No decimos nada nuevo cuando afirmamos que vivimos en un tiempo marcado por la polarización política, la saturación informativa y la comunicación fragmentada. Es algo tan notorio que, incluso, se corre el riesgo asimilar todo ello como una condición de normalidad.
Pero, en la normalidad a la que parecemos estar condenados, la figura de Jürgen Habermas (n. 1929) emerge como un defensor radical de la racionalidad comunicativa y del diálogo, como núcleo de la vida democrática.
Su obra no solo ha renovado la teoría social y la filosofía política, sino que ha propuesto un marco normativo en el que la palabra, lejos de ser un arma de confrontación, se convierte en herramienta de construcción colectiva.
- Filosofía y diálogo en Habermas
La comprensión de Jürgen Habermas tiene un punto de partida irrenunciable: la filosofía no es un sistema cerrado de doctrinas, sino una práctica discursiva que se ejerce en la esfera pública. Desde esta perspectiva, la filosofía deja de ser un conjunto de verdades eternas para convertirse en un proceso vivo de comunicación, orientado a que las personas lleguen a acuerdos racionales a través del diálogo.
En su obra, «Teoría de la acción comunicativa» (1981), Habermas plantea que la comunicación orientada al entendimiento no es un simple intercambio de información, sino un proceso en el que los hablantes buscan cooperar para llegar a un acuerdo racional sobre aquello que dicen o hacen. Habermas piensa que la sociedad moderna tiene que emerger desde el entendimiento mutuo, no desde la coerción o desde los cálculos emocionales. Por eso, concede suma importancia a que el lenguaje quede orientado hacia una comunicación que sea racional y que busque el acuerdo. Eso es el fundamento de una política democrática.
Lo señalado en el párrafo anterior, parece un proceso sencillo, simple y fácil de entender pero, sin embargo, acarrea al menos dos importantes consecuencias: la primera de ellas es que cada interlocutor tiene que reconocer al otro como un interlocutor que también es legítimo y que, en esa mutua legitimidad, todos son capaces de aportar razones y someter sus afirmaciones a la crítica recíproca; la segunda es que la validez de los argumentos no reside en que dependan de la fuerza o de la autoridad, sino de que puedan ser aceptados libremente por todos, en condiciones de igualdad y sin coacciones. Como el mismo Habermas dice: «La fuerza sin coacción del mejor argumento es la única capaz de garantizar la legitimidad».
El diálogo, por lo tanto, para ser verdaderamente filosófico y democrático, debe darse bajo condiciones de igualdad y libertad. La participación está abierta a todos. Cualquier afirmación se puede cuestionar y nadie debe ser coaccionado para aceptar un argumento. Esto sólo tiene una meta común: el entendimiento y no la victoria.
La situación que estamos describiendo, Habermas la define como «situación ideal de habla» y no es otra cosa que el reflejo del núcleo normativo de su teoría: todos los participantes han de tener las mismas oportunidades para expresarse, cuestionar, justificar y replantear sus afirmaciones. El valor de un argumento no se mide por el poder, la autoridad o la posición social de quien lo anuncia, sino por su capacidad para resistir la crítica racional dentro de un diálogo llevado a cabo sin coacciones.
- Filosofía como mediación
Por todo lo que estamos exponiendo, es fácil suponer que Habermas rechaza la idea de que la filosofía deba erigirse en árbitro supremo del saber. En lugar de ello, considera la filosofía como una mediadora entre las distintas ciencias y la cultura general, con capacidad para clarificar conceptos y proporcionar un lenguaje común. Por ello, en su obra «Entre naturalismo y religión» (2005), insiste en que, en sociedades plurales, la filosofía tiene la capacidad de facilitar el diálogo entre visiones distintas – incluidas las religiosas – para encontrar soluciones compartidas a problemas colectivos.
Sin embargo, hoy no se nos oculta que el ideal de Habermas contrasta con la práctica política contemporánea, dominada por la lógica de comunicación que impera en las redes sociales y por la búsqueda del impacto inmediato. Allí donde Habermas reclama deliberación y escucha, la comunicación política actual ofrece eslóganes y descalificaciones. Por tanto, nos debe parecer más que justificado que ese desfase sirva para convertir sus propuestas en algo más que una teoría: en una llamada ética para repensar la esfera de lo público.
Es cierto que en el ámbito académico y universitario, el pensamiento de Habermas es un referente sin discusión. Su teoría de la democracia deliberativa y cómo concibe el diálogo, son influencias notables en la filosofía política y en la teoría de la comunicación. No en vano, organismos internacionales – como la ONU, la UE o la OEA – y estructuras institucionales – constituciones, leyes, reglamentos – han invocado sus ideas para legitimar procesos de consulta y de participación ciudadana.
Sin embargo, en la práctica política real, su modelo dista mucho de ser aplicado. Los mecanismos que rigen la política contemporánea —ritmos electorales, impacto mediático, polarización— favorecen la confrontación rápida muy por encima del debate pausado. Lo que párrafos más arriba señalábamos como “situación ideal de habla” requiere tiempo, transparencia y disposición a ceder, condiciones poco compatibles con la práctica tan común de la política-espectáculo. Por tanto, Habermas es más un horizonte ético, que realidad funcional. Es cierto que hace las veces de recordatorio de lo que deberíamos hacer en el terreno de la comunicación política, pero rara vez de lo que hacemos.
- Ejemplos recientes en la política española
La distancia entre citar a Habermas y aplicarlo se percibe claramente en episodios recientes en la política de nuestro país.
La lista de esos episodios es larga y sólo voy a mencionar algunos de ellos, sin ánimo de producir una inclinación hacia una u otra sensibilidad política. Sólo se trata de mostrar cómo esas actuaciones – sobre todo en las redes sociales, aunque no de manera exclusiva en ellas – van totalmente en contra del espíritu de Habermas. Es decir: muy alejadas de una comunicación que debe orientarse al entendimiento, al diálogo racional, al reconocimiento mutuo y a la deliberación pública fundamentada en una información veraz.
Pueden citarse entonces los comentarios islamófobos tras el incendio de la Mezquita-Catedral de Córdoba; el lenguaje agresivo y hostil presente en muchas de las respuestas que se dan a las publicaciones que realiza el presidente del gobierno en la red X; Las declaraciones del ministro Oscar Puente, a raíz de los incendios de estos días, en especial en la Comunidad de Castilla y León, contra dirigentes del PP; Los discursos de odio promovidos por líderes como Santiago Abascal o el líder de VOX en Murcia; Los ataques frecuentes a las mujeres periodistas españolas, que sufren un notable acoso digital; El miserable discurso contra los inmigrantes que mantiene la ultraderecha, incluyendo ataques a la jerarquía eclesiástica española o, lo que es peor, propiciando violencia en Torre Pacheco; La innumerable – y bochornosa – secuencia de debates parlamentarios protagonizados por la crispación, en los que la argumentación recíproca se reduce a una sucesión de descalificaciones, que no revelan intención alguna de construir consensos, ni de atender a la posible validez de los argumentos contrarios; El pobre modelo de campañas electorales que se ha instalado en nuestro país, en las cuales los eslóganes y el ruido efectista sustituyen a la exposición razonada de programas; etcétera.
Es imposible, no sentir una profunda tristeza y desolación ante esta degradación del espacio público en España. Se trata de casos, todos ellos, en los que el ideal que propone Habermas, queda simplemente despedazado, ignorado, y marginado ante el objetivo inmediato de movilizar las bases propias y deslegitimar, mediante la descalificación o el insulto grave, al adversario. El lenguaje, en estas situaciones, como el propio Habermas indica, deja de ser un medio para el entendimiento (Verständigung, es el término empleado por nuestro filósofo) y pasa a ser un instrumento de acción estratégica con el propósito, no de llegar a acuerdos razonados, sino influir, manipular o vencer al otro.
- La filosofía como disciplina olvidada
No me resisto a poner en cierta relación la crisis de diálogo que Habermas denuncia con un problema más profundo y que suele pasar desapercibido: el declive de la filosofía en la educación -declive que puede ampliarse a otras disciplinas humanísticas y sociales, como la historia, la literatura, el arte, la ética, la educación cívica… -.
Pero, ejemplificando ese declive en la disciplina filosófica, es cierto que durante décadas, los planes de estudio han reducido la presencia de la filosofía, considerándola prescindible frente a materias más “útiles” en términos económicos o técnicos.
En mi opinión, esto puede considerarse como una marginación que empobrece la formación ciudadana: sin herramientas críticas, sin entrenamiento en el debate argumentado y sin capacidad para evaluar la validez de las ideas, es más fácil quedar expuestos a la manipulación y a la simplificación extrema del discurso político. «La democracia necesita de ciudadanos que puedan argumentar, no de consumidores de consignas», proclama Habermas con toda razón. La exclusión de la filosofía de las aulas, ayuda a que el diálogo razonado se convierta en una rareza en lugar de un hábito social. Por supuesto, no hay que inferir de todo esto que la filosofía sea la única disciplina que favorece el diálogo racional. No es eso, en modo alguno, pero sí es una de las disciplinas que coloca al diálogo en el centro de su metodología, de ahí que, al excluirla o reducirla, se pierda una de las fuentes más consistentes para cultivar el hábito de razonar en común, aunque no sea la única.
Mi petición, y espero que sea compartida, es la de recuperar la filosofía en la educación, no como un capricho humanista, sino como condición para que el modelo de diálogo que propone un filósofo como Jürgen Habermas, tenga mayores posibilidades de llevarse a la práctica.
- Epílogo comparativo: Habermas y Sócrates
Habermas es un filósofo contemporáneo. De hecho, todavía vive, aunque ya tiene una edad muy avanzada.
Es una grata sorpresa que, aunque separados por más de dos milenios, el ideal de diálogo de Habermas comparte aspectos con el modelo socrático: ambos ven en la conversación racional el camino hacia la verdad.
Sócrates practicaba la elenchus (ἔλεγχος en griego), que significa literalmente refutación o examen crítico, para llevar al interlocutor a reconocer sus contradicciones y avanzar hacia definiciones más claras, hasta descubrir colectivamente la verdad, nunca de forma impuesta.
Habermas reemplaza la plaza ateniense – el ágora – por la esfera pública moderna, pero mantiene el principio de igualdad entre los interlocutores y la idea de que la legitimidad surge del mejor argumento, no de la autoridad.
Es evidente que hay diferencias. Sócrates actuaba en un contexto ciudadano reducido, cara a cara, mientras que Habermas formula su propuesta para las sociedades actuales tan complejas, mediadas por instituciones, medios de comunicación, multiculturalidad, etcétera. Sin embargo, ambos coinciden en que el diálogo no es solo un método, sino una ética: un compromiso con la razón compartida, frente a la imposición unilateral. Habermas, en ello, sigue plenamente el «espíritu socrático«: la filosofía, como búsqueda común de la verdad, requiere respeto, libertad y apertura a la crítica.
Hoy, la voz de filósofos como Habermas, suena muy debilitada en medio de las ruinas que nos dejan la prisa, la ineptitud, el ruido, el enfrentamiento, la política convertida en espectáculo, etcétera. Cuando la palabra pública se degrada en eslóganes y ataques, reivindicar el valor del diálogo no es un gesto académico, sino una necesidad democrática. Que el pensamiento de Habermas, con su llamada a la ética – a una conversación franca, igualitaria y abierta – como hemos indicado en estas líneas, se cite y se estudie en ámbitos académicos, pero no sea practicado en ámbitos políticos, no invalida su importancia. Al contrario, señala la magnitud del déficit deliberativo en el que nos encontramos, si aspiramos a que en nuestro país se lleve a cabo una política a la altura de la democracia que deseamos.
Pero, en mi opinión, el déficit deliberativo citado, no sólo está en el ámbito de la deliberación política – suponiendo, con muchas reservas, que la discusión pública actual sea una verdadera deliberación política -, sino que también está en el ámbito de los medios. Los medios, en vez de servir como garantes de un debate basado en la racionalidad y en la información veraz y respetuosa con las propuestas del adversario, se han convertido en catalizadores de la degradación. Algunos de ellos, han aceptado entrar en esa espiral ante la necesidad de captar o mantener audiencias, de sostener el ciclo informativo en un constante movimiento, concediendo el protagonismo a lo polémico, lo emocional y lo simple. Pero hay otros para los que fomentar la espiral de degradación parece ser su esencia constitutiva (OkDiario, EsDiario y Periodista Digital, Libertad Digital y esRadio, Canal 7NN -antes de su cierre-, etcétera). Todos ellos tienen en común que su razón de ser se apoya en rentabilizar y expandir el conflicto.
Pero, junto a estos dos elementos – el déficit deliberativo en la comunicación política actual y el papel de los medios – quiero señalar un tercero no menos preocupante y desmoralizador: la desafección ciudadana, que se pone de manifiesto cuando muchos optan por retirarse del debate y desconectarse de la política, al ver que ya no es un instrumento para resolver los problemas, sino un espectáculo bochornoso, cuando no un juego sucio de corruptelas, del que conviene estar al margen. No es una retirada neutral ni beneficiosa, porque debilita nuestra democracia y deja la discusión pública en manos de los ruidosos y de los que saben explotar el descontento, sin intención alguna de mejorarlo con propuestas constructivas.
Habermas hace una llamada a la ética. Conviene no olvidarlo. Y, esa llamada incluye, no sólo volver a la práctica discursiva, sino repensar algunas de las manifestaciones más perniciosas para nuestra democracia: el papel de los medios y la desconfianza de los ciudadanos.
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