Acerca de la inmanencia

La noción de inmanencia es uno de los conceptos más potentes y persistentes de la historia de la filosofía. ¿Por qué? Porque toca el núcleo mismo de cómo se piensa la realidad, el sentido y la experiencia humana.

Frente a la trascendencia, categoría filosófica que sitúa el sentido de la realidad en un «más allá» -es decir, sostiene que el fundamento de lo real se encuentra en un principio superior, divino o separado del mundo-, la inmanencia nos propone algo diferente y mucho más cercano: afirma que el ser, el sentido y el valor se encuentran dentro de la propia realidad, en aquello que vivimos y experimentamos, sin necesidad de apelar a un plano superior, divino o metafísicamente separado. Es decir, el ser -la realidad- no depende de un principio o agente exterior que sea su fundamento, ni encuentra el sentido en una instancia superior. La inmanencia defiende que ser y sentido se dan en y a través de la propia realidad.

Ahora bien, la inmanencia no se debe entender como una simple negación de la trascendencia. Se trata, más bien, de una reconfiguración completa del modo de pensar la existencia. La trascendencia introduce dos mundos -uno verdadero y otro aparente; uno superior y otro inferior – pero la inmanencia «habla de un solo mundo», sin duplicaciones ni jerarquías externas.

«Pensar desde la inmanencia» implica asumir que este mundo se basta por sí, que no necesita ser justificado ni validado por algo que es ajeno a él. El valor de las cosas no depende por tanto de su cercanía a un ideal perfecto, divino o eterno, sino que depende de lo que son en sí mismas, de cómo afectan a nuestra vida y de las posibilidades que se abren a partir de ellas mismas.

Por ello, la inmanencia tiene una fuerza especial: nos enfrenta a la responsabilidad hacia nuestra vida, nuestras decisiones y nuestras formas de vivir junto a los demás. ¿Por qué? Porque si no se establece un principio superior que sea el fundamento de la realidad y que garantice su sentido, entonces tenemos que ser nosotros quienes debemos pensar, cuidar y mantener ese sentido, aquí y ahora, en este mundo finito y cambiante.

Vamos a explorar con brevedad la raíz filosófica de la inmanencia, su desarrollo en la historia de la Filosofía y su importancia en el pensamiento filosófico contemporáneo.


¿Qué es la inmanencia? En su acepción más profunda, la inmanencia sostiene que «todo lo que es, es en sí mismo y desde sí mismo».

Esto significa que el ser no necesita apoyarse en un principio ajeno – externo, divino, metafísico o trascendente- para existir o adquirir sentido. La realidad, entendida desde la inmanencia, no remite a ningún fundamento que esté situado fuera de ella, sino que se sostiene según su propia estructura y dinámica internas.

Asumir la inmanencia supone, ante todo, renunciar a la idea de un «más allá» que garantice el sentido del mundo. No existe un supuesto mundo verdadero, eterno o superior frente a un mundo aparente o degradado. La realidad es una sola y todo lo «real» pertenece plenamente a ella, sin grados ontológicos diferenciados ni jerarquías basadas en la trascendencia.

Todo lo que venimos afirmando acerca de la inmanencia, tiene importantes implicaciones filosóficas.

En primer lugar, la inmanencia implica una «autosuficiencia del ser«. Esta idea de la autosuficiencia del ser es uno de los núcleos más radicales en la ontología de la inmanencia. Decir que el ser es autosuficiente equivale a negar que tenga causas trascendentes, ya sea Dios o cualquier otra instancia que lo funde o lo mantenga desde fuera.

Desde esta perspectiva, puede decirse que el ser es causa de sí mismocausa sui»). Pero ser causa de sí mismo no debe ser entendido en un sentido de un origen temporal. No se trata de pensar que el ser se produce a sí mismo en un determinado momento inicial, como si tuviera un comienzo en el tiempo, sino que se trata de resaltar y afirmar la suficiencia ontológica estructural del ser.

La suficiencia ontológica estructural del ser significa afirmar que su razón de ser está en su propia constitución interna. No existe ningún principio creador que lo produzca, lo explique o lo garantice. El ser no depende de nada distinto de sí mismo para existir: se basta a sí mismo y, en ese sentido, es plenamente suficiente.

Ahora bien, el ser no es suficiente porque sea una entidad cerrada o estática, sino porque posee una coherencia interna, una estructura propia que hace posible tanto su existencia como el hecho de que el ser sea inteligible (1).


(1) Algo es inteligible cuando puede ser comprendido, pensado y explicado racionalmente; cuando no se presenta como un caos absoluto, sino como una realidad que manifiesta orden, estructura o regularidad, haciendo posible su comprensión sin recurrir a lo arbitrario ni a lo inexplicable. En sentido filosófico, lo inteligible es aquello que puede ser captado conceptualmente, si bien es cierto que la realidad excede a todo concepto porque siempre es más rica, más dinámica y más compleja que cualquier formulación conceptual. En el caso concreto del ser, su inteligibilidad procede del su propia estructura u organización interna: la realidad es comprensible porque el ser mismo está estructurado de un modo que hace posible el conocimiento. Dicho de otro modo, no entendemos el mundo porque proyectemos sobre él un orden arbitrario, sino porque el ser posee una coherencia interna que se ofrece al pensamiento.


En segundo lugar, la inmanencia implica una autoexplicación del ser. Explicar la realidad o el ser no consiste en dar una explicación basada en un principio trascendente, sino en explicarlo desde la realidad misma, desde su propia estructura interna.

Desde esta perspectiva, explicar algo consiste en mostrar cómo se articula o cómo se relaciona con otras cosas y cuáles son las leyes internas rigen su funcionamiento. La explicación adquiere así un carácter horizontal porque se basa en conexiones y dinámicas internas y no está en dependencia de un principio o fundamento superior. En este sentido, hablar de trascendencia implica pensar la explicación en términos de verticalidad: Dios, lo suprasensible, lo Uno…; hablar de inmanencia supone pensar en horizontalidad: un único plano donde todo convive, se relaciona, actúa y se transforma, sin salir de él.

En otras palabras, explicar algo desde la perspectiva de la inmanencia significa, por tanto, comprender cómo ese algo se inserta en el mundo, cómo interactúa con otros elementos y cuáles son las regularidades que gobiernan su comportamiento. Por eso, se dice que es una «explicación horizontal», porque nunca sube hacia un principio o fundamente superior, sino que permanece en el mismo nivel en el que se despliega toda la realidad. En cambio, la trascendencia piensa en una explicación de tipo vertical: la realidad queda explicada por algo que está arriba, algo que la crea, la ordena o le da sentido. Algo como, por ejemplo, puede ser Dios.

Ahora bien, ¿Por qué la realidad puede ser explicada desde sí misma? Puede ser explicada desde sí porque posee una regularidad y unas relaciones internas que son suficientes para dar cuenta de lo que es y de lo que ocurre en ella. La realidad no es conjunto caótico, sino que posee un orden inteligible que hace posible su comprensión y que pueda ser explicada desde sí misma.

A pesar de que, en ocasiones, los fenómenos presentan una cierta arbitrariedad, lo cierto es que, tanto en la naturaleza como en la vida social o histórica, permanecen en un entramado de relaciones: nada existe aislado, todo se afecta y se condiciona mutuamente. Comprender la realidad es, precisamente, dar cuenta de esa red de relaciones y no apelar a ningún principio o causa que esté fuera del mundo.

Finalmente, si aceptamos la inmanencia, aceptamos que no hay un punto de vista externo al mundo desde el cual ofrecer una explicación última. Toda explicación es necesariamente interna y permanece dentro del mismo plano en el que se despliega la realidad.


En tercer lugar, la inmanencia implica la idea de unidad ontológica. En términos sencillos, la unidad ontológica significa que toda la realidad forma un único todo, sin niveles o esferas de existencia separadas. Es decir, todo comparte una misma y fundamental naturaleza ontológica.

La unidad ontológica niega, por tanto, los grandes dualismos de la tradición metafísica, como la separación entre el mundo sensible y el mundo de las Ideas en Platón, o la distinción entre una esfera divina y otra humana, presente en muchas religiones y filosofía.

En consecuencia, todo lo que existe -desde lo más pequeño hasta lo más grande- pertenece a un único sistema de realidad, en el que todo está interconectado. Cada parte se articula con las demás formando una extensa y compleja red de relaciones y significados. Las distintas partes de la realidad -o del ser- no suponen una jerarquía. Ninguna instancia es más real que otras, puesto que todas ellas son necesarias para que la totalidad exista tal y como es.

Hay importantes derivaciones filosóficas de la noción de unidad ontológica del ser, pero nos vamos a fijar especialmente en la responsabilidad ética. En efecto, nuestras acciones y pensamientos no solo nos afectan a nosotros, sino que tienen repercusión en el conjunto de la realidad. Ninguna acción es completamente aislada o neutral: todo lo que hacemos y pensamos queda inscrito en el tejido común de lo real. Por tanto, la ética ya no puede pensarse como un asunto puramente privado, sino como una dimensión que afecta necesariamente a lo común: vivir, actuar y pensar supone siempre una intervención en el mundo que compartimos.

En ese contexto, puede hablarse de una ética de la corresponsabilidad: si todos participamos de la misma realidad, entonces todos somos, de alguna manera, responsables de cómo se configura dicha realidad. Nuestra actuación ética, por lo tanto, no consiste en obedecer leyes externas o divinas, sino hacernos cargo del mundo del cual formamos parte, sin trasladar fuera nuestra responsabilidad.


La noción de inmanencia, que estamos tratando de caracterizar brevemente, no surge de repente en la filosofía, sino que tiene raíces profundas y reaparece en distintos momentos como una alternativa crítica a los modelos trascendentes.

Las primeras raíces las encontramos ya en la «filosofía presocrática», donde pensadores como Heráclito, Anaximando o Parménides, intentaron explicar el orden del universo -cosmos- partiendo de principios internos: la physis, el logos, el apeiron…

Esta visión se acentúa en el estoicimo: el logos -principio racional de comprensión del universo- no está fuera del mundo, sino que pertenece al mundo y está presente en él.

Siglos más tarde, la gran formulación filosófica de la inmanencia la ofrece Baruch Spinoza. Tenemos que recordar aquí su famosa máxima Deus sive NaturaDios o la Naturaleza»), que elimina la separación entre Dios y el mundo. Con ello, Spinoza quiere decir que Dios y la Naturaleza no son dos realidades distintas, sino una y la misma.

Spinoza no está diciendo que Dios «sea igual» a la naturaleza, en un sentido vulgar o materialista, sino que afirma que existe una única sustancia que puede llamarse Dios o Naturaleza, según el punto de vista desde el que se la considere. En suma, Dios no está fuera del mundo, sino que es el mundo mismo en su totalidad.

Lógicamente, en la tradición teológica, Dios es una causa trascendente -no inmanente-: crea el mundo pero no se identifica con él. El mundo depende de Dios, pero Dios permanece separado de su creación, situado en un plano ontológicamente superior. Pero Spinoza rompe de manera radical con dicha tradición porque considera que Dios no produce el mundo desde una atalaya exterior, sino que toda la realidad es expresión de la propia sustancia divina: las cosas no son creadas por Dios como algo distinto de Él, sino que son modos de su existencia.

Los seres particulares -personas, animales, objetos, ideas…- no son realidades independientes sino, precisamente, esos modos o maneras finitas en que la sustancia única se expresa. Esa sustancia puede ser llamada indistintamente Dios o Naturaleza (Deus sive Natura), sin que exista separación alguna entre ambos términos.

En conclusión, Deus sive Natura, significa que no hay nada fuera de la realidad, que el ser es uno, infinito y necesario y que todo lo que existe es expresión de esa misma realidad. Es la formulación más clara de la ontología de la inmanencia en la filosofía de la época moderna.

Autores como Hume o Feuerbach continuarán este movimiento inmanentista tratado, muy especialmente, por Spinoza como hemos visto.

David Hume, aborda la inmanencia, sobre todo, en el plano del conocimiento. ¿Por qué? Porque él es un empirista radical que sostiene que todo contenido del pensamiento procede exclusivamente de la experiencia. Es decir, no existen principios innatos ni metafísicos que vayan más allá de lo que se da en la percepción sensible. Desde esta posición, Hume no cree en realidades metafísicas como la sustancia, el yo, o la causalidad. Para él, dichos principios no son más que hábitos mentales que se construyen a partir de la repetición de impresiones.

¿Qué quiere decir Hume con todo esto? Que lo único que percibimos directamente son impresiones: sensaciones, emociones, colores, sonidos, movimientos, etcétera. Nunca percibimos entidades metafísicas ni conexiones necesarias, sino únicamente hechos particulares tal y como se nos presentan en la experiencia.

Cuando observamos que ciertos hechos se repiten juntos muchas veces (por ejemplo, una bola golpea a otra y esta última se mueve), nuestra mente crea el hábito de asociar esos hechos y, a partir de esta repetición, consideramos que hay una conexión causal y necesaria entre ellos. Pero Hume insiste en que la necesidad causal no está en las cosas, sino en nuestra mente: no vemos la causa, sólo vemos un hecho que de manera habitual sigue a otro. Por ello, cree que la causalidad no es una ley metafísica del mundo, sino un hábito de nuestra mente que sirve para que nos podamos orientar dentro del mundo de nuestra experiencia.

Las tesis de Hume, todavía hoy, sustentan un gran debate en la ciencia moderna. Por ejemplo, en psicología se estudia hoy el aprendizaje asociativo, que Hume calificaba como hábito. Hay experimentos en los que se muestra que nuestra mente aprende a base de regularidades o de repetición de experiencias. También en la neurociencia, el cerebro es considerado como un sistema predictivo. Es decir, el cerebro no descubre causas, sino que detecta patrones y genera expectativas sobre lo que posiblemente vaya a suceder. También en otras áreas de la ciencia moderna, las leyes causales no se entienden como necesidades absolutas, sino como regularidades estables que son descritas por medio de modelos científicos. La ciencia no prueba que algo «tiene que ocurrir necesariamente», sino que sólo muestra que ese algo ocurre con regularidad si se dan ciertas condiciones.

En cuanto a Ludwig Feuerbach, su tesis principal -muy resumidamente- es que la teología es, en realidad, una antropología encubierta.

Lo que quiere decir este filósofo de Baviera (Alemania) es que el ser humano atribuye a Dios todo lo que él considera como lo más valioso: la razón, el amor, la justicia, la omnipotencia, la eternidad… Dios se convierte, por tanto, en un espejo idealizado de las esencias humanas.

El esquema, es el siguiente: el ser humano reconoce en sí, ciertas capacidades; las eleva a lo absoluto; y las coloca fuera de sí, en un ser trascendente -Dios-.

Si entendemos correctamente a Feuerbach, nos daremos cuenta de que lo que propone es una especie de inversión: Dios no crea al ser humano, sino que es éste quien crea a Dios. La religión no es una revelación divina -que para Feuerbach es algo inexistente-, sino que surge como fruto de las necesidades y de los deseos humanos: como, por ejemplo, son anhelar el sentido de las cosas, el consuelo, la justicia, la inmortalidad, etc.

Las ideas de Feuerbach, en el contexto de la inmanencia, suponen que se elimina la trascendencia religiosa y coloca el sentido de la realidad dentro de la vida humana y natural: no conviene, según Feuerbach, buscar en el cielo lo que pertenece a la tierra, porque lo divino es una forma de alienación de lo humano.


El punto más radical de la crítica a la trascendencia llega con Nietzsche. Basta con recordar su célebre expresión «la muerte de Dios», que no ha de entenderse como una afirmación meramente teológica, sino como un diagnóstico cultural e histórico: los valores supremos que habían sostenido la moral, la metafísica y la visión del mundo en Occidente, han perdido su fuerza vinculante.

Dios representaba para Nietzsche la forma suprema del fundamento trascendente: el mundo verdadero de Platón, la razón absoluta, la moral cristiana, etc. Con su desaparición, se derrumba el eje vertical que sostenía todo el pensamiento occidental: ya no hay un «arriba« creador de todo lo que hay «abajo«; ni tampoco hay un ideal eterno que se opone a un mundo sensible, imperfecto y degradado.

Al contrario, Nietzsche considera la trascendencia como la negación misma de la vida. La moral cristiana y ascética es el ejemplo paradigmático que utiliza Nietzsche: el cristianismo nos promete la salvación en otro mundo y, para ello, hay que aceptar el sufrimiento en aras a obtener la ansiada recompensa de una vida eterna. Mientras, la vida presente, terrenal, la única vida real, se vive entonces como culpavalle de lágrimas– y no como una afirmación plena de todas sus capacidades.

Como vemos, Nietzsche lleva a cabo una filosofía radical de la inmanencia: no hay otro mundo que sirva para redimir a este; no hay un sentido que tengamos que buscar en el más allá; nuestra tarea es la de una afirmación plena de la vida, aquí y ahora, incluso en su devenir trágico.


Vamos a concluir este artículo sobre la inmanencia filosófica con dos brevísimos apuntes sobre la inmanencia en la fenomenología y en el pensamiento de Deleuze.

Para Husserl, considerado el «padre de la fenomenología«, tanto el racionalismo como la objetividad científica han olvidado dónde se encuentra el origen del sentido, al pasar por alto dónde se encuentra el significado de las cosas. Según Husserl, la ciencia moderna describe el mundo mediante leyes, fórmulas y modelos, pero no se interroga por el sentido del mundo. Habla de espacio, tiempo, objetos, causalidad, pero no se pregunta cómo esos conceptos llegan a ser significativos para la experiencia humana. La ciencia explica el cómo de los fenómenos, pero deja en suspenso el qué significan.

Por otra parte, el racionalismo cree que el sentido del mundo radica exclusivamente en las estructuras racionales o lógicas, pero comete el error de olvidar que ningún sentido existe sin ser vivido o experimentado. No hay ningún significado que sea puro, abstracto o independiente de la experiencia; todo sentido debe ser experimentado por una conciencia.

La conclusión para Husserl es que el sentido del mundo se da en lo que él llama «el mundo de la vida» (Lebenswelt) que es, simplemente, el mundo que vivimos previo a toda teorización. La fenomenología supone, precisamente, una recuperación del sentido: volver a «las cosas mismas», tal y como estas se nos muestran en la experiencia. No se trata de negar la ciencia, cuyo aporte al conocimiento es imprescindible, sino de reubicarla en su soporte originario: el mundo de la vida.

Estos planteamientos de Husserl no hacen sino reforzar las tesis de la inmanencia filosófica. ¿Por qué? Porque el sentido no «desciende» desde los principios metafísicos, sino que emerge desde el propio mundo de la vida, a partir del modo en que dicho mundo se muestra a nuestra conciencia.

Para otro filósofo, Merleau-Ponty, el centro de nuestra experiencia es nuestro propio cuerpo. Él afirma que somos cuerpo y que el «cuerpo vivido« es el que hace posible toda percepción. En definitiva, el mundo se nos aparece desde el momento en que, corporalmente, estamos insertos en él. Nuestro cuerpo y el mundo, para este pensador francés, viven en un estado de entrelazamiento: ver, tocar, moverse, son ya formas de comprender. El mundo no es algo que esté frente a nosotros como un objeto más, sino que es continuidad de nuestra propia existencia corporal. La inmanencia aparece aquí en un estado muy radical: el sentido no procede de elementos trascendentes, ni de arriba, ni de fuera, sino que nace en el encuentro que se produce entre el cuerpo y el mundo. En suma, nace de la experiencia vivida.


Por lo que se refiere a Gilles Deleuze, filósofo parisino nacido en 1925, es el gran pensador contemporáneo de la inmanencia.

Su principal aportación es considerar que la inmanencia no es algo que pertenezca al mundo en sí mismo, sino que es un plano de pensamiento. ¿Qué se quiere decir con ello? Significa que la inmanencia es una manera de pensar el mundo, que no recurre a ideas externas o superiores. Todo lo que pensamos y conocemos está conectado en el mismo plano, sin jerarquías superiores ni inferiores. Para Deleuze, por tanto, pensar es trazar una especie de campo de fuerzas donde unas actúan sobre otras: las ideas no permanecen estáticas, se mueven, se transforman, se relacionan y chocan mutuamente.

Por eso, él introduce la idea del devenir: pensar no es definir lo que algo es, sino efectuar el seguimiento de cómo ese algo cambia o se transforma, cómo puede llegar a ser otra cosa. Por eso, para Deleuze el pensamiento siempre está en proceso y todo ocurre siempre en el mismo plano: pensamiento, cuerpo, afectos, deseos, naturaleza, sociedad, cultura, etcétera. No existen categorías ontológicas previas al plano del pensamiento. De esa forma, dicho plano se convierte, según el filósofo francés, en la condición misma del filosofar.

En otras palabras, Deleuze cree que el pensamiento, al pensar, traza un plano que sólo surge con el acto de pensar. Pensar es construir un espacio -un plano- donde no hay referencias a nada trascendente, sino al devenir, a la multiplicidad y creatividad de la vida, a su capacidad para producir formas y relaciones que se organizan entre ellas mismas: la vida es una autoafirmación continua que despliega fuerzas, diferencias y nuevas formas de existir. Incluso cuando hay dolor, la vida sigue afirmándose como un impulso de seguir siendo y de transformarse. En conclusión, la vida es una afirmación continua porque nunca está cerrada, sino en proceso permanente.

La propuesta de Deleuze choca frontalmente con la metafísica clásica, que buscaba fundamentos estables (las esencias, las causas primeras, las sustancias…). Su plano de la inmanencia no tiene orden fijo, sino que consiste en un dinamismo que surge con el pensamiento y que se caracteriza por una multiplicidad de flujos y procesos. Deleuze no pregunta ¿qué es?, como haría un pensador metafísico tradicional, sino ¿qué produce? ¿qué puede? ¿cómo se conecta?

Para entender algo mejor todo este esquema que nos propone Deleuze, pensemos en la película Avatar: el planeta Pandora es una especie de «plano de pensamiento». Todo está conectado en el mismo nivel -seres vivos, energía, memoria, naturaleza, cuerpos, seres… Todo vive por medio de relaciones, flujos y conexiones que se auto organizan desde dentro, sin necesidad de recurrir a ningún fundamento externo ni divino.


La inmanencia, en resumen, no es solo una categoría ontológica, sino un modo de existir. Implica asumir que lo real se basta a sí mismo y que la vida no necesita tutelas divinas o trascendentes para desarrollar su sentido. Significa pensar en un mundo abierto, creativo y plural, donde cada forma de vida participa del mismo plano común.

Frente a la verticalidad jerárquica de la trascendencia, la inmanencia propone la tierra: una misma superficie donde todo se da, se transforma y coexiste. No hay alturas sagradas ni profundidades degradadas, sino un campo compartido de relaciones, fuerzas y devenires.

Por eso, la inmanencia es una filosofía radical, pero también profundamente liberadora. Nos invita a dejar de buscar el sentido fuera, más allá o por encima de la vida, y a reconocer que el sentido ya está aquí, en el propio acto de vivir, en la intensidad de las relaciones, en la creación constante de formas de existencia. No hace falta elevarse: basta con habitar plenamente la inmanencia del vivir.

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