Zaratustra«, insiste: «Permaneced fieles a la tierra».
En suma, el vino, con su simbolismo, resume muchas de las cosas que Nietzsche quiso enseñarnos: que la vida ha de afirmarse, no negarse; que el placer necesita forma y no represión; que la intensidad profunda tiene más valor que los excesos vacíos; que el cuerpo y la tierra son fuentes de sentido; que el deseo maduro es más verdadero que el deseo urgente.
La frase que abre esta entrada del blog es hermosa porque captura una verdad íntima: con el tiempo, aprendemos a escuchar la vida en volúmenes o intensidades más bajos. La juventud vive a decibelios altos: ruido, emoción inmediata, todo es ahora o nunca. La madurez baja el volumen: ya no hace falta gritar para sentirse vivo.
El vino aparece como una imagen de esa vida madura que se expresa en tono menor y más cálido.
En conclusión, con los años, se descubre que los placeres cambian de forma. La juventud vive del impacto: busca la intensidad, el cuerpo, la prisa o la urgencia. La madurez, en cambio, aprende a disfrutar de aquello que se ofrece despacio. Por eso el vino aparece tantas veces como símbolo de un placer nuevo: no es un sustituto, es una transformación. Epicuro lo llamaría el paso del placer violento al placer estable. Aristóteles, la victoria de la forma sobre el exceso. Nietzsche, una forma más afinada de afirmar la vida.
Sea como sea, hay algo verdad: los cuerpos cambian y los deseos se reordenan. Lo que antes era grito, ahora es matiz; lo que antes era urgencia, ahora es presencia. Quizá por eso, en algún momento, uno deja de correr detrás de los fuegos artificiales y se sienta, por fin, a saborear un vino lento que acompaña.
Es otro modo de estar en el mundo.
Tratemos de recordar todo esto la próxima vez que tengamos delante una copa de vino…

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