No se puede ignorar, y por ello lo señalo como punto de partida, que durante décadas el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) se ha mantenido dentro de un equilibrio entre su propia legitimidad histórica, el arraigo social y su capacidad de gestión institucional. En los años ochenta, fue el partido que impulsó la modernización de España y consolidó el Estado del bienestar, afrontando gobiernos tanto en épocas de crisis como de bonanza.
Hoy, sin embargo, ese capital histórico parece desmoronarse. La crisis que atraviesa el PSOE no puede explicarse como un simple bache coyuntural, ni como el efecto pasajero de un ciclo electoral desfavorable. Todo indica que estamos ante algo más profundo e inquietante: una crisis de carácter estructural, que se prolonga en el tiempo y que tiene múltiples frentes abiertos.
No se trata de un único fallo, sino de la convergencia de diversos procesos de desgaste que se retroalimentan. Por un lado, la pérdida progresiva de identidad, que ha vaciado de contenido el discurso socialdemócrata hasta reducirlo a un retórica defensiva. Por otro, la erosión de su base social histórica que está cada vez más distante de un partido que ahora se percibe como institucionalizado y ajeno a la precariedad en la que vive buena parte de la sociedad. A esto, se suma un liderazgo muy agotado que se sostiene más por la inercia del poder que por la capacidad de promover un proyecto que ilusione.
Sin embargo, el factor que más impulsa o acelera el deterioro, afectando a todos los demás, son, sin duda, los escándalos de corrupción. No sólo por la gravedad jurídica de los mismos, sino por su impacto mediático que corroe toda credibilidad ética del partido y convierte todo discurso de progreso, justicia social o de regeneración democrática, en un discurso frágil o, directamente, inverosímil.
Nos encontramos, más que ante una crisis ideológica, frente a una crisis de confianza. Y la confianza, una vez perdida, es difícil de reconstruir.
La paradoja del PSOE actual es brutal: sigue en el poder, pero ha dejado de ocupar el centro de gravedad político y moral del país. Gobierna gracias a negociaciones constantes, pactos frágiles y equilibrios imprevisibles, mientras la sensación de desgaste entre la opinión pública es cada vez más profunda y evidente. El partido se ha convertido en un aparato que está fuertemente «presidencializado», lo cual le aleja de la antigua percepción de ser “la casa común de la izquierda moderada”, para convertirse en una maquinaria defensiva, centrada en sobrevivir más que en proponer. Digamos que su acción política se ha convertido en un combate diario por resistir.
Desde luego, la paradoja a la que nos referimos en el párrafo anterior, no surge de un día para otro: es el resultado de un lento proceso acumulativo, sin que no sea fácil precisar el momento exacto en que el PSOE comenzó a erosionarse.
Es cierto que sigue gobernando, pero no es menos cierto que lo hace de manera precaria y defensiva, con negociaciones opacas en tensas madrugadas, con pactos frágiles y con una lógica permanente de «salvar la próxima votación». Una manera de gobernar donde lo importante ha sido sustituido por lo urgente.
Esa forma de gobernar tiene un efecto perverso en la capacidad del PSOE para reconocerse y pensarse como fuerza transformadora. La acción política ya no responde a un proyecto articulado de futuro, sino a una sucesión de movimientos defensivos, cuyo objetivo es evitar la caída a corto plazo. En estas circunstancias, el partido queda atrapado, sin energía para reconstruir un relato coherente que justifique el sentido de su permanencia en el poder.
Gobernar en estas condiciones no sólo supone un progresivo desgaste para el ejecutivo, sino que -y esto es lo más grave- desnaturaliza al propio partido y lo deja reducido a una «maquinaria administrativa» carente de alma política. Toda iniciativa se desplaza hacia los socios parlamentarios -que marcan los tiempos más que el propio gobierno-, hacia la oposición o hacia el propio ciclo mediático.
El PSOE está perdiendo su papel como vertebrador del sistema político en España. La lógica del consenso amplio, tan proclamada y defendida, ha sido sustituida por los pactos de corto alcance; las mayorías sociales, por las aritméticas parlamentarias; las políticas reformistas ambicionadas, por las resistencias del día a día.
En definitiva, en estos momentos, gobernar ya no implica dirigir, sino que se ha transformado en un ejercicio de mera permanencia.
Otro aspecto capital en la crisis del PSOE es, en buena parte, la desconexión con su base social.
El PSOE ya no representa a quienes solía representar. Todos recordamos que, durante décadas, el partido fue más que una sigla electoral: fue un vínculo social; una pertenencia; un espacio en el que amplias capas de la población española se reconocían política e ideológicamente: obreros, empleados públicos y privados, clases medias urbanas, universitarios, sectores populares, etcétera. Todos ellos encontraron en el socialismo democrático una posibilidad de realizar políticamente sus expectativas y aspiraciones. Pero actualmente, ese vínculo se ha debilitado casi hasta el punto de la ruptura. La crisis actual del PSOE es, en buena parte, una crisis de desconexión social. Esta desconexión no se traduce sólo en la pérdida de votos, sino en algo más profundo: en la pérdida del mutuo reconocimiento entre el partido y la base social que dice representar.
Ahora, el partido es visto como una estructura institucional más que como una fuerza política arraigada en la vida cotidiana. Tiene todavía fuerte presencia en el Parlamento, pero su debilidad se hace patente en los espacios donde se construye el malestar social: precariedad laboral, acceso casi imposible a la vivienda, angustia de los jóvenes, deterioro de servicios públicos…
Hay otro aspecto interesante que incide directamente en la desconexión social: se trata de la ruptura generacional. Para una parte de la juventud -cada vez más creciente- el PSOE se percibe como un partido político ajeno, lejano, casi antiguo. No es que despierte un rechazo visceral, pero en modo alguno genera entusiasmo. La dificultad máxima es que, aunque el PSOE gobierna y legisla como puede, no llega a todos aquellos que viven en las condiciones de dificultad y de malestar que antes se han señalado.
Históricamente, el PSOE ha estado sustentado por una fuerte base trabajadora. Hoy, esa clase está muy fragmentada y despolitizada. El partido ahora habla de «macro-datos, reformas estructurales, sostenibilidad fiscal…», pero no logra efectuar una defensa creíble de la dignidad material para muchos ciudadanos que están en dificultades -especialmente los jóvenes-. El resultado ya es conocido: abstención, volatilidad del voto o, incluso, apoyo a formaciones conservadoras (PP) o populistas (VOX, PODEMOS) que, con discursos muy simplistas -o abusando de la confrontación- parece que escuchan mejor el malestar -aunque sólo «parece«-..
Además de la ruptura generacional que estamos comentando, el partido socialista también ha perdido territorialidad. Su presencia ha menguado en los barrios populares, en las zonas rurales y en los antiguos cinturones industriales.
¿Qué lenguaje caracteriza ahora el discurso del PSOE? Este es un factor también importante. La verdad es que se aprecia un fuerte déficit de comunicación. El discurso del partido se ha vuelto defensivo, lleno de justificaciones y de balances de tipo técnico. Sin embargo, la sociedad no requiere ya de ese tipo de argumentaciones porque está emocionalmente muy cargada y necesita otro tipo de discurso para enfrentar sus miedos, su ira y su frustración. Necesita un lenguaje que convoque, que emocione, que ilusione y que explique de manera sencilla y emocional que el proyecto socialista sigue siendo necesario y justo, frente a los cantos de sirena de VOX o al discurso neoliberal que campea en el PP. La política no son sólo cifras -y el PSOE abusa en los últimos tiempos de presentar solamente los éxitos macroeconómicos en términos de incremento del PIB-, sino que es, ante todo, un proyecto que tenga sentido para los ciudadanos. El discurso macroeconómico debe cambiarse de inmediato por otro discurso que haga referencia a las experiencias cotidianas de la gente: el alquiler asfixiante, el salario mileurista, el imposible acceso a la vivienda, el deterioro público en educación o sanidad, el retroceso ético o moral de una sociedad cargada de incertidumbres, la sostenibilidad medio ambiental, etcétera.
Hay que hacer referencia a un tema capital en el PSOE actual: el liderazgo de su secretario general, Pedro Sánchez.
Es cierto que se debe reconocer la capacidad de Sánchez para construir un liderazgo que podríamos calificar de «resistencia». Tiene una virtud que destaca sobremanera: su capacidad de sobrevivir cuando todo parece perdido.
Sin embargo, gobernar a la contra -como sucede en estos momentos- es, al mismo tiempo, una gran limitación. Se ha llegado al tiempo en que la resistencia permanente, que resulta eficaz en contextos puntuales, se convierte en un modo de gobierno ineficaz.
La cuestión no es sólo su persona, sino también el modelo que ha consolidado en torno a sí: un partido jerarquizado, sin debate interno real, sin corrientes vivas y sin figuras alternativas capaces de presentar una posible renovación que sea creíble y, sobre todo, esperanzadora. La pluralidad interna ha sido, durante décadas, una seña de identidad del partido socialista, pero ahora ha sido sustituida por una lógica de lealtad donde la discrepancia es vista como desestabilización. En este contexto, el partido no sirve como espacio de discusión política compartida, sino como mero apoyo al liderazgo, teniendo como función válida y esencial sostener al gobierno -y al Presidente-, amortiguando cualquier tipo de impacto externo. Pero el riesgo de este modelo -según comprobamos día a día- es que, ante las dificultades o los escándalos, el liderazgo personal se convierte en un elemento que alimenta las crisis: la personalización excesiva del líder provoca su erosión personal, pero también la erosión misma del partido, comprometiendo seriamente su futuro. Es necesario que el partido encuentre la manera de poder renovarse, superando esta etapa personalista, o se verá abocado a gestionar su propia decadencia, aunque temporalmente siga ocupando el poder. Además, desde la lógica política, si el partido es incapaz de encontrar relevos generacionales incurre en una gran contradicción: la de un partido que se define como fuerza de progreso pero que es incapaz de renovarse a sí mismo.
Cerramos este breve análisis acerca de la crisis actual del PSOE con el factor más radical de todos: la corrupción. Ahí reside el núcleo más visible y destructivo de la crisis.
Vaya por delante que la corrupción no es patrimonio exclusivo de ningún partido y que el principal partido de la oposición (PP) -que está utilizando la corrupción como único argumento electoral, sin presentar propuestas políticas de peso a la ciudadanía-, tiene mucho que callar, habida cuenta de su historial corrupto.
Sin embargo, la corrupción impacta de manera especial y grave en el PSOE por tres motivos principales: 1) Porque choca de frente con la identidad histórica del partido; 2) Porque afecta a figuras de gran visibilidad mediática o institucional; 3) Porque refuerza la imagen de un partido que está de espaldas a los ciudadanos.
1) La razón misma por la que el PSOE logró ser una fuerza mayoritaria y central en la democracia española fue la adopción principios tan fundamentales como la justicia social, la ética pública y la defensa del servicio público como espacio de igualdad. Pues bien, cuando la corrupción aparece, lo hace como la negación simbólica de todos esos principios.
La corrupción vinculada al partido opera transmitiendo el mensaje contrario a la promesa básica de la justicia social. La corrupción produce una fractura moral que resulta devastadora para un partido que se define, precisamente, por la igualdad ante lo público. Cuando la corrupción aparece queda de manifiesto de manera fehaciente que hay un nivel de ciudadanía -próxima al poder- que es capaz de sortear las normas en beneficio propio y pone de manifiesto, además, la incapacidad del poder para prevenir, evitar y extirpar esas conductas corruptas.
Por otra parte, el principio de ética pública no es un mero recurso discursivo, sino que es el fundamento de toda legitimidad democrática. El PSOE abrazó este principio oponiéndose a una derecha histórica que se caracterizaba por prácticas poco transparentes y por la confusión entre el interés público y el interés privado. Pero ahora, los escándalos de corrupción recientes no sólo minan su credibilidad inmediata, sino que desarman toda la construcción moral del partido. La consecuencia es la percepción del famoso: «todos son iguales«, una idea que no es justa ni verdadera, pero que es políticamente demoledora.
En cuanto a la defensa del servicio público, es el punto en que la corrupción provoca la contradicción más radical: el socialismo siempre entendió que lo público es un espacio de protección colectiva, sobre todo para los más desfavorecidos. Pero la corrupción hace que ese espacio se convierta en un terreno de comisiones, favores, redes clientelares, enriquecimiento ilícito, moralidad nula, etcétera. En ese contexto, lo público deja de ser un refugio común y se percibe como el espacio donde se puede ganar un buen botín. Cada escándalo no es algo aislado, sino una herida que debilita el núcleo de todo proyecto político. En el caso del PSOE actual, es especialmente dañino porque muchos votantes históricos del partido sienten que se ha traicionado ese antiguo pacto implícito: puede decirse que el impacto de la corrupción en el PSOE es cualitativamente diferente al impacto que sufren otros partidos. ¿Por qué? Porque cuando un partido que nació para dignificar lo común aparece precisamente asociado al abuso de lo común, la contradicción no puede resolverse con comunicados. Se exige una renovación profunda que sea visible para toda la ciudadanía, de manera que ésta tenga la absoluta seguridad de que hay coherencia entre el discurso político y la acción política.
2) En la actual crisis, la corrupción del PSOE afecta a figuras de enorme visibilidad institucional y, por tanto, mediática. Eso multiplica, sin duda, el efecto perverso que ya de por sí tiene la corrupción. Como todos sabemos, no estamos hablando de cargos secundarios, sino de personas que han ocupado cargos importantes en el Estado y en el partido: ministros, altos cargos o asesores próximos al núcleo presidencial. Para muchos, cuando la corrupción es capaz de escalar a esos niveles, ya no se percibe como desviaciones individuales, sino que se interpreta como un fallo del sistema. Y esto es así porque en política, la visibilidad, importa tanto como los hechos. Cuando la corrupción se protagoniza por figuras de peso, reconocibles, se refuerza la idea de que el problema no está en los márgenes del sistema, sino en el corazón mismo del poder.
Además, la exposición mediática -inevitable- hace que cada paso judicial, cada filtración o cada noticia, sea un escalón más en el proceso de desgaste continuo para el partido. La corrupción alcanza su cenit mediático -hábilmente impulsada por la oposición- para dejar de ser vista como una serie de acontecimientos puntuales y pasa a convertirse en un ruido de fondo permanente: una presencia constante que condiciona toda la acción del gobierno.
Por tanto, cuando la corrupción alcanza a figuras importantes, no sólo compromete a esas personas concretas, sino que pone en cuestión la credibilidad de todo el proyecto. No basta con señalar las responsabilidades individuales -aunque hay que hacerlo, sin duda-, ni con proclamar tolerancia cero. El daño ya está hecho porque la ciudadanía no suele distinguir entre el partido y quienes lo han representado en la cúspide del poder. Se trata de una identificación que surge de manera automática e inmediata.
3) Los escándalos de corrupción, para finalizar este punto, refuerzan la percepción de que existe un PSOE que está aislado en las instituciones y vive de espaldas a la ciudadanía. Hay una buena parte de la población que considera que los escándalos no son anomalías aisladas, sino que existe una élite que se mueve con sus propias reglas, distanciada de la ciudadanía real. Cuando se observa cómo se manejan contratos, se intercambian favores o no se afrontan las responsabilidades políticas –muchos corruptos siguen durante meses en sus puestos, cobrando sus sueldos-, el mensaje es brutal: hay un «ellos» -la élite política- que, claramente, se diferencia del «nosotros» -la ciudadanía que sufre los embates de la vida diaria-.
Mientras que el partido apela a la igualdad y a la justicia social, esa retórica queda vacía cuando se desvelan los privilegios o la impunidad. Es entonces cuando la brecha con el ciudadano se agranda y no es sólo ideológica, sino también moral. La respuesta a todo esto no pueden ser las explicaciones técnicas, las comunicaciones defensivas o las tardanzas en asumir los casos y las responsabilidades. Hay que abordar con valentía una transformación profunda en las prácticas, las actitudes y en la cultura política del PSOE.
Llegados a este punto, surge una pregunta inevitable: ¿Está el PSOE capacitado para llevar a cabo esa transformación profunda? Tal vez, hoy día, la respuesta no es tajantemente afirmativa, pero tampoco rotundamente negativa.
¿Por qué? Porque, a pesar de la crisis, el PSOE tiene todavía numerosos recursos que puede utilizar: implantación territorial importante, militancia numerosa, cuadros técnicos y su bagaje histórico. Es decir, es un partido que cuenta con la capacidad para transformarse. Sin embargo, las dificultades aparecen porque toda transformación implica una pérdida de las inercias, el cuestionamiento de las lealtades y la renuncia a unas determinadas formas de ejercer el poder, que se han normalizado con el tiempo. Y es ahí donde comienzan los problemas.
El primer obstáculo es el modelo de partido al que aludíamos anteriormente: un partido vertical, con escaso debate interno y con una disciplina que penaliza o desincentiva la disidencia. Otro obstáculo es el miedo a afrontar las consecuencias. Hay que aceptar valientemente los costes. Hoy, parece que el PSOE abraza la tentación de posponer la regeneración para salvaguardar la estabilidad. Es una tentación enorme, sin duda, pero tiene un precio también enorme: aplazar la transformación hoy equivale a agravar la crisis mañana. Un tercer obstáculo es la dificultad de transformar la cultura política del partido: se hace necesario redefinirla para que todos comprendan qué significa gobernar en nombre de un socialismo democrático
A pesar de estos obstáculos, no puede negarse por completo la posibilidad de una regeneración. Eso sería injusto. Hay militantes, cargos del partido y sectores críticos que son conscientes de la gravedad del momento y de la necesidad de un giro tanto político como ético. El problema es que esos sectores no son los que hoy día marcan el rumbo en el PSOE y, por ello, la pregunta decisiva no es si existen fuerzas para el cambio -que sí existen-, sino si se les permitirá actuar…
Si hay que señalar un caso paradigmático entre los episodios de corrupción que afectan actualmente al PSOE, ese es, sin duda, el caso Koldo-Ábalos, vinculado al Ministerio de Transportes durante la pandemia, y lo es no solamente por lo que judicialmente se está investigando, sino por lo que simboliza. Como sabemos, se trata de un caso que no ocurre en la marginalidad del partido, sino en el corazón mismo del poder estatal.
El elemento más devastador del caso es el contexto en el que surge. No se produjo al amparo de contrataciones ordinarias, sino de contratos de emergencia en plena crisis sanitaria, cuando los ciudadanos estaban confinados y miles de ellos morían. Que en esa situación aparezcan miserables morales -no sólo en el PSOE- que buscan comisiones y beneficios privados es un daño irreparable, no solo al partido político que les dio cobijo bajo sus siglas, sino a toda la ciudadanía sin excepción.
El caso Koldo-Ábalos lo podemos presentar como paradigmático porque concentra en él todos los elementos que hoy erosionan al partido socialista: corrupción pública, figuras relevantes, opacidad en la actuación, prácticas corruptas en un contexto de emergencia moral, una reacción política deficiente y un relato ético destrozado.
El PSOE insiste en que el caso está desligado de su estructura, pero la percepción de la ciudadanía es muy distinta: existe una zona oscura dentro del partido que funciona sin un control político real. En suma, toda una forma de ejercer el poder que contradice frontalmente con la tradición socialdemócrata.
En definitiva, la cuestión no es si el PSOE puede sobrevivir -que lo hará-, sino si realmente quiere afrontar una regeneración profunda. Esa regeneración debería comprender, en esencia, varias dimensiones: una regeneración ética real y creíble; la recuperación del debate interno en el partido; la reconexión con su base social; abrir paso a nuevas generaciones políticas. Estas cuatro dimensiones que pueden considerarse imprescindibles para afrontar una transformación, no son excluyentes ente sí. Al contrario, se refuerzan mutuamente o se anulan entre sí: no puede haber reconexión social sin una ética ejemplar; no puede hablarse de relevo generacional sin debates internos; no puede haber regeneración sin asumir pérdidas de poder. Regenerarse implica renuncias, romper las inercias establecidas desde tiempo y asumir que el ejercicio del poder sólo es legítimo cuando se lleva a cabo dentro de los límites de la moralidad y de la legalidad.
Es necesario que el PSOE opte por ese camino que, sin duda, es lento, conflictivo y doloroso, pero también es posible. Si permanece anclado en la resistencia pasiva, en gestionar su progresivo desgaste -como hace en la actualidad- podrá seguir sobreviviendo, pero su significado político y moral para la ciudadanía será muy escaso.
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