En nuestro tiempo, el debate político se ha convertido en un terreno donde el insulto y la descalificación personal se usan con frecuencia como instrumentos de confrontación.
Tanto en los foros, como en los parlamentos, los agravios verbales buscan generar un impacto inmediato. Sin embargo, la realidad es que esta estrategia es altamente dañina para la democracia, cuya legitimidad debe sustentarse en la deliberación racional y en el respeto mutuo -ambas, condiciones son incompatibles con el insulto-.
El insulto, como expresión de la ira política, se ha convertido en un recurso emocional, manipulado por los discursos populistas, pero que no tiene contenido constructivo.
El debate democrático, en esencia, se nutre del intercambio de argumentos. Sin embargo, cuando el insulto entra en escena, interrumpe la deliberación, la paraliza y la degrada. No olvidemos que la política es el espacio común donde los ciudadanos pueden dialogar, debatir y confrontar ideas; si ese espacio se ve ocupado y contaminado por el insulto, la pluralidad y el diálogo se disuelven.
No faltan análisis llevados a cabo por la ciencia política -por ejemplo, la revisión de estudios realizada en 2007 por Lau, Sigelman y Rovner– que confirman que los ataques personales tienen un efecto boomerang: es decir, estimulan la base ideológica propia a corto plazo, pero tienden a ser contraproducentes e ineficaces a largo plazo. Además, favorecen la desafección y reducen la participación electoral en algunos casos.
Richard R. Lau, Lee Sigelman e Ivy Brown Rovner, realizaron en 2007 un análisis sobre 110 estudios que habían sido publicados entre los años 1980 y 2006, incluyendo elecciones en EEUU y otros países democráticos. Con las conclusiones que se han mencionado en el párrafo anterior.
El empleo recurrente del insulto, o el ataque personal, es visto por muchos votantes como carencia de propuestas por parte del que agrede. El ciudadano espera soluciones, no broncas ni peleas.
En definitiva, en esta primera aproximación a la política del insulto y del agravio se muestra cómo el discurso público se degrada y acaba socavando, incluso, la propia base electoral, que con el tiempo puede fatigarse ante la ausencia de propuestas y el exceso de confrontación. Se trata de una estrategia de corto recorrido, con un elevado coste democrático: desafección ciudadana, desconfianza hacia las instituciones y refuerzo de lo que algunos autores denominan una «economía de la ira», esto es, la explotación de emociones negativas sin aportar soluciones reales. Peter Sloterdijk, en su obra «Ira y tiempo» (2009), habla precisamente de esa «economía de la ira» que algunos líderes y partidos utilizan en la política actual al movilizar emociones negativas, pero con escasa capacidad constructiva.
Sin embargo, ¿por qué, a pesar de todo lo que la política del insulto y del agravio representa, se sigue recurriendo a ella cada vez más?
Aquí, desde luego, las razones son diversas y están relacionadas con las características de la comunicación política moderna.
Tenemos un sistema que está saturado de información y cruzado por las redes sociales y el auge de los medios digitales. Podríamos decir que vivimos en un ecosistema mediático y digital donde los mensajes más agresivos generan titulares que se difunden con mucha mayor facilidad. Esto impulsa a los políticos a utilizar esas estrategias, ya que ofrecen una alta visibilidad e incrementan las interacciones con aquellos que son «consumidores de lo negativo«, aunque el efecto sea dañino a largo plazo. Lo que prima no es la calidad del debate o del mensaje, sino la notoriedad inmediata. Además, somos más sensibles a los estímulos negativos, lo cual explica que los insultos capten más atención y permanezcan por más tiempo en la memoria colectiva.
El grito, el insulto y la provocación convierten el debate político en espectáculo: show, titulares llamativos, frases impactantes diseñadas para el aplauso del propio bando, etcétera. Se trata de una especie de teatralización que cuenta con el respaldo de ciertos medios y redes sociales, a sabiendas que ese espectáculo no construye, ni propone, ninguna solución.
Se genera una dinámica de competencia cada vez más intensa. Cuando un adversario ataca, surge una presión casi automática para responder en los mismos términos. De este modo, se desencadena una escalada de agresividad, una especie de «juego de suma cero», en el que quien guarda silencio corre el riesgo de ser percibido como débil o culpable. En este contexto, lo decisivo no es tanto debatir propuestas como «ganar el relato»: es decir, imponer una narrativa dominante que pueda ser percibida como tal por la ciudadanía.
El insulto al adversario también oculta las debilidades propias o trata de desviar el foco de atención. Es una táctica para acaparar titulares, desplazando la mirada hacia lo emocional o hacia la confrontación, sobre todo, en momentos de escándalos internos o medidas impopulares.
Con el insulto, no siempre se trata de convencer a los indecisos o ampliar la base electoral. Muchas veces, tiene un objetivo interno: reforzar la cohesión de los propios seguidores, reforzando los sentimientos de pertenencia frente al «enemigo común». En estos casos, el insulto es un elemento de consumo interno que satisface las expectativas de los seguidores más radicales.
Por último, el insulto también es una estrategia que se utiliza para intentar acceder al poder, por parte de los partidos situados en la oposición. Aquí, lo que opera, es una lógica diferente a la de la visibilidad mediática, el espectáculo, la competencia o el refuerzo interno, que hemos comentado con anterioridad.
La lógica de esta estrategia consiste en instalar en la opinión pública una percepción constante de crisis, incompetencia o corrupción. La oposición trata de posicionarse en el centro de la agenda política mediante un discurso que deslegitima cualquier acción del gobierno, incluso aquellas que pueden ser consideradas exitosas. El objetivo no es evaluar los resultados de la acción del Ejecutivo de manera imparcial, sino desacreditar sistemáticamente su credibilidad, propiciando un clima de indignación permanente. El insulto se introduce aquí como una especie de cuña, que fractura el espacio público en bloques irreconciliables. En tales condiciones, cualquier posibilidad de diálogo o negociación queda anulada de antemano, puesto que lo que se cuestiona es la validez misma de la idea de acuerdo.
Es cierto que se produce un desgaste del gobierno, pero a medio y largo plazo, la oposición también sale perjudicada: El uso sistemático del insulto y la descalificación por parte de la oposición también conlleva costes para ella misma. Ya hemos señalado con anterioridad que muchos ciudadanos ven en esta estrategia la incapacidad de la oposición de proponer alternativas reales. Además, tras una campaña intensiva de insultos, si la oposición llega al poder, se encuentra con serias dificultades para gobernar, porque en el camino se han destruido puentes de diálogo con otras formaciones políticas que podrían convertirse en apoyos necesarios. La oposición corre el riesgo, por tanto, de quedar atrapada en su propia narrativa de confrontación y enfrentarse rápidamente a una reacción de desencanto y rechazo.
Otro aspecto importante del uso del insulto en la vida política son sus consecuencias socioculturales. Esas consecuencias van más allá del ámbito parlamentario puesto que se instalan en el conjunto de la sociedad: la ciudadanía se desencanta y se distancia de las instituciones públicas.
Podemos señalar, como una de las consecuencias más evidentes de un clima político agresivo y degradado, la aparición de una espiral de cinismo: cuando el insulto procede de un político afín, tendemos a justificarlo o restarle importancia; en cambio, si lo lanza alguien del partido contrario su acción es mucho peor calificada.
En otras palabras, somos más tolerantes con «los nuestros» que con «los otros»: aceptamos e incluso justificamos los agravios de los políticos que nos resultan cercanos ideológicamente, mientras que nuestra condena y nuestro desprecio se expresa con mucha mayor vehemencia y dureza cuando proceden de políticos que son distantes o contrarios a nuestras convicciones. La polarización política, en definitiva, tiene su reflejo en la polarización moral, pues permite que los insultos y actos de agresividad se relativicen o justifiquen en función de nuestra identidad partidista.
Hay otra consecuencia especialmente grave: el insulto, el agravio y la polarización, introducen hostilidad en nuestras relaciones cotidianas -con compañeros, amistades e incluso familiares-. Es decir, el lenguaje político agresivo acaba por deteriorar los modelos de convivencia y el respeto mutuo que debe de sostener nuestra vida en sociedad.
Estas reflexiones que preceden, llevan a concluir que el insulto es una clara apuesta perdedora, aunque parezca tener réditos inmediatos.
Como hemos señalado, la realidad es que el insulto, como estrategia política, bloquea la posibilidad de persuadir a la ciudadanía y se limita a reforzar la cohesión de aquellos que ya estaban convencidos; revela una grave carencia de argumentos; contamina el espacio público; degrada la deliberación democrática y afecta al tejido social con perjuicio para las relaciones sociales entre los propios ciudadanos.
La solución, por supuesto, no implica renunciar a la crítica, que es absolutamente necesaria en democracia. Lo importante es cómo se hace dicha crítica. La crítica puede ser firme, incluso ácida, pero debe mantener un tono argumentativo y no degenerar en humillación.
El insulto es, en el fondo, el recurso de aquél que no puede sostener la discusión racional. Como advertía Schopenhauer, cuando un adversario carece de argumentos o se ve superado por la dialéctica del contrario, se torna ofensivo, escandaloso y grosero.
En su obra «Dialéctica erística o el arte de tener razón», Arthur Schopenhauer analiza cómo las personas discuten no siempre para buscar la verdad, sino para imponerse en el debate y «tener razón», aunque no se disponga de argumentos sólidos.
De nuevo, en este blog, tenemos que reivindicar la fuerza de los mejores argumentos, aunque no sean los nuestros; apelar más a la persuasión que a la descalificación y lanzar nuestros contenidos desde una óptica optimista que pueda contrarrestar la negatividad del insulto y del agravio.
En conclusión, el insulto en la política es una estrategia de mucho ruido pero que aporta poco valor real. Aunque pueda servir para llamar la atención, no ayuda para construir acuerdos ni fortalecer la democracia. Para una democracia sana, necesitamos con urgencia volver al debate de las ideas, al respeto a la pluralidad y al uso de argumentos sobre los que se puedan edificar consensos.
Por ello, frente al actual protagonismo político del insulto, se necesita un tipo de liderazgo político de perfil muy distinto: capacidad de diálogo y escucha activa; respeto a lo plural; honestidad y coherencia; evitar la manipulación emocional simplona e injustificada; visión a largo plazo por encima del beneficio inmediato y asunción plena de las responsabilidades.
Exijamos a los políticos a los que votamos que reconstruyan su palabra y su discurso desde la ética del diálogo y del respeto.
El insulto es, claramente, una apuesta perdedora…
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