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El desencanto democrático se ha convertido en un rasgo estructural de las sociedades contemporáneas. La crisis de representación, la polarización, la tecnificación creciente de la política y el incremento de las desigualdades están debilitando la confianza en las instituciones públicas. En este contexto, la obra del filósofo estadounidense Michael J. Sandel adquiere una importancia particular. Lleva a cabo una «crítica a la meritocracia» y denuncia cómo el debate político se ha desplazado hacia una mera cuestión de gestión técnica. Según él, eso permite comprender los motivos por los cuales una buena parte de la ciudadanía siente que la democracia ya no les pertenece. Sandel revela cómo la meritocracia —según la cual cada individuo alcanza su posición solo por su talento y esfuerzo— termina generando humillación, resentimiento y exclusión, mientras que la «tecnocratización de la vida pública» reduce la participación ciudadana a un papel pasivo. Su análisis es esclarecedor acerca de los fundamentos morales del malestar democrático actual.
Veremos, con brevedad, el diagnóstico que este filósofo realiza sobre la crisis de la democracia liberal. A diferencia de otros autores, que explican el desencanto en clave institucional, Sandel incorpora en su explicación una dimensión moral y comunitaria. Sostiene que la democracia está amenazada por un deterioro del sentido del bien común y por el avance de una lógica meritocrática que, como hemos dicho, genera arrogancia en las élites y humillación en los perdedores.
En la actualidad, parece haber un consenso entre numerosos autores -como, por ejemplo, J. Habermas, Steven Levitsky o Daniel Ziblatt– acerca de que el desencanto democrático no tiene su origen únicamente en los fallos que se originan en los procedimientos técnicos. Es decir, para entender el alcance del malestar actual, no basta con señalar los errores en la gestión o las crisis económicas, sino que lo decisivo es que se produce una ruptura del vínculo que siempre debe de unir a la ciudadanía con el poder político. La desafección ciudadana surge, por tanto, cuando las instituciones dejan se ser percibidas como instrumentos de autogobierno colectivo.
Por tanto, la cuestión central aquí es analizar cuáles son los factores que han dado lugar a esa desafección y que han fracturado el vínculo al que nos referíamos en el párrafo anterior.
I
Podemos empezar señalando la creciente desigualdad socioeconómica, que alimenta la sensación de que la democracia formal no corrige las injusticias que sufren los ciudadanos en el orden material.
La idea es que, aunque vivimos en sistemas democráticos en los que todos podemos votar y, teóricamente, participar en las decisiones, la desigualdad económica no deja de aumentar. Mucha gente siente que la“democracia formal” —es decir, la que se limita a las elecciones y procedimientos— no resuelve los problemas reales de la vida cotidiana: salarios que no llegan, vivienda inaccesible, trabajos precarios, servicios públicos que se debilitan y pierden calidad, etc.
El resultado es que las personas perciben que el sistema democrático no mejora sus condiciones materiales de vida, y eso genera frustración y desconfianza.
II
Otro factor que puede analizarse es la profesionalización y elitización de la política, que genera distancia y desconfianza hacia los representantes políticos, los cuales son percibidos como ajenos a la vida de la gente corriente.
La política se convierte en una profesión estable, muy bien pagada y, en muchas ocasiones, desconectada de la experiencia cotidiana. Cuando eso ocurre, muchos ciudadanos ven a los políticos como un grupo aparte, constituyendo una élite propia. No son percibidos como conciudadanos que asumen, de manera temporal, responsabilidades políticas y de gestión pública, sino que son considerados como personas que viven de la política, tienen privilegios y un estilo de vida que no es el estilo propio de la gente común.
Ese fenómeno de “elitización” crea una distancia emocional y social: la ciudadanía deja de sentirse representada. Si a esto se suma que muchos políticos llevan años sin ejercer determinados trabajos, ni viven los problemas o realidades sociales, entonces crece la idea de que no entienden —o no quieren entender— lo que preocupa a la mayoría, ni llevan a cabo una gestión adecuada para solucionar los problemas de los ciudadanos.
III
Un tercer factor puede ser la tecnocracia, entendida como la progresiva sustitución del debate ciudadano y parlamentario por las decisiones de los llamados «expertos», las cuales son consideradas como inevitables. Bajo la lógica de la tecnocracia, importantes decisiones políticas se justifican afirmando que «no hay otra alternativa posible» porque los expertos -economistas, juristas, técnicos, etc.- así lo afirman. No se trata aquí de cuestionar el conocimiento experto, que es imprescindible en sociedades tan complejas como la actual, sino que se cuestiona el hecho de otorgarle el rango de conocimiento absoluto y convertirlo en el criterio último de legitimidad.
La consecuencia más grave de todo esto es que se desactiva el debate público acerca del modelo de sociedad que queremos construir. Cuestiones fundamentales -como el tipo de sanidad que queremos, la gestión de los recursos públicos y otras de similar importancia-, son vistas como asuntos puramente técnicos que quedan cerrados a la deliberación ciudadana: la ciudadanía ya no decide; solo debe aceptar. La gente siente que su voz no cuenta, que votar no cambia nada y que las decisiones de peso se toman en despachos cerrados…
Por otra parte, lo que es “técnicamente correcto” no siempre coincide con lo que es “socialmente justo«. ¿Por qué? Porque los «expertos» no suelen representar a intereses colectivos, sino que atienen a criterios de eficiencia, estabilidad o competitividad. Por ejemplo, una política puede ser conveniente desde el punto de vista presupuestario pero, al mismo tiempo, muy injusta desde la perspectiva de la igualdad social o del acceso a derechos básicos por parte de toda la población.
IV
También la polarización digital, debilita la deliberación y transforma la esfera pública en una lucha de identidades. ¿De qué manera actúa la polarización digital? Amplificando, las redes sociales, los mensajes más emocionales, simples y extremos. Este fenómeno de la polarización no favorece en modo alguno el debate, sino que empuja a los usuarios de las redes sociales a posicionarse a favor o en contra de manera inmediata, sin la debida reflexión ni exposición de argumentos. De esa manera, cualquier tema se convierte en choque frontal y el debate público degenera en un intercambio de mensajes etiquetados, simples, en meras consignas, o, incluso, en insultos. El objetivo no es el diálogo ni tampoco la verdad, es ganar el relato y derrotar simbólicamente al «enemigo«.
Además de todos estos factores, que comparten diversos autores, Sandel aporta un matiz diferencial y decisivo: el desencanto democrático es, ante todo, una crisis moral.
En su obra, The Tyranny of Merit – La tiranía del mérito– (2020), Sandel sostiene que las sociedades liberales han abrazado un «ethos meritocrático«. ¿Qué significa esto? Significa que cada individuo es plenamente responsable tanto de su éxito como de su fracaso. Esa idea tiene varias consecuencias filosóficas y políticas que hay que reseñar.
En primer lugar, el mérito se concibe como fruto exclusivo del esfuerzo individual. Bajo esta lógica, se ocultan o directamente se niegan factores tan decisivos como el origen social, la herencia cultural, el acceso desigual a la educación, el contexto económico o el propio azar.
De esa manera, los logros se entienden como un mérito o conquista puramente personal, mientras que los fracasos se atribuyen injustamente a las carencias individuales.
Según Sandel, los triunfadores, es decir, las élites, tienden a atribuirse una «superioridad moral», frente a aquellos -los perdedores- que no logran el triunfo y sienten que su derrota es fruto de una insuficiencia o carencia personal, lo cual genera resentimiento, pérdida de autoestima, y ruptura de los vínculos sociales. Aunque de manera formal todos sean iguales ante la ley, la meritocracia introduce esa jerarquía moral cuya traducción simple es que algunos «valen más» que otros, socavando la idea de que todos los ciudadanos se merecen un respeto igual, con independencia de su posición social.
Para sintetizar, Sandel no ejerce su crítica solamente sobre la desigualdad, sino sobre la violencia moral de una sociedad que tiende a convertir el éxito en una virtud y el fracaso en una vergüenza. El resultado es un resentimiento que se canaliza políticamente bajo forma de movimientos populistas, nacionalistas o antipolíticos, que son los que capitalizan esa sensación de fracaso que está presente en los perdedores.
Esta lógica meritocrática no solo divide de manera maniquea: orgullo vs vergüenza; élites vs perdedores, sino que mina las bases emocionales y simbólicas que son necesarias para sostener la democracia. Una comunidad democrática exige «reciprocidad, reconocimiento y respeto mutuo«, pero cuando la sociedad queda fracturada entre “ganadores” y “perdedores”, esa reciprocidad desaparece.
Además de la crítica a la meritocracia, Sandel también denuncia que la política se ha vuelto tecnocrática. Como ya hemos señalado con anterioridad, esto quiere decir que la política, en sentido general, está dirigida por expertos o técnicos, más que por criterios éticos o democráticos. Es un proceso que comenzó en los años noventa y que, según Sandel, ha llevado a los partidos de centro izquierda y a los de centro derecha a seguir políticas prácticamente sin distinción.
En España, este proceso se puede reconocer con facilidad: durante décadas los dos principales partidos de gobierno -PP y PSOE- han compartido elementos clave como el compromiso con la estabilidad presupuestaria, o la adopción de reformas laborales que estaban orientadas hacia la flexibilidad laboral, o el famoso acuerdo entre ambos partidos para la reforma del artículo 135 de la Constitución, en 2011, que priorizaba el pago de la deuda frente al gasto social y que fue presentado como una necesidad técnica indispensable o inevitable.
No cabe duda de que la tecnocracia contribuye al desencanto porque reduce la participación ciudadana y elimina el debate moral colectivo, que es básico para una sociedad democrática saludable.
Precisamente, esa eliminación del debate moral es el punto de partida para la propuesta de regeneración democrática que propone Sandel: la democracia necesita -tal vez con urgencia- recuperar su dimensión ética.
Esa recuperación la plantea Sandel en tres ejes principales: reconstruir el sentido del bien común, como superación de los intereses individuales; reivindicar la dignidad del trabajo, como factor de reconocimiento social y no solo de productividad económica; y fortalecer o propiciar la deliberación de los ciudadanos.
Como vemos, lo más importante de la propuesta de Michael Sandel es que nos ofrece una interpretación del desencanto democrático que está basada no sólo en los diagnósticos más habituales y compartidos por otros pensadores, sino que redefine el desencanto democrático en clave de problema moral -y no sólo por cuestiones de procedimiento-.
En un tiempo tan caracterizado por la «desigualdad, la tecnocracia y la polarización creciente», la propuesta de Sandel invita a repensar la democracia desde su núcleo más profundo: la idea de que la vida política es un proyecto compartido, que debe sostenerse, no solo por normas, instituciones y elecciones periódicas, sino que debe apoyarse en una ética cívica que reconozca la dignidad de todos los ciudadanos y su reconocimiento mutuo.
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