Hay imágenes que no necesitan explicación. Un niño buscando a sus padres entre los escombros. Una madre abrazando a su hija muerta como si con ese gesto pudiera devolverle la vida. Ancianos que caminan sin rumbo porque han perdido casa, familia y barrio en un solo bombardeo. Esas escenas nos golpean directamente en el corazón. Y en ese instante no pensamos en política, ni en geoestrategia, ni en historia: sentimos que algo está radicalmente mal y que es indigno.
Ese estremecimiento no es un lujo emocional o sentimental. Es la constatación de que todos llevamos dentro un sentido moral que nos dice cuándo la dignidad humana ha sido pisoteada. Frente a Gaza, nuestra conciencia reacciona sin necesidad de cálculos: matar inocentes, privar de agua y comida a un pueblo entero, convertir a los civiles en un arma de guerra, es intolerable. Basta mirar para que surja la indignación en toda persona de buena voluntad.
Y, sin embargo, demasiados políticos y gobiernos se esconden en el silencio o en frases diplomáticas que no significan nada. Hablan de “equilibrio”, de “derecho a defenderse”, de “daños colaterales”. Pero esas palabras no borran las imágenes de los hospitales atacados ni de las familias que entierran a sus hijos en bolsas de plástico. La conciencia común lo sabe: ningún fin justifica esa barbarie.
Aquí es donde la filosofía puede ayudarnos a dar forma a lo que ya sentimos. Kant, hace más de dos siglos, escribió que debemos tratar a cada persona como un fin en sí mismo, nunca como un medio. Y sin embargo, ¿No es eso lo que vemos traicionado cada día en Gaza? La población civil convertida en instrumento de presión, en ficha dentro de un tablero político y militar, en el centro de ambiciones políticas y de poder. Kant también nos dio otra regla: obrar solo de acuerdo con aquellas normas que podamos querer como universales. ¿Podría alguien querer que fuera aceptable bombardear barrios enteros, negar agua y alimento a millones de personas, o buscar su aniquilación sistemática? Si la respuesta es no, entonces esas acciones son inmorales, aunque se justifiquen con discursos oficiales.
Sin embargo, lo importante es que no hace falta recurrir a Kant o a la filosofía para sentir el nudo en el estómago, la rabia, la compasión: todo ello es la primera prueba de que la injusticia y la maldad gratuita nos hieren a todos -o a casi todos-. Pero si damos un paso más, si pensamos con calma, comprendemos que no se trata solo de empatía, sino de principios que valen para todo el mundo y en todo lugar. Esa doble voz —la del corazón y la de la razón— coincide en lo mismo: detener la masacre es un deber ineludible.
La comunidad internacional no puede escudarse en la complejidad del conflicto. Siempre habrá intereses cruzados, alianzas, miedos. Pero nada de eso puede pesar más que el mandato básico de proteger vidas inocentes. Cuando los Estados callan o miran hacia otro lado, no solo traicionan a Gaza, se traicionan a sí mismos y a la propia humanidad, porque aceptan un mundo en el que la dignidad humana se pisotea y se negocia como una mercancía más.
Por eso la pregunta no es si debemos actuar, sino cómo y con qué urgencia. Lamentablemente, llevamos dos años con la pregunta encima de la mesa y sin respuestas, salvo alguna tibieza. Mientras tanto, la maquinaria de la guerra no se detiene: barrios enteros arrasados, familias destrozadas, niños que no llegan a mañana porque el mundo sigue discutiendo en lugar de actuar.
Ese retraso nos convierte a todos en cómplices por omisión. No basta con declaraciones ni con resoluciones que nadie cumple. El deber moral —el que sentimos en la conciencia y el que Kant formuló en sus escritos— no admite prórrogas. Cada día de silencio es un día más de sufrimiento injusto, un día en el que la dignidad humana vuelve a ser arrasada.
La comunidad internacional lleva dos años mirando hacia otro lado, atrapada en debates estériles, mientras en Gaza la gente muere cada día bajo las bombas y el hambre. No actuar ya no es neutralidad: es complicidad. El tiempo de las preguntas terminó. Hoy sólo queda una respuesta posible: detener ahora, no mañana ni pasado, la barbarie que Israel está cometiendo. Cada día que no lo hagamos, cada vida inocente que se pierda, será una vergüenza imborrable en nuestra conciencia de seres humanos.
La evasión de responsabilidad política, envuelta en tecnicismos y tácticismos, no es neutral: es un modo de encubrir la complicidad. Los políticos que callan o que maquillan su inacción con lenguaje burocrático traicionan a los ciudadanos que salen a la calle, que firman manifiestos, que llenan plazas para exigir el fin de la masacre en Gaza.
Ese divorcio entre la clase política y la sociedad es obsceno: mientras los discursos oficiales se pierden en matices, la ciudadanía grita lo evidente —que matar civiles inocentes es un crimen— y lo hace con la urgencia de quien siente que el tiempo se agota. Esa sordera institucional frente a miles de voces que claman justicia no es un fallo de comunicación, es una forma de desprecio democrático.
Y aquí la indignación no es solo moral, sino también política: quienes fueron elegidos para representar a la gente se han convertido en protectores de intereses estratégicos que ignoran el sufrimiento humano. La máscara del “tacticismo” es en realidad una coartada para mirar hacia otro lado mientras Israel comete crímenes atroces, bajo las órdenes de Netanyahu.
Esos políticos dan asco, sí, porque con su silencio y su cálculo perpetúan la injusticia; porque convierten la política en un ejercicio de cobardía, y porque olvidan que la primera tarea de un dirigente no es preservar equilibrios geopolíticos, sino defender vidas humanas con dignidad y justicia.
P.D A día de hoy, 19 de septiembre de 2025, Israel ha matado a 70.000 palestinos y su estrategia de muerte no se detiene…
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