Así, con ese titular, Isabel Ferrer firma hoy un artículo El País donde hace referencia al Partido Político Reformado (SGP), en los Países Bajos, que no permite la inclusión de mujeres en sus listas basándose en una interpretación bíblica: Eva, la primera mujer, fue creada después de Adán y, por ello, debe de ocupar una posición de subordinación.
Dejo el enlace al citado artículo por si algún lector quiere acudir a él.
Por increíble que nos parezca, y con independencia de la posición actualmente marginal de ese partido en el panorama político de los Países Bajos -apenas 3 escaños en un Parlamento de 150-, lo que nos revela el artículo de Isabel Ferrer es que, incluso hoy, en sociedades pluralistas persisten tensiones entre la libertad religiosa y los principios constitucionales de igualdad. Tensiones que atraviesan de forma recurrente las democracias modernas y que abren un terreno para la reflexión crítica acerca de los límites de la tolerancia y el sentido mismo de la igualdad de los ciudadanos y ciudadanas.
Un brillante pensador del siglo XX, Karl Popper, ya advirtió en su obra, «La sociedad abierta y sus enemigos» (1945), que la tolerancia posee un carácter paradójico: una democracia que tolera todo, incluso a quienes niegan sus principios, corre el riesgo de ser erosionada desde dentro. El caso del partido neerlandés, ilustra el siguiente dilema: ¿hasta qué punto una democracia puede permitir que un partido político excluya a las mujeres, cuando en su Constitución se proclama la igualdad?
Esto no es sólo una cuestión jurídica, sino también política y filosófica, que obliga a reflexionar sobre los límites de la tolerancia democrática. Si se permite que una formación política mantenga en su programa un ideario abiertamente contrario a la igualdad, corremos el riesgo de avalar, por omisión, una discriminación estructural. Pero, si se limita de manera drástica su capacidad de organización y de expresión, entonces abrimos la puerta a un intervencionismo que, en otros contextos, puede restringir de manera injusta la pluralidad política.
Como decía en el párrafo anterior, debemos reflexionar sobre los límites de la tolerancia, porque no toda práctica cultural o religiosa es compatible con el espacio democrático y público. No es suficiente con afirmar que la democracia es una mera coexistencia de diferencias, sino que consiste en el reconocimiento de que todos los ciudadanos/as son iguales en dignidad y derechos.
Posiciones como la del partido neerlandés, deben recordarnos la fragilidad de los valores democráticos, sobre todo en tiempos de populismo y de crecimiento de los discursos que basados en criterios de identidad– en nuestro país, el ejemplo paradigmático es el de VOX-. Tal vez, en el fondo, la clave está en que la democracia pueda sostenerse en un equilibrio frágil: abrirse a la diversidad, pero sin que esa diversidad mine sus cimientos. Una vía intermedia podría ser, no prohibir sin más a quienes defienden convicciones religiosas o culturales que son contrarias a la igualdad, pero sí establecer una normativa clara que impida que esas convicciones se materialicen en una discriminación efectiva en la vida pública: ninguna creencia puede justificar la exclusión de un ciudadano de la plena participación política.
Como podemos comprobar, en estos comentarios que realizamos, la cuestión de fondo no es otra que la relación entre la “fe personal y la vida pública”. Desde el enfoque liberal, la religión pertenece a la esfera privada, puesto que constituye una convicción íntima que cada individuo puede, o no, seguir o practicar, siempre que no interfiera en la libertad de los demás. La política, en cambio, debe fundamentarse en razones públicas que sean accesibles para todos y no en creencias particulares que sólo algunos comparten. Como afirmaba John Rawls, las convicciones religiosas pueden inspirar la vida personal, pero las leyes deben justificarse con razones que cualquier ciudadano pueda entender, sea creyente o no. En la misma línea, la tradición republicana defiende que ninguna confesión ha de tener un poder arbitrario sobre la ciudadanía. Por eso defiende la laicidad, entendida, no como una hostilidad hacia la religión, sino como garantía de igualdad entre todos los ciudadanos.
El caso del Partido Político Reformado ilustra con claridad que se han rebasado los límites de la tolerancia democrática, al excluir a las mujeres de sus listas utilizándose para ello preceptos bíblicos. Esto nos acercaría peligrosamente a una lógica fundamentalista que, recordemos, consiste en interpretar de manera literal e inamovible los textos considerados «sagrados» y trasladar la interpretación de dichos textos (exégesis) a todos los aspectos de la vida social y política. No estaríamos ante un fundamentalismo extremo, como el islámico, pero sí ante una cierta forma de fundamentalismo blando, que opera dentro de la propia democracia a la vez que cuestiona uno de sus principios esenciales: la igualdad.
Además de la necesidad de reflexionar sobre el límite de la tolerancia democrática, el artículo permite también la reflexión acerca del doble rasero con el que las democracias liberales tratan a determinadas tradiciones religiosas. En efecto, el partido neerlandés está arraigado en una tradición cristiana -calvinista- y, por ello, goza de una indulgencia que difícilmente se concedería a otras tradiciones religiosas que defendieran la misma exclusión de las mujeres, Con toda seguridad, la reacción social, mediática y política, sería mucho más dura.
Se trata de una cuestión compleja y abierta a múltiples interpretaciones, pero quizá la formulación más precisa del problema sea la siguiente: ¿puede una democracia pluralista aplicar sus principios de forma selectiva, dependiendo de la tradición religiosa o cultural de que se trate? Si respondemos que sí, el pluralismo es un privilegio para quienes pertenecen a la tradición dominante -religiosa y/o cultural-. Si respondemos que no, entonces la democracia debe ser coherente y aplicar el principio de igualdad y de no discriminación sin excepciones, a riesgo de entrar en conflicto con otras tradiciones culturales o religiosas.
En cualquier caso, no podemos olvidar que la democracia nunca puede servir de coartada para legitimar prácticas que la socaven desde dentro. Los griegos, sobre todo en Atenas, fueron muy prácticos a la hora de evitar que alguien usara la democracia para destruirla desde dentro. El ostracismo era precisamente eso: una medida preventiva que protegía la democracia de posibles abusos internos.
Una cosa es respetar las creencias y otra, muy distinta, permitir que esas creencias se traduzcan en normas que nieguen la igualdad y la libertad de los ciudadanos. Eso es, precisamente, lo que sucede con el partido neerlandés, cuya exclusión política de las mujeres choca de frente con la Constitución holandesa.
Dentro del propio partido al que nos referimos, el caso de Lilian Janse es significativo. Esta mujer es concejala por el SGP en la ciudad de Vlissingen, desde 2014. La importancia de su caso es que Janse no es una voz externa a la formación política, sino que pertenece a ella, la conoce desde dentro y, asumiendo su tradición calvinista, adopta una postura crítica. Lo realmente valioso de su figura es que, desde su pertenencia, combate la línea del partido que excluye a las mujeres y sostiene que, tanto hombres como mujeres, deben colaborar en la vida pública. Ella es un ejemplo de resistencia interna: desde su fe calvinista, hace frente a la tradición ortodoxa y apuesta por la igualdad.
En su interpretación más ortodoxa, el calvinismo establece que el hombre es cabeza del hogar y de la comunidad, mientras que la mujer ocupa un lugar secundario, centrado en el ámbito familiar.
Lilian Janse personifica una paradoja: mientras que su partido continúa excluyendo a las mujeres las listas nacionales, ella ejerce un cargo público y defiende abiertamente su presencia en el Parlamento neerlandés. Su figura es, sin duda, una auténtica grieta en la ortodoxia del SGP y demuestra que la tradición religiosa no es estática, sino que puede ser reinterpretada. Los cambios no siempre llegan de la mano de los tribunales o de la presión internacional; a veces brotan desde dentro, desde la valentía de quienes se atreven a desafiar una ortodoxia que niega a las mujeres un lugar legítimo en la vida pública.
El caso de este partido neerlandés, como el de otros en diversas latitudes, pone de manifiesto que el límite de la tolerancia no es algo local, sino un desafío global para las democracias contemporáneas. Allí donde una tradición religiosa intenta incidir en lo público, llegando al extremo de negar derechos fundamentales, la democracia tiene que recordarse a sí misma que su misión no es proteger convicciones particulares, sino garantizar principios y derechos comunes como la igualdad, la libertad y la dignidad de todos.
Todos somos conscientes de la influencia política de distintas tradiciones religiosas en el mundo contemporáneo. Los partidos islámicos, sin ir más lejos, trasladan los preceptos de la fe al ámbito público; el evangelicalismo en Estados Unidos y en Latinoamérica, ejerce gran peso en debates públicos sobre el aborto, el matrimonio igualitario o la educación sexual, presionando para que las convicciones religiosas se traduzcan en leyes vinculantes; el catolicismo político en países de Europa del Este, como Polonia o Hungría, también impulsa políticas de restricción de derechos en nombre de la tradición cristiana; y, en contextos más lejanos, el nacionalismo hindú, en la India, muestra igualmente cómo una religión puede condicionar la esfera pública y desdibujar las promesas de igualdad democrática. Estos casos que cito, desde luego, no agotan todos los posibles…
En España, la situación es que la Constitución declara que «ninguna confesión tendrá carácter estatal«, pero añade que los poderes públicos mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia católica y demás confesiones. Esto significa que, estrictamente somos un Estado aconfesional, más que laico, al permitir un espacio de influencia, especialmente a la Iglesia católica que, ciertamente, conserva privilegios institucionales.
También es cierto que en nuestro país hay un pluralismo religioso creciente de la mano de comunidades musulmanas, evangélicas y ortodoxas, que se han expandido con el fenómeno de la inmigración. No obstante, la Iglesia católica mantiene a su favor una presencia privilegiada de la que no disfrutan otras confesiones.
Además, la sociedad española se ha secularizado notablemente y de manera rápida. Casi un 40 % de la población se declara no creyente, agnóstica o atea y la práctica religiosa ha descendido, incluso entre los que se declaran católicos. En definitiva, somos un Estado aconfesional, aunque con fuerte herencia católica en un panorama de creciente secularización.
Es evidente que la Iglesia católica mantiene privilegios que generan tensiones en asuntos como la enseñanza de la religión en la escuela, el régimen fiscal, la presencia de símbolos religiosos en actos públicos, la financiación pública de colegios concertados de ideario religioso, etcétera. Nuestro reto, al igual que el de otras democracias, sigue siendo cómo garantizar la igualdad y la neutralidad del Estado frente a las convicciones religiosas, sin negar la libertad de conciencia individual.
La filosofía actual ofrece valiosas aportaciones sobre esta cuestión de la inferencia (o influencia) de la religión en la política. De la reflexión filosóica se pueden extraer conclusiones esenciales. Por ejemplo, la religión puede inspirar la vida personal, pero no puede erigirse en el fundamento de lo común, porque no todos comparten la misma fe o, sencillamente, no todos tienen fe.
La distinción entre las motivaciones privadas y justificaciones públicas debe ser, por tanto, decisiva. Habermas añade una vía sutil: los creyentes, claro que pueden intervenir en el debate público, pero siempre que traduzcan sus argumentos a un lenguaje secular, comprensible por todos.
La cuestión no es eliminar lo religioso -que forma parte de lo humano- sino impedir que lo religioso reclame un privilegio en el ámbito público. Otros enfoques, también relevantes, destacan la necesidad de garantizar la igualdad de trato entre las diversas confesiones.
Hay muchos más debates y puntos abiertos, y no podemos referirnos a todos ellos, pero la filosofía converge en un punto clave: la religión tiene un espacio legítimo en la vida democrática, pero su influencia en la política debe estar limitada por el principio de igualdad. Las creencias religiosas, que inspiran la vida personal de sus creyentes, pueden ofrecer puntos de enriquecimiento en el debate, pero no pueden pretender transformarse en normas públicas para el conjunto de la ciudadanía.
La fe es valiosa cuando acompaña al ser humano en su búsqueda de sentido, cuando ilumina las conciencias y fortalece la esperanza en los terrenos de incertidumbre. Para los creyentes, es un refugio íntimo, una fuente de dignidad y un sostén moral, y así debe seguir siendo. Pero la riqueza espiritual sólo conserva valor cuando se vive en libertad, sin imponerse a las personas que no comparten las mismas creencias.
Ética y emocionalmente, la frontera es clara: la fe puede guiar la vida personal, pero no puede ser una norma común que se imponga sobre la conciencia de los demás. Su grandeza no reside en dictar la ley y, si lo hace, se convierte en una herramienta de poder que excluye a todos aquellos que no la comparten.
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