Kierkegaard: su crítica a la masa


Kierkegaard: la pasión de existir. Libertad, angustia y subjetividad en tiempos de incertidumbre


Søren Kierkegaard (1813-1855) es uno de esos filósofos cuya obra nace directamente desde esa herida abierta que todo ser humano lleva consigo: la herida del existir. Su escritura no pretende construir un sistema ni ofrecer una explicación totalizadora del mundo —tarea que consideraba imposible e, incluso, deshonesta—. En lugar de eso, Kierkegaard se dirige al individuo concreto, hacia el lector singular, para empujarlo a enfrentarse con lo que realmente significa vivir, decidir y arriesgarse.

El filósofo de Copenhague, se sitúa en abierta oposición al espíritu de su tiempo -dominado por el sistema de Hegel y por la fe en la razón absoluta que pretende comprenderlo y abarcarlo todo-, y lanza una acusación muy contundente: la filosofía ha olvidado a la existencia. Es decir, ha dejado atrás al individuo irreductible que sufre, ama, duda y se angustia. Para Kierkegaard, esa «desatención u olvido«, no es un simple error teórico, sino una traición a lo él considera como lo más propio del ser humano.

Desde esa acusación provocadora, Kierkegaard construye una obra filosófica que se sitúa en los orígenes del pensamiento existencial y que todavía hoy mantiene una gran fuerza. El motivo es sencillo: Kierkegaard nos recuerda algo que olvidamos con frecuencia, algo que la modernidad, con sus sistemas y su objetividad impersonal, intenta disimular: ese algo es que la vida humana no puede vivirse desde fuera, como si fuera un objeto que contemplamos desde una distancia neutra, sino que ha de vivirse desde dentro -en primera persona-, allí donde la razón no siempre alcanza a ser suficiente, y donde cada decisión implica pasión, vértigo, responsabilidad, riesgo y, muchas veces, miedo.

Vamos a explorar con brevedad esa «reivindicación de la subjetividad», la crítica de Kierkegaard a la «masa» y a la «abstracción», y la actualidad de esos pensamientos en un mundo que ha cambiado radicalmente con respecto al que Kierkegaard conoció, pero que sigue enfrentándose a los mismos dilemas fundamentales, aunque de otro modo.


Kierkegaard vivió en una Copenhague relativamente tranquila, burguesa, ajena, en apariencia, a los grandes conflictos de Europa. Sin embargo, su filosofía nace como una reacción intensa frente a un enemigo intelectual que él percibe como devastador: el sistema de Hegel, que no consiste solo en una escuela filosófica, sino en una manera de concebir la realidad como totalidad racional y necesaria. Algo así como un gigantesco mecanismo lógico en el que todo encaja y donde cada individuo es apenas una nota en la gran sinfonía del Espíritu. Frente al universo cerrado y armónico que propone Hegel, Kierkegaard protesta con vehemencia y afirma, justamente, lo contrario: que la existencia humana es ruptura, elección, riesgo, salto; que lo que de verdad es importante no encaja en ningún sistema y que tratar de dar una explicación total a la vida, es una forma de falsificarla. Para él, explicar al individuo desde las categorías generales de Hegel —como la historia universal, la razón absoluta, o la evolución del espíritu— es borrar su singularidad concreta.

Lo que irrita a Kierkegaard no es la racionalidad en sí, sino la pretensión de abarcarlo todo y eliminar el riesgo, la incertidumbre, la responsabilidad singular de cada individuo concreto. La vida no puede ser deducida, afirma nuestro filósofo. No existe un punto de vista absoluto desde el cual se pueda comprender la existencia humana, porque el lugar de la verdad no está en una perspectiva universal, sino en el interior del individuo, que es capaz de elegir y tomar sus decisiones.

En este sentido, su crítica es sorprendentemente actual porque se dirige hacia algo que hoy vivimos con gran intensidad: la desaparición del individuo concreto detrás de las abstracciones. ¿Qué significa esto? Que la modernidad tiende a diluir al individuo en categorías cada vez más amplias: la masa, la opinión pública, la gente, la sociedad, etcétera, y en ese proceso se pierde lo que hay de único e irrepetible en cada ser humano. Todo, en este mundo actual, puede medirse, procesarse o predecirse. El pensamiento, la política, la economía o el lenguaje utilizan categorías abstractas antes que referirse a las vidas concretas. Así, se habla de inmigración, daños colaterales, recursos humanos, usuarios, cifras, etc, escondiendo detrás de esas categorías al verdadero ser humano que existe. No es que Kierkegaard considere que la abstracción sea mala en sí, puesto que es necesaria para pensar y organizar la realidad, sino que el problema aparece cuando la abstracción reemplaza al individuo concreto, ocultando su sufrimiento, su fragilidad o su dignidad.

Para Kierkegaard, esta reducción del individuo es muy peligrosa porque elimina aquello que, precisamente, convierte nuestra existencia en algo humano: la libertad interior, la responsabilidad personal, la posibilidad de ser distinto o, incluso, de ir contra corriente. Cuando la persona se deja absorber por la masa -esa entidad anónima que Kierkegaard ya criticaba en el siglo XIX- pierde el sentido de sí misma, se vuelve intercambiable, sustituible…

Pero, ¿qué significa exactamente la masa para Kierkegaard? No se trata de un simple conjunto de personas, sino de una forma de vivir sin voz propia. La característica principal de vivir en la masa es que todos se esconden detrás del «todo el mundo dice…«, «todo el mundo piensa…», «todo el mundo hace…». Ese anonimato es el terreno propicio para que en nuestra sociedad tan tecnológica domine actualmente la despersonalización.

Si hay una frase célebre de Kierkegaard que resume su preocupación por la despersonalización moderna, es esta: “La multitud es la mentira”. Con esto, quiere decir que la masa, el público -ese conjunto anónimo e intercambiable de opiniones que se refleja en los medios, en la política o en las conversaciones-, destruyen la responsabilidad individual. En la masa, nadie responde por nada; las opiniones se repiten mecánicamente, sin apropiación personal; las decisiones se diluyen; la verdad se sustituye por el consenso o por la moda; el yo se convierte en una especie de eco…

Kierkegaard no conoció, por supuesto, las redes sociales, pero su análisis sobre «la masa» parece anticiparlas, en algún sentido. Cuando se refiere al «público» al que describe como una colectividad que cree tener razón y autoridad por el simple hecho de ser numéricamente mayor-, señala algo esencial: ese público opera sin compromiso, sin responsabilidad y sin rostro personal. Y esto, encaja con la lógica del anonimato digital, tan característica de nuestro tiempo, donde la opinión despersonalizada y la presión constante por estar alineados con la corriente dominante, son fuerzas poderosas e impersonales que moldean nuestra identidad y nuestra conducta. El público es, para Kierkegaard, una abstracción vacía que ocupa el lugar de la auténtica relación entre personas reales.

Este esquema, ya denunciado por el filósofo en el siglo XIX, parece encajar a la perfección en las redes sociales porque estas están caracterizadas por un anonimato múltiple (cuentas sin nombre, perfiles falsos, avatares…); por un juicio sin responsabilidad (se juzga, se señala, se ridiculiza o se aplaude sin atender a las consecuencias puesto que nadie se hace cargo del daño o del impacto causado); o por imponer, no la verdad, sino aquello que tiene más capacidad de propagación inmediata.

La propuesta de Kierkegaard frente a esta presión de la masa es llevar a cabo un acto de resistencia radical: volver a recuperar la interioridad.

¿Qué significa esto? Que la interioridad, para Kierkegaard, no es solamente el mundo psicológico, sino el lugar donde uno se convierte realmente en sí mismo. El lugar donde cada persona toma conciencia de que es responsable de su vida y de sus elecciones. Es un espacio sin excusas y sin anonimato, donde sólo está presente la relación directa con uno mismo y, en su caso, con Dios.

Para poder recuperar la interioridad, Kierkegaard exige el silenciopara oír la propia voz-; la soledadpara no vivir en función de otros-; el riesgo, –porque nuestras elecciones siempre suponen exponerse– y la responsabilidadporque la decisión verdadera es la que tomamos nosotros mismos, sin ninguna delegación-. El filósofo está convencido de que la existencia auténtica no puede vivirse en el ruido constante de las opiniones, las tendencias, la redes, o cualquier otra forma de opinión colectiva que silencie la voz propia.

Como vemos, se trata de una propuesta dura, pero liberadora: cada persona tiene que recuperar su interioridad para, desde ella, poder tomar decisiones que no estén fundamentadas en las estadísticas o en las expectativas sociales, sino en lo que uno ha llegado a ser ante sí mismo.


Dejaremos para otra posible entrada del blog, una de las aportaciones más conocidas de Kierkegaard como es su descripción de los «estadios de la existencia«. Con ello, el filósofo se refería a tres maneras posibles de situarse ante la vida. Cada uno de las cuales, implica una distinta concepción de la libertad y de la responsabilidad.


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