El 17 de agosto, Pilar Bonet publica en El País un artículo titulado «La clave está en las armas atómicas». Su planteamiento inicial, en apariencia sencillo, encierra una lógica incontestable: Rusia dispone de armamento nuclear y Ucrania no. Esa situación desigual conduce, inevitablemente, a la conclusión de que Zelenski se verá forzado a aceptar el acuerdo que Putin decida proponer -si es que finalmente opta por hacerlo- como única vía para poner fin a la guerra.
De aquí se desprenden reflexiones inquietantes: en el escenario internacional actual, el peso de las decisiones no lo marcan ya la justicia ni el derecho, sino la posesión de armas de destrucción masiva. El poder militar se convierte en el criterio último de legitimidad, desplazando principios que deberían estar por encima, como la soberanía de los Estados, el respeto a los derechos humanos o la cooperación multilateral.
La reciente reunión en Alaska entre Donald Trump y Vladímir Putin, es un signo evidente de la degradación del orden internacional, pues confirma que, en la práctica, los principios mencionados resultan irrelevantes frente a la lógica del poder. En ese contexto, la disuasión nuclear determina la posición de los Estados en la jerarquía internacional. Por eso, países como Ucrania, carentes de arsenal atómico, quedan supeditados a la voluntad de las potencias nucleares.
De ello se derivan varias conclusiones desalentadoras. En primer lugar, el derecho internacional, que fue concebido como marco de protección frente al abuso de poder, demuestra su ineficacia cuando más se lo necesita. En segundo lugar, la experiencia actual refuerza la idea de que, sin capacidad nuclear, ningún Estado puede aspirar a una soberanía plena ni garantizar su integridad territorial. Y, en tercer lugar, queda muy cuestionada la legitimidad del Tratado de No Proliferación Nuclear, que partía de un frágil equilibrio: impedir que nuevos Estados adquiriesen la bomba atómica, a cambio de que las potencias nucleares avanzaran hacia el desarme progresivo. Hoy, la realidad transmite el mensaje contrario: únicamente quienes poseen armas nucleares pueden garantizar su seguridad y son reconocidos como interlocutores de pleno derecho en el escenario internacional.
El caso de Ucrania es paradigmático. En 1994 renunció a las armas nucleares heredadas de la URSS a cambio de garantías de seguridad ofrecidas por Estados Unidos, el Reino Unido y, significativamente, por la propia Rusia. Esas garantías -recogidas en el llamado Memorándum de Budapest– incluían el respeto a las fronteras ucranianas, a su integridad territorial y el compromiso de no recurrir a la fuerza con ella. Años después, con la anexión de Crimea en 2014 y con la invasión rusa de 2022, quedó demostrada su absoluta ineficacia.
A ese desprecio por los compromisos adquiridos y por las garantías dadas, se suma la cumbre de Alaska, cuidadosamente escenificada, que ratificó la importancia central de las armas nucleares como único lenguaje válido en la política internacional. Poco parece importar la tragedia de centenares de miles de víctimas en Ucrania, Gaza u otros conflictos. El sufrimiento humano quedó relegado como telón de fondo, prácticamente invisible, frente al protagonismo de dos líderes que conciben la paz como si fuera una mercancía dispuesta para el intercambio y la guerra como argumento de poder.
Por si fuera poco, Trump se autoproclama «pacificador«, pero reduce la sangrienta tragedia ucraniana a un simple intento de «cerrar un trato» con Putin, que refuerce su imagen política. Este último, por su parte, hace constantes alusiones al poder de su arsenal atómico, como argumento incuestionable, para imponer sus condiciones en una hipotética propuesta de paz.
Trump y Putin encarnan, desde perspectivas distintas, esa lógica perversa en la que el exhibicionismo personal y la fuerza prevalecen sobre la vida y el sufrimiento de los pueblos. La cumbre de Alaska no reunió a dos líderes comprometidos con la paz, sino a dos representantes de un orden internacional basado en el cinismo geopolítico: se invocan retóricamente los principios del derecho internacional pero, en la práctica, quedan subordinados a los intereses de aquellos Estados que tienen capacidad para proyectar su fuerza -ya sea nuclear o propagandística-.
En este marco se insertan las últimas declaraciones de Trump, instando a Zelenski a renunciar tanto a Crimea como a la entrada en la OTAN, a cambio de la paz. No es un criterio justo, sino un chantaje geopolítico que implica la renuncia a la integridad territorial de Ucrania y la deja en total dependencia. Además, relega a Europa a un papel marginal: sus llamadas a la diplomacia no han alterado la lógica dictada por Washington y Moscú.
¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Acaso no han bastado las devastadoras experiencias de dos guerras mundiales y de muchísimos otros conflictos bélicos para aprender la lección?
Todo indica que no. La política internacional se ha desviado hacia una lógica dominada por la vanidad personal de los líderes y por el cálculo estratégico de las potencias. Faltan verdaderos mecanismos institucionales que garanticen el cumplimiento del derecho internacional. El caso de la ONU es paradigmático: sus resoluciones son, con frecuencia, meras declaraciones sin capacidad de coerción, por no hablar del poder de veto de los Estados más poderosos.
Mientras tanto, el valor de la vida humana se relativiza frente a las narrativas que imponen los más fuertes, bien sea su por capacidad militar o por su influencia económica. Las víctimas es cierto que están contabilizadas en las estadísticas y que aparecen en las terribles imágenes de los medios, pero rara vez -o ninguna- alteran la lógica de fondo.
Las promesas del «nunca más«, efectuadas tras 1945, o tras cada catástrofe bélica, parece que se han desvanecido. El resultado es un orden donde lo que realmente importa es la capacidad de disuasión nuclear, como señala en su artículo Pilar Bonet.
El multilateralismo, como principio de gobernanza global, está saltando por los aires delante de nuestros propios ojos. Trump no tiene ningún reparo en mostrar su desprecio a los organismos internacionales y a los acuerdos multilaterales -desde la ONU hasta la propia OTAN-, como ya hizo con la salida del Acuerdo de París sobre el clima, en 2020 (aunque posteriormente revertida por la administración de Joe Biden). En su segundo mandato, su conocido lema «America First» evidencia, entre otras cosas, su rechazo al multilateralismo; la reducción de la política exterior a negociaciones bilaterales de beneficio exclusivo para EEUU; el proteccionismo económico y un nacionalismo exhacerbado que encuentra su máxima representación en el movimiento MAGA –Make America Great Again-.
Putin, por su parte, encarna otra forma de oposición al multilateralismo. En su caso, está basada en la ambición imperialista y en la reivindicación de Rusia como gran potencia con derecho a recuperar su antigua esfera de influencia. Para ello, no duda en manipular el marco multilateral según convenga, reforzando su hegemonía.
Trump y Putin -Putin y Trump-, producen, en definitiva, un resultado convergente: ambos erosionan el orden internacional surgido tras 1945 y sustituyen la cooperación colectiva por un escenario en el que domina la ley del más fuerte.
No podemos dejar de mencionar la paradoja de proponer a Trump para el Premio Nobel de la Paz – que, en mi opinión, resulta una propuesta en absoluto justificable-. Lejos de ser un sujeto que lleva a cabo una acción decidida y continuada por la paz, Trump encaja más en lo que sugiere Pilar Bonet: convertirse en el protagonista absoluto de una escenificación propagandística donde lo que importa no es la paz, ni la justicia, ni la vida humana, sino su rédito personal.
La conclusión es que estamos, en efecto, ante un panorama de degradación internacional y moral, donde la imposición del poder nuclear se ha convertido en el criterio último de legitimidad, por encima del respeto a la vida de los pueblos.
Son muchas las personas – y me incluyo entre ellas – que coinciden en la urgencia de revertir cuanto antes esta deriva peligrosa. Es imprescindible la adopción de medidas concretas, algunas de ellas, son inaplazables como el refuerzo del multilateralismo; impulsar una agenda de desarme creíble y verificable; dotar de verdaderas garantías de seguridad a los Estados no nucleares; abandonar el lenguaje de la disuasión nuclear y, sobre todo, promover una cultura política y social centrada en la dignidad humana.
Ahora bien, sería ingenuo pensar que estas medidas se materializarán fácilmente. El peso de los intereses geopolíticos, la inercia de la disuasión nuclear y la falta de voluntad de potencias dirigidas por líderes como como Trump o Putin, hacen que cualquier avance resulte muy difícil. El multilateralismo permanece bloqueado por los vetos y los cálculos estratégicos, mientras que el desarme se reduce a un discurso vacío. Y, sin embargo, renunciar a intentarlo sería aún peor: equivaldría a aceptar que la arbitrariedad y la amenaza atómica definan para siempre las relaciones internacionales.
La ética política está, entre otras cosas, para recordarnos que ningún orden se puede sostener de forma duradera, si se basa en el miedo y en la amenaza. La paz no es sólo la ausencia de la guerra, sino la construcción de un proyecto basado en el respeto a la dignidad de cada ser humano y en la vigencia de un derecho internacional que sea común y respetado. Seguir aceptando, de manera resignada, que la fuerza sea el criterio último y que el destino de los pueblos dependa de quién posee o no armas nucleares, nos condena a un mundo inseguro, y vacía de contenido la propia idea de humanidad.
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