El prejuicio es la pereza de no pensar
El prejuicio no es un simple error. No consiste en equivocarse o en no saber algo, sino que consiste en adoptar una actitud que es previa al pensamiento. ¿Por qué? Porque prejuzgar significa decidir de antemano lo que pensamos acerca de alguien o de algo, y renunciar al intento de una reflexión o una comprensión. Puede decirse, por tanto, que, si pensar de verdad exige tiempo y atención, el prejuicio huye de todo eso: es una renuncia voluntaria al esfuerzo de pensar.
En una sociedad que está repleta de opiniones, el prejuicio es cómodo: ofrece respuestas inmediatas y simples y nos ahorra la molestia de dudar o de poner las cosas bajo cuestión.
La Ilustración nos enseñó a ver el prejuicio como el enemigo de la razón. Kant, incluso, llegó a identificarlo con la «minoría de edad intelectual«: la incapacidad —o la negativa— a usar el propio entendimiento.
Esta «crítica ilustrada» al prejuicio es necesaria, pero la la filosofía contemporánea ha mostrado que no partimos nunca de cero. Como señaló Gadamer, toda comprensión se da desde prejuicios previos, desde unos horizontes que heredamos. La Ilustración entendía el prejuicio solo como algo negativo: una opinión infundada que debía eliminarse para propiciar un conocimiento racional. Es cierto que se trata de una crítica que es válida, pero que sólo es aplicable cuando el prejuicio bloquea toda comprensión. Pero Gadamer mostró que no existe una «comprensión desde cero«. Es decir, nunca nos acercamos a la comprensión del mundo, de un texto o de otra persona, sin unos supuestos previos. Cuando comprendemos algo, siempre lo hacemos desde un trasfondo histórico, lingüístico o cultural que no hemos elegido libremente, sino que hemos heredado.
Como vemos, Gadamer elimina el sentido negativo del prejuicio al concebirlo como un marco o espacio de sentido desde el cual interpretamos la realidad. El prejuicio, para este filósofo, es un conjunto de conceptos, valores y formas de ver el mundo que heredamos de la tradición, del lenguaje o de la propia historia. No elegimos libremente ese conjunto conceptual, pero a través de él es posible que la realidad se nos haga inteligible: no sería posible comprender un texto, una obra de arte o a otra persona si no tuviéramos ciertas anticipaciones de lo que el texto, la obra de arte, o la otra persona, significan.
Por tanto, el problema no es tener prejuicios, sino dejarlos intactos, inmunes a la crítica o que se conviertan en un dogma que no es revisable. Es decir, que el prejuicio pase a tener una consideración de algo absoluto. En ese momento, el prejuicio deja de ser una ayuda para entender la realidad y pasa a hacer justo lo contrario. En vez de orientarnos, nos encierra en una idea fija: cualquier dato que contradice nuestro prejuicio es descartado como si se tratara de una falsedad o de una manipulación. La consecuencia es que el prejuicio distorsiona el conocimiento y empobrece la relación humana porque impide escuchar al otro.
Cuando hay prejuicios, la realidad no se presenta como algo abierto y diverso, sino como algo cerrado. Cuando el prejuicio se convierte en una etiqueta que no estamos dispuestos a revisar, dejamos de ver la realidad u otra persona tal y como son. Tras el prejuicio desaparece la singularidad del otro, aquello que lo hace único, y nos impide comprender verdaderamente a los demás.
Este mecanismo no es solo cognitivo, sino político: el prejuicio organiza jerarquías, produce exclusiones y legitima desigualdades. Decide quién merece nuestra confianza, quién es sospechoso, quién es considerado como parte del «nosotros» y quién queda «fuera«. Como mostró Hannah Arendt, el verdadero peligro no reside en la maldad consciente, sino en la renuncia a pensar. Cuando el juicio se sustituye por clichés, por etiquetas, o por frases hechas que seguimos sin reflexión, el prejuicio se instala de la manera más eficaz en nosotros.
El lenguaje es el primer síntoma de nuestra renuncia a pensar y del avance del prejuicio. ¿Por qué? Porque el lenguaje se vuelve más pobre. Usamos frases hechas y etiquetas en lugar de recurrir a la explicación reflexiva. Nietzsche ya nos previno de que los conceptos sean usados como si fueran «metáforas gastadas«; el prejuicio vive precisamente de ese desgaste, de palabras que ya no preguntan, sino que solo repiten: y cuando repetimos sin pensar, actuamos por costumbre, por «lo que se dice».
El prejuicio también cumple una función psicológica y moral: funciona como una especie de «atajo» moral. ¿Qué significa esto? Que me permite creer que estoy en el lado bueno, sin plantearme pasar por lo que es más difícil: revisar mi propia posición en el mundo. El prejuicio nos posiciona frente al culpable, que, por supuesto, «siempre es el otro» y transforma nuestra responsabilidad en culpa ajena. En este sentido, el prejuicio es un descanso para nuestra conciencia, porque señala y acusa sin cuestionar ni condenar nada.
Vivimos, además, en un clima que confunde la contundencia con la verdad y la rapidez con la inteligencia. El pensamiento reflexivo, que suele ser lento, queda mal visto porque parece que es indeciso, tibio, temeroso o ignorante. Pero aquí, precisamente, entra Sócrates a modo de antídoto, al considerar la ignorancia, no como un defecto, sino como un «honesto punto de partida». Reconocer la ignorancia no es una renuncia a la verdad, sino todo lo contrario: es renunciar a poseer la mentira y no someterla a juicio. Por eso, Sócrates, preguntaba constantemente. Porque el pensamiento comienza allí donde termina la autosuficiencia.
Pensar exige tiempo, silencio y riesgo. Exige exponerse a la posibilidad de estar equivocado y aceptar que la realidad no cabe en consignas absolutas. No se trata de eliminar los prejuicios —eso sería una ilusión racionalista—, sino de mantenerlos abiertos, disponibles para la experiencia y el diálogo. Lamentablemente, hoy día, el prejuicio ha conquistado lo político y lo mediático. Las etiquetas y los clichés ya «vienen hechos» y no necesitan comprensión: Sólo necesitan circulación y la más rápida posible.
Frente a la comodidad del prejuicio, la filosofía sigue defendiendo una tarea incómoda y necesaria: resistir la simplificación, sospechar de las certezas heredadas y recordar que comprender al otro no es justificarlo, sino negarse a mentir sobre él. La filosofía insiste en que comprender implica aceptar que el mundo no cabe en un eslogan y que las frases hechas suelen ser peligrosas: su peligro reside en que no suelen permitir nada que las contradiga.
Porque cuando el prejuicio sustituye al pensamiento, no solo perdemos verdad: perdemos humanidad.
Se hace totalmente necesario «defender una ética del pensamiento». Defender el pensar como forma de resistencia ante las consignas ciegas, los clichés o las frases hechas. Contemplar la realidad y a los demás, incluso cuando no nos guste o nos incomode. Eso no nos garantiza que el mundo sea más simple, pero sí que sea más verdadero. Esa es la última tarea de la filosofía en tiempos de prejuicio: mantener abierto el espacio donde pueda decirse «no lo sé», «explícamelo», o «puedo estar equivocado» y, con ello, salvar algo esencial: la posibilidad de una vida compartida que no esté fundada en certezas ciegas e inamovibles.
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