Contra la normalización de la barbarie…

Sí hay líneas rojas!!!
El verdadero peligro no es que gobierne la extrema derecha. El verdadero peligro es que una parte significativa de la sociedad está empezando a considerar esa posibilidad como algo aceptable. Es decir, que ya no supone un escándalo o que se trata de una opción legítima lo que, en realidad, es un proyecto de demolición moral.
Vox no representa una alternativa dentro del juego democrático: representa su degradación. Su programa no es conservador, es regresivo; no es crítico, es destructivo; no es anti-sistema, es anti-civilización. Allí donde otros discuten cómo mejorar la vida en común, la extrema derecha se dedica a señalar culpables, a simplificar la complejidad social hasta convertirla en un odio digerible y a convertir la ignorancia en bandera política.
¿Por qué puede afirmarse esto? Porque no hay ninguna inocencia cuando se niega la violencia machista; no hay nada de ingenuidad al ridiculizar el feminismo; no hay nada casual en criminalizar al inmigrante o en sabotear cualquier política climática. Todo forma parte de una misma operación: desmantelar la idea misma de igualdad, sustituir los derechos de todos por privilegios de unos pocos y devolver la política a una lógica de fuerza, jerarquía y exclusión. Es el sueño de cualquier autoritarismo: una sociedad cansada, desinformada y dispuesta a sacrificar a los otros para sentirse a salvo.
Lo obsceno es que ese proyecto se disfrace de “libertad”. ¿A qué libertad se refiere la extrema derecha? A la libertad para discriminar, para mentir, para ignorar la ciencia, para reescribir la historia y para deshumanizar al diferente. Es una libertad que se entiende no como ejercicio moral, sino como licencia o permiso absoluto para ejercer el resentimiento. Como ya nos advirtió Theodor W. Adorno, el autoritarismo no irrumpe desde fuera: «se gesta en personalidades incapaces de tolerar la ambigüedad, el pensamiento complejo y la diferencia».
La extrema derecha prospera basándose en un imaginario infantil: la fantasía de que hubo un pasado ordenado, homogéneo y próspero al que tenemos que regresar, aunque sea a costa de expulsar a todos los que nos resultan incómodos. Esa fantasía exige enemigos permanentes: hoy son las mujeres feministas, los inmigrantes, los ecologistas, los profesores, los periodistas, los científicos; mañana será cualquier otro u otros que no encajen en el molde. El autoritarismo siempre termina por señalar a otros.
El “blanqueamiento mediático” completa la operación. Se presenta a Vox como “una derecha dura”, como “una reacción comprensible”, como “un enfado legítimo”, como un «fruto del desencanto». Se acepta su negacionismo como si fuera una opinión respetable. Se debate sobre la violencia machista como si fuera una simple cuestión estadística. Se relativiza el cambio climático o, directamente, se niega, con la misma naturalidad del imbécil que afirma que la Tierra es plana. Así es como mueren las democracias modernas: no bajo el estruendo de un golpe de Estado, sino con el murmullo constante de tertulias banales e intrascendentes, donde queda atrapada la ilusión de una multitud de ciudadanos que renuncian a pensar.
Lo más inquietante, tal vez, no sea su discurso, sino la cobardía de quienes lo normalizan. De quienes piden “escuchar todas las opiniones”, cuando saben perfectamente que algunas opiniones niegan la dignidad humana; de quienes confunden pluralismo con relativismo moral. Como nos enseñó Hannah Arendt, «el mal no necesita monstruos«: le basta con burócratas del silencio, con ciudadanos que prefieren la comodidad de no posicionarse.
En esto, no puede haber ningún tipo de debate cultural. Lo que hay es una línea roja, porque no todo es discutible, ni todo es negociable. Los derechos humanos no son una moda ideológica, ni la igualdad es una concesión temporal, ni la ciencia una opinión más. Cuando esos pilares se ponen en cuestión, la democracia deja de ser un proyecto compartido y se convierte en un cascarón vacío, listo para ser ocupado por los fuertes, los matones, los machos, los neofascistas, etc.
En ese contexto, radicalizarse no supone ningún extremismo: es lucidez. Radical es ir a la raíz del problema y decirlo sin eufemismos; radical es negarse a aceptar que el retroceso sea considerado como una alternativa política; radical es entender que la neutralidad, hoy, ya es una forma de complicidad.
Porque no se trata de una disputa electoral más, sino de la disyuntiva entre una sociedad imperfecta, pero que se puede mejorar, y un modelo autoritario que utiliza el miedo, la exclusión o la mentira.
España ante su línea roja
En España, esto que venimos afirmando no es un debate teórico ni una abstracción moral. Tiene nombres, siglas y responsabilidades concretas. La extrema derecha no avanza sola: avanza porque ha sido blanqueada, legitimada y convertida en un socio necesario. Avanza porque hay una derecha tradicional, incapaz de ofrecer un proyecto propio, más allá de la nostalgia, o el resentimiento, que ha decidido que acceder al poder tiene mucho más valor que los principios. Cuando la derecha se muestra dispuesta a pactar con Vox y, de hecho, lo hace en algunas comunidades, no “gestiona mayorías”: normaliza la barbarie.
No hay coartadas posibles. No se trata de un pragmatismo institucional. Es una claudicación moral en toda regla. No es aritmética parlamentaria, es renuncia política. Cada concejalía entregada, cada consejería cedida, cada discurso compartido, erosiona un poco más el suelo democrático común. Y quien crea que puede domesticar a la extrema derecha no ha entendido nada de la historia: el autoritarismo nunca se sacia; siempre exige más.
Sin embargo, aquí no cabe la neutralidad. No hay término medio entre defender una sociedad plural y aceptar su demolición. Quien calla, consiente. Quien pacta, legitima. Quien relativiza, colabora. Como advirtió Hannah Arendt, el mal no necesita fanáticos vociferantes: le basta con ciudadanos respetables que miren hacia otro lado, mientras todo lo que es intolerable se vuelve rutina.
Por eso el problema no es solo Vox. El problema es el ecosistema político, mediático y cultural que ha decidido que la igualdad, los derechos y la verdad científica son negociables si con ello se puede acceder a gobernar. El problema es una derecha que ha preferido incendiar el consenso democrático antes que aceptar los límites éticos del poder. Y también una sociedad que empieza a acostumbrarse a ello..
No estamos ante una elección más. Estamos ante una frontera histórica: o se defiende activamente la democracia —con todas sus imperfecciones— o se acepta su vaciamiento progresivo. No hay tercera vía. No hay refugio cómodo. No hay excusas futuras.
Porque cuando el retroceso se consolida, ya no sirve decir “no sabíamos”. Y cuando la extrema derecha gobierna, nunca lo hace sola: gobierna con la complicidad de quienes pensaron que pactar con ella era solo una estrategia y no una traición a la democracia.
Deja un comentario