Crónica del desencanto

Atravesamos un ciclo de sombras. No se trata de una crisis concreta ni tampoco de un episodio aislado: vivimos un tiempo en el que distintas formas de “oscuridad” se superponen y se refuerzan mutuamente: la mentira, el cansancio, el miedo, la guerra, la corrupción, la política espectáculo, el negacionismo o la desigualdad, se entrelazan y terminan por oscurecer nuestro horizonte.

Hannah Arendt señalaba que los hechos son la base sobre la que se edifica toda política. Sin embargo, uno de los rasgos más preocupantes de nuestro tiempo es el derrumbe frecuente de la verdad de los hechos: los hechos ceden ante los relatos interesados y la mentira ya no se presenta como una anomalía, sino como una rutina, que nos deja sumergidos en una multitud de versiones y opiniones, pero huérfanos de certezas.

Cada acontecimiento se descompone en una multitud de narrativas que responden a intereses diversos, pero todas ellas compiten por entre sí por imponerse y adueñarse del relato, mientras los ciudadanos, ya fatigados, apenas encuentran en ellas algo más que ruido.

Esas narrativas circulan sin pausa, se multiplican en titulares, redes sociales, discursos e intervenciones políticas. Pero toda esa sobreabundancia no es esclarecedora. Cuando ante nosotros no se explican ni se debate sobre los hechos que nos resultan comunes, sino que sólo se despliegan relatos interesados o partidistas, lo que queda no es claridad, sino confusión, hastío y desencanto.

En efecto, el desencanto nace -entre otras cosas- de la ausencia de certezas. La verdad ha sido reemplazada por un «mercadeo» de narrativas donde lo que importa no es que se ajusten a los hechos, sino su capacidad de imponerse las unas sobre otras y, sobre todo, hacerse virales-por utilizar una terminología del momento-. El desencanto ya no es la excepción: se ha convertido en norma. Y lo que debería provocar indignación ha pasado a ser parte del paisaje cotidiano.

Vamos a ver ahora alguno de los elementos que están contribuyendo a forjar este desencanto y que, la mayoría de los ciudadanos podemos reconocer en nuestra vida cotidiana.


Comencemos por nuestra querida Europa.

Europa atraviesa los días como si fuera en modo de piloto automático. Sus líderes repiten palabras solemnes acerca de la unidad y los valores, pero esas fórmulas suenan cada vez más huecas frente a la incapacidad de afrontar un mundo que parece desmoronarse con rapidez. Europa, que alguna vez soñó con ser proyecto histórico y motor de la civilización, aparece reducida hoy a una mera inercia, a la gestión burocrática, a la falta de espíritu y a la obediencia o sumisión de lo que otras potencias dictan.

La Unión Europea nació -tras el desastre de las dos guerras mundiales- como una promesa de reconciliación, prosperidad y democracia. Fue un proyecto integrador para superar los nacionalismos destructivos. Sin embargo, lo que en otro tiempo fue un horizonte compartido se ha ido transformando en un entramado institucional muy complejo que se caracteriza por preservar los equilibrios internos de poder, más que por ofrecer respuestas a los ciudadanos europeos. Ahora, más en en ninguna otra ocasión anterior, Europa supone parálisis, en vez de iniciativa.

Desde el ámbito del pensamiento, no han faltado voces críticas hacia esa burocracia distante que sirve de alimento a la desafección ciudadana. Sin un ámbito real de participación común, Europa se convierte en lo que Jürgen Habermas llama un «proyecto inacabado», siempre pendiente de alcanzar su propia legitimidad.

La crisis de Europa ya no es sólo económica o geopolítica: es una crisis moral y de sentido. Los europeos hemos renunciado a pensarnos como protagonistas de un proyecto político común, que proyecte un futuro para todos y nos limitamos a la gestión burocrática de lo inmediato, del día a día. Tal vez, una gran mayoría, ya ha perdido la capacidad de creer en un horizonte común para Europa, como comunidad política, y eso es una pérdida mucho más grave que cualquier déficit fiscal.

La guerra de Ucrania, por ejemplo, ha puesto de manifiesto la profunda dependencia de Europa respecto a Estados Unidos, tanto en lo militar como en lo estratégico. Washington marca las decisiones mientras que la voz europea queda relegada al acompañamiento. También hay otras dependencias -como la energética o la de proveedores externos- que son otras tantas expresiones de nuestra fragilidad. O, sin ir más lejos, la humillante, y reciente, sumisión comercial ante Trump, en el asunto de los aranceles, que es la última línea de un capítulo no cerrado aún.

Poseemos un discurso potente sobre los valores y los derechos universales, pero no lo sostenemos de manera coherente en la práctica: nos seguimos apoyando en regímenes autoritarios para asegurar nuestros suministros, firmamos acuerdos migratorios con gobiernos muy cuestionados –Turquía, Libia o Marruecos-, o callamos ante las violaciones de los derechos humanos –Gaza-.

El desencanto surge, precisamente, al constatar la renuncia de una Europa que alguna vez quiso liderar y que hoy apenas sobrevive sin horizonte. El filósofo italiano Roberto Esposito advierte que Europa está atrapada entre disolverse en un mercado global y la vuelta de los nacionalismos excluyentes. En ambos casos, lo que se esfuma es la posibilidad de alcanzar un horizonte común, una comunidad política viva. Europa parece que se condena a convertirse en algo que ya empieza a ser: un espacio cansado, fragmentado y sumiso, que mira al pasado con nostalgia y al futuro con miedo.


El cansancio y la mentira.

Cuando hablamos de «espacio de cansancio», no nos referimos al agotamiento físico, sino al cansancio cívico. La desconfianza hacia las instituciones se convierte en una rutina: la gente ya no espera demasiado de ellas -incluso, muchos ciudadanos declaran no esperar nada-. La fatiga aparece tras una larga ristra de promesas incumplidas, escándalos repetidos y políticos que se intercambian y se suceden, unos a otros, sin que se introduzcan nuevos matices, porque el guion es siempre el mismo: anuncios grandilocuentes, reformas cosméticas, pactos que se proclaman como históricos, pero que pronto se evaporan. El ciudadano, ya no se rebela, sino que convive con la decepción. En ese sentido, el cansancio y el hastío no sólo paralizan, sino que, de alguna manera, nos domestican.

El propio sistema es consciente de este cansancio y lo administra: ofrece destellos de ilusión, pero pronto se disuelven en la resignación: ¿quién no tiene la sensación de haber convertido su hartazgo en un hábito?

Un visitante asiduo en este escenario de cansancio es la mentira. Pero no se trata de la mentira que irrumpe de manera escandalosa o de las falsedades puntuales, sino de la mentira que se instala de manera estable y que degrada el concepto de verdad hasta volverlo irrelevante. La política se aferra a esa mentira y organiza, en torno a ella, todo un entramado de relatos: lo importante es que el relato, más allá de su correspondencia con la verdad, consiga la mayor adhesión emocional posible. La mentira moderna no sólo es estable, va más allá: no se limita a ocultar o falsificar los hechos, sino a producir una realidad alternativa que, cuando se repite con insistencia, acaba por imponerse. Podría decirse que la mentira ha conseguido instalarse en nuestro paisaje comunitario, como si fuera una niebla que nos impide la plena visión y, lo que es peor, ya no es percibida como un auténtico peligro para la ruptura de la democracia -que es lo que verdaderamente es-, sino como rutina natural en la práctica política.

La mentira es, por tanto, otro elemento de nuestra crónica del desencanto. Sin embargo, lo inquietante no es sólo que nos engañen -la mentira política no es una novedad histórica-, sino que hoy parece haber una disposición creciente a no cuestionar, siquiera, porqué somos engañados. Lo grave no es la lucha entre la verdad y la falsedad, sino la indiferencia ante esa lucha.


Miedo y corrupción

No hablamos del miedo como temor puntual, sino de una atmósfera de miedo que es cuidadosamente administrada: precariedad laboral, crisis económica, inseguridad, amenaza de guerra, de violencia o de exclusión, vigilancia digital que registra ocultamente nuestras conductas para después moldearlas, miedo al extranjero, etcétera.

En ese contexto de miedo y de inseguridad, se aceptan controles cada vez más intrusivos y pérdida gradual de libertades, en nombre de la seguridad. Podrían citarse numerosos ejemplos en diversos países: en Estados Unidos, la Patriot Act, tras los atentados del 11-S; en Francia el Estado de Emergencia, tras los atentados de París con medidas que, algunas de ellas, fueron incorporadas después a las leyes ordinarias; en China, el exhaustivo control de la ciudadanía; en España, la Ley Mordaza que limitó la protesta pública; en Israel, el permanente predominio de la vigilancia, en nombre de la seguridad; el control digital y la censura de internet en Rusia, etcétera.

Por la pertenencia a nuestro país, me permito alguna nota adicional sobre la Ley Mordaza. Esta ley representa un ejemplo paradigmático de cómo el miedo es utilizado por la técnica política. Bajo la retórica de garantizar la seguridad, la ley despliega un marco de control que limita la protesta y disuade la participación cívica: multas desproporcionadas -hasta 600.000 euros-, restricciones a la protesta en espacios simbólicos -Congreso, Senado, instituciones-, limitación a la libertad de información, ampliación de facultades policiales de identificación y registro -en la práctica, en nombre de conceptos vagos como la prevención de delitos o la protección de la seguridad ciudadana, se dio un margen muy amplio para la identificación en la vía pública de cualquier ciudadano sin necesidad de motivos objetivos ni orden judicial-, devoluciones en las fronteras sin las debidas garantías, etcétera.

Si la vida pública se sostiene en ese ambiente, la libertad corre el riesgo de dejar de ser algo exigible para convertirse en un lujo olvidado.

En este marco de cansancio, mentira y miedo, la corrupción ya no sorprende. Ha dejado de ser un escándalo anómalo para convertirse en costumbre. El ciudadano está saturado de escándalos pero convive con ellos, lo cual implica la destrucción lenta de la confianza. Sin la confianza en las instituciones, en los representantes, o en la propia justicia, la democracia es un edificio ruinoso y vacío.

Cada nuevo caso de corrupción es un episodio más en una serie interminable. No se trata sólo del dinero malversado: lo que se destruye es la noción de bien común y la confianza ciudadana. El poder pasa de ser entendido como servicio público para convertirse en la oportunidad de conseguir algún botín. El ciudadano llega con facilidad a la conclusión de que «todos son iguales», lo cual abona el terreno para líderes autoritarios que se presentan como «restauradores del orden y limpiadores del sistema«, a menudo con métodos que todavía socavan aún más la democracia.

La corrupción actúa oculta, en silencio, hasta que una determinada trama estalla y aflora a la superficie. Pero, mientras tanto, otras tramas corruptas continúan operando en la oscuridad simplemente porque todavía no ha llegado su momento de ser descubiertas.


Populismo y desigualdad

Otra cara del desencanto es el populismo y la política entendida como espectáculo. En la política actual acudimos a una escenificación constante. El objetivo ya no es cambiar ciertas estructuras sociales o económicas por otras más justas, sino producir efectos inmediatos de impacto emocional, que aseguren votos. Todo es un gran teatro donde los políticos son actores y la ciudadanía actúa como un público que aplaude o abuchea, según el interés que tenga en la función representada.

Guy Debord, pensador francés, reflexiona sobre esto en su obra «La sociedad del espectáculo» (1967), llegando a la conclusión de que la representación sustituye a la experiencia real: debates convertidos en shows televisivos donde el interés máximo no se centra en las propuestas ofrecidas, sino en quién ha sido el «vencedor del debate»; o campañas electorales basadas en discursos que se reducen a eslóganes repetibles y que halagan el oído del seguidor más fiel o radical.

Es en este contexto donde el populismo encuentra un terreno fértil. Su fuerza no está, ni de lejos, en un proyecto político de largo alcance, sino en la movilización de las emociones inmediatas. No hay argumento, sino relato; no hay razonamiento, sino imágenes estereotipadas; no hay compromiso, sino gestos. El líder populista sabe que el ciudadano pide un estímulo constante y por eso ofrece polémicas diarias, enemigos claros y promesas de salvación, que poco importa si luego cumple o no.

El resultado es una especie de círculo vicioso: el ciudadano, desencantado, se entrega al espectáculo político como forma de entretenimiento, a medio camino entre la resignación -que por supuesto también existe- y la complicidad pasiva.


El ciclo del desencanto lo cerramos hoy con la desigualdad como destino inevitable. Lo que antes podía leerse como una injusticia estructural fruto de decisiones políticas, económicas o sociales, hoy parece un hecho natural, casi como una «ley de vida»: si unos triunfan y otros fracasan, es porque así debe ser y porque así ha sido siempre.

La desigualdad genera excluidos y los excluidos no sólo sufren la carencia material, sino también la carga moral de ser los responsables de su situación. Por su parte, los privilegiados ven legitimada su posición: si están arriba es porque lo merecen.

Si aceptamos estos esquemas mentales y morales, la lucha por una mayor justicia social queda desplazada por una narrativa que justifica y asume la injusticia. Como en otros elementos del desencanto, el peligro no radica sólo en la desigualdad en sí, sino en la aceptación pasiva de que no puede ser de otra manera.


Estas reflexiones sobre los elementos del desencanto dibujan un retrato sombrío, pero considero que es un ejercicio necesario. No es la intención recrearse en el pesimismo, sino señalar que el desencante no nace de catástrofes puntuales, sino de un proceso lento, de unos hábitos que terminan por normalizarse a pesar de ser inaceptables.

Es cierto que la corrupción, la mentira, el populismo, la política como espectáculo, la inoperancia de Europa, el miedo o la desigualdad, suponen el triunfo del desencanto, pero reconocerlo es el primer paso contra la resignación. El reconocimiento del desencanto significa la apertura de una esperanza, que debe ser una resistencia organizada, un esfuerzo colectivo, estructurado y consciente que convierta la indignación en acción política, la protesta en propuesta y el malestar en energía creadora.

Si el desencanto es signo de esta época, entonces, la tarea de nuestro tiempo es la de rescatar la posibilidad de construir otro horizonte. Renunciemos a prestar atención a la política como espectáculo, y recuperemos la idea de que la política es construcción común y el terreno en que las esperanzas deben concretarse. No se pueden negar la oscuridad ni las sombras con las que abríamos estas líneas, pero si podemos negarnos a aceptarlas radicalmente como un destino inevitable.

2 respuestas a “Crónica del desencanto”

  1. Un análisis muy atinado.

    Un abrazo

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    1. Buenas tardes César. Gracias por leer el blog y comentar… como siempre.
      Me alegra saber que te ha parecido acertada esa entrada que titulé crónica del desencanto. Me anima para seguir con la tarea.
      Un abrazo.

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