No creo en el nacimiento de un dios, ni en las promesas de redención, ni de vida eterna. Y, sin embargo, cada diciembre algo se impone: es una pausa. La Navidad, incluso para quien no cree, introduce una grieta en el tiempo ordinario, un paréntesis donde el ritmo se desacelera y la vida parece pedir que hagamos balance.
I.
Vincular el sentido de la Navidad con la posibilidad de no ser creyente no supone esta que pierda su significado, sino, paradójicamente, mostrar hasta qué punto su núcleo simbólico va más allá de un marco estrictamente confesional.
La Navidad, entendida filosóficamente, no exige que haya una adhesión dogmática previa. ¿Por qué? Porque el tiempo navideño interpela sobre una experiencia humana fundamental, que también puede ser planteada desde una posición no religiosa.
Para el creyente, la Navidad remite a la encarnación -Dios se hace carne en la figura de Jesucristo-; sin embargo, para el no creyente, puede leerse como una afirmación de la dignidad de lo humano revestida en su forma más vulnerable y frágil. En ambos casos, la cuestión central no trata del poder ni de la trascendencia, sino de la fragilidad como lugar de sentido, es decir, como aquello que da valor, significado y orientación a la existencia: la vulnerabilidad deja de ser un defecto que tenga que ocultarse y pasa a ser un espacio desde el que se fundamenta lo ético, el cuidado, la compasión, la responsabilidad hacia el otro.
La figura del nacimiento funciona aquí como un símbolo universal: todo comienzo auténtico es débil, incierto y expuesto a un riesgo, y precisamente por eso es portador de algo nuevo.
Desde una perspectiva no religiosa, la Navidad puede entenderse como una crítica cultural al imaginario dominante del poder o de la fuerza. Es decir, lo que es grande, visible y fuerte es lo que parece como lo único digno de atención.
Frente a un mundo contemporáneo que ensalza el éxito, el poder, la dominación, la eficacia y la visibilidad, el símbolo navideño propone lo contrario: lo que importa no es la imposición, ni el anuncio estruendoso. Lo que propone, por tanto, es una inversión de los valores que no necesita de la fe religiosa, sino de una determinada concepción ética de la condición humana. La escena del nacimiento introduce una contra-imagen radical: lo decisivo tiene lugar en lo pequeño, en lo marginal, en lo que apenas cuenta.
La Navidad, en este sentido, no tiene por qué entenderse como algo religioso o perteneciente a un “más allá” teológico. Puede comprenderse como un momento en el que lo humano se abre a algo más grande, sin necesidad de dejar de lado la vida cotidiana. Ese «algo más» puede ser tanto el sentido de la vida, como la justicia o la responsabilidad hacia los demás. Para vivir eso ni siquiera hace falta creer en Dios. Basta con abandonar nuestro egoísmo y dejar de pensar sólo en uno mismo.
Esta lectura acerca de la Navidad, conecta con una tradición filosófica que sostiene que la dignidad humana no tiene, necesariamente, que tener una fundamentación religiosa. La Navidad refuerza la idea de que cada persona, cada vida humana, no se mide por su utilidad, sino que muestra que lo pequeño, lo débil y lo humano tiene un valor absoluto. No se trata de una creencia, sino una forma de mirar y tratar a los demás.
Para quien no cree, la Navidad no tiene por qué vivirse como un acto de fe, o como algo religioso. Puede entenderse, más bien, como un recordatorio de ciertos valores humanos que son importantes. También , como una forma de resistencia cultural: resistencia ante el individualismo, al consumo vacío, al olvido de los demás, resistencia a la idea de que sólo tiene interés lo que es de utilidad o lo que resulta rentable. En este sentido, participar del imaginario navideño no implica aceptar una doctrina, sino asumir una orientación: cuidar de lo frágil y sostener la esperanza.
Incluso, la esperanza puede mantenerse sin referencias teológicas. El “tiempo de adviento” -es decir, la Navidad o tiempo de espera- no implica necesariamente aceptar que la realidad, tal y como es ahora, es lo único posible. Significa que las cosas pueden cambiar, aunque hoy no veamos cómo ese cambio pueda ser posible. La Navidad, así entendida, supone que el presente no tiene la última palabra y que siempre puede llegar algo nuevo…
Estas reflexiones permiten también comprender la razón de porqué la Navidad mantiene su fuerza simbólica, incluso, en sociedades secularizadas.
No se tata solamente de una tradición o de una inercia cultural, sino de la necesidad humana de contar con símbolos que expresen todo aquello que no puede reducirse a datos. El nacimiento, la noche fría o el cuidado de un niño indefenso, siguen siendo imágenes que nos hablan, incluso cuando no se tiene fe.
Por tanto, la Navidad puede convertirse en un espacio de encuentro entre creyentes y no creyentes. No porque todos crean lo mismo, sino porque lo importante es que muchos comparten una intuición profunda: que lo humano encuentra más sentido en la fragilidad que en la fuerza; que la dignidad no depende del éxito, y que el sentido de la vida no siempre está en lo que se ve, se mide o se muestra; a veces está en lo sencillo, lo discreto, lo silencioso o lo pequeño.
En última instancia, si la Navidad tuviera un sentido trascendental, este no nos obliga a creer, pero sí nos invita a pensar. Nos obliga a preguntarnos qué es lo que entendemos por sentido, por esperanza, por dignidad. Y esa pregunta —seamos creyentes o no— es ya una forma de trascendencia: salir de lo inmediato, de lo rutinario o de lo puramente práctico, sin necesidad de recurrir a la fe.
II.
Para un no creyente, la Navidad no es fe, es memoria: es el regreso de los ausentes, de las palabras no dichas, de las mesas donde ya no se sientan todos. No hay ningún milagro, pero sí una verdad elemental: todos somos vulnerables y dependemos unos de otros más de lo que nos gusta admitir.
Pero también en la Navidad está la contradicción: una fiesta que habla de pobreza pero que, a su vez, está envuelta en consumo; de paz, pero rodeada de guerras; de comunidad, pero vivida a menudo en soledad. Y aun así, la Navidad resiste en nosotros y a pesar de nosotros. Quizá porque, más allá del dogma, la Navidad nombra una intuición humana básica: la necesidad de cuidado. El gesto de dar, de detenerse, de mirar al otro sin prisa.
El no creyente no espera la salvación trascendente, pero puede reconocer el valor simbólico que tiene ese antiguo relato: un niño frágil, una promesa, una esperanza que no se impone por la fuerza. En los tiempos de cinismo, ese símbolo —despojado de teología— sigue siendo necesario.
Tal vez la Navidad sea eso: no una verdad revelada, sino una pregunta que vuelve cada año: ¿Qué hacemos o qué actitud tomamos hacia los demás? ¿Cómo habitamos el tiempo que se nos es dado vivir? Para quien no cree, la respuesta no viene del cielo. Viene de la responsabilidad, del recuerdo y del cuidado cotidiano. Y quizá, con eso, baste.
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