Un nuevo y vergonzoso evento se ha descubierto en el panorama político de nuestro país. Nuevamente, y cuando aún están muy recientes las abominables grabaciones del caso Koldo, nos enfrentamos ya al nuevo «caso Montoro«, por si los cimientos de nuestra credibilidad en las instituciones no estuvieran ya sacudidos suficientemente.
Se abre, pues, un nuevo capítulo en la larga historia de corrupción que acumula la democracia española, con unos informes policiales que señalan como figura principal al ex ministro de Hacienda del Partido Popular. Son informes relativos al uso de su despacho privado para beneficiar desde el Gobierno a intereses empresariales afines.
Lo que caracteriza al nuevo caso, dadas las informaciones que he podido leer, no es sólo su complejidad jurídica o el volumen del dinero presuntamente estafado, sino que nos encontramos ante nuevas formas de cómo, desde el poder, se utiliza la función pública en beneficio de intereses empresariales privados. Presuntamente, el señor Montoro, lideró una novedosa estrategia de corrupción: la que se disfraza de legitimidad técnica y se oculta tras la apariencia de reformas legales.
Hasta ahora, la investigación judicial, ha revelado que Cristóbal Montoro habría utilizado su bufete, «Equipo Económico», como base para introducir reformas fiscales y legislativas que fueran favorables o a la medida de algunos de sus clientes: empresas desde eléctricas a firmas de juego. A cambio, los consabidos pagos millonarios procedentes en este caso de Abengoa, Codere o de empresas energéticas.
Si esto es así, estamos ante un salto cualitativo en la corrupción, puesto que no sólo se trata de conductas ilegales (que también) sino de convertir la propia ley en una moneda de cambio. Y eso es lo más alarmante.
Cada vez que surge un nuevo escándalo asociado a un partido, es inevitable el impulso de recordar y sacar a la luz los casos del adversario. Sin embargo, me parece importante reseñar que cualquier nuevo caso de corrupción no debería analizarse como réplica a los casos de otras formaciones políticas: si unos robaron, que se sepa que los otros también; si unos cayeron, que los otros caigan. Esta lógica del «y tú más» —tan arraigada en la vida política española— no solo empobrece el debate, sino que trivializa el daño causado y pone el foco en la lucha partidista y no en el verdadero problema de la corrupción. Por tanto, la corrupción no puede ser un arma arrojadiza entre partidos, sino una vergüenza comunitaria que exige otro tipo de respuestas.
En suma, los delitos de unos no absuelven a los de los otros; las redes clientelares de la izquierda no justifican las de la derecha, ni viceversa. La corrupción no se compensa: se propaga. Cada nuevo caso no limpia el anterior, sino que lo agrava, porque confirma que el sistema sigue siendo vulnerable. Y esa persistencia en el tiempo revela algo más profundo: un déficit ético colectivo que va más allá de los partidos.
Lo que procede, en mi opinión, es reconocer de manera urgente que la corrupción es una grieta moral que atraviesa nuestro sistema y que afecta a toda la ciudadanía, con independencia de su origen. En una democracia madura, la corrupción debería de provocar repulsa no sólo por lo económicamente defraudado sino por el daño a la confianza y a la dignidad del servicio público.
Cuando un alto cargo utiliza su poder para favorecer a sus antiguos socios o futuros clientes, el ciudadano común —que cumple con sus obligaciones, paga sus impuestos y respeta las normas— se siente traicionado. No es solo una infracción jurídica, es una traición moral. La indignación que sentimos no debe nacer de nuestro posicionamiento político, sino del sentido de justicia. Como ciudadanos, estamos llamados a cuidar lo público, a proteger lo común, a garantizar que nadie lo aproveche para beneficio personal. Cada vez que un caso como este sale a la luz, no solo se encarcela a un corrupto: se degrada nuestra fe en la democracia y, con independencia de su origen, tiene que avergonzar a todos los ciudadanos incluso cuando no somos los culpables.
No nos olvidemos, para concluir, de otro aspecto importante: la debilidad o insuficiencia de los controles internos. En este caso, la Fiscalía Anticorrupción se resistió durante años a avanzar en las diligencias; el secreto judicial se mantuvo más de un lustro; y parte del círculo técnico del Ministerio de Hacienda parece haber participado (o encubierto) las maniobras de bufete en cuestión.
Frente al escándalo, la única respuesta verdaderamente transformadora no es el cruce sistemático de acusaciones o el linchamiento puntual, sino la regeneración estructural. Necesitamos una reflexión profunda para una nueva cultura política con fundamentos éticos imprescindibles.
No faltan expertos que, de manera recurrente, recomiendan medidas necesarias: reformas legales, independencia de la Fiscalía, transparencia en la contratación, blindaje de los órganos de control, etcétera. Pero junto a ellas, también se necesita una enseñanza cívica y lograr que el compromiso del ciudadano con lo público tenga mucho más valor.
Los partidos deben renunciar a proteger a los suyos y dotarse de normas internas que impidan que los corruptos se puedan reciclar (las puertas giratorias, por ejemplo). En las instituciones se debe exigir cualificación, moralidad y competencia, y no personas leales al organigrama partidista. Y nosotros, los ciudadanos, debemos también renunciar al sectarismo y exigir una nueva forma de hacer política donde la integridad sea el único patrimonio válido.
El caso Montoro, por su alcance y significado, no debe ser instrumentalizado ni minimizado. No se trata de una revancha política, ni de un escándalo aislado: se trata de una señal de alarma. Vivimos en una democracia herida por décadas de corrupción estructural, donde demasiadas veces el poder se ha convertido en negocio y los representantes democráticos en receptores de beneficios personales o partidistas, por supuesto, al margen de la ley.
La única salida que considero razonable es la reconstrucción de un pacto democrático basado en la transparencia, la responsabilidad y la vergüenza . Una vergüenza que no es pasividad, sino impulso ético. Porque cuando la corrupción deja de indignarnos, cuando se convierte en espectáculo o rutina, la democracia muere. Y no debemos permitirlo.
POSTDATA: el papel de la filosofía ante la corrupción:
La Filosofía no puede emitir un diagnóstico meramente legal o económico, pero sí ayuda a comprender la raíz ética del problema.
Prácticamente desde sus inicios, la Filosofía ha reflexionado sobre las diferencias entre lo que es conveniente y lo que es correcto. Y esa reflexión conduce a recordar que hay deberes que no pueden ser violados, aunque hacerlo sea ventajoso.
Pensadores de la talla de Platón, Maquiavelo, H. Arendt o Foucault, han escrito sobre cómo el poder tiende a corromper si no se le imponen límites. En este sentido, Montesquieu afirmaba: «el poder debe frenar al poder«.
La Filosofía insiste, desde los griegos, en que hay que enseñar valores cívicos. Sin esos valores (honestidad, justicia…) no hay república que pueda aguantar, porque la corrupción nace donde la ciudadanía se acostumbra a mirar a otra parte.
Estoy convencido de que cualquier regeneración democrática debe contar con la Filosofía para, más allá de castigar al corrupto, entender por qué corrompe y cómo evitar que lo vuelva a hacer.
«La política se corrompe cuando se convierte en administración de intereses privados» (Hannah Harendt en su obra «La condición humana»).
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