Hay muchas tribunas, me refiero en esta ocasión a la vida pública, que constituyen un espacio con una fuerte carga simbólica y, entre ellas está, sin duda, la de la Asamblea General de la ONU. Ese podio representa algo más que un simple lugar de palabra: es el espacio en donde líderes de todas partes del mundo exponen y confrontan sus visiones acerca del orden internacional, debaten posibles vías de cooperación y ofrecen sus distintos enfoques con los que afrontar los grandes problemas que afectan a toda la comunidad internacional.
La tribuna de la ONU ha sido escenario de momentos de dramatismo y de significado histórico. Sería un ejercicio extenuante referir todas las intervenciones que desde esa tribuna se han llevado a cabo, pero quiero recordar, a modo de ejemplo, la defensa de la reconciliación y de la justicia que hizo Nelson Mandela, tras su liberación y el fin del apartheid; o, más recientemente, la intervención de un presidente de los EEUU como Barack Obama, que destacó la importancia del multilateralismo en un mundo interdependiente y globalizado; o el propio Luiz Inácio Lula da Silva que aprovechó la tribuna para reclamar un orden internacional más justo, sensible a las desigualdades y comprometido con la lucha contra el cambio climático.
Se trata de intervenciones que, desde diversas posiciones, invocan un horizonte de futuro y apelan a principios universales que deben ser compartidos: paz, justicia, igualdad, multilateralismo, cuidado del planeta, etcétera. En todos esos casos, se trata de discursos que mantienen una coherencia con proyectos políticos que son reconocibles y que, a la vez, reforzaban la autoridad simbólica de la ONU como foro mundial de referencia.
En septiembre de 2025, Donald Trump volvió a ocupar ese espacio, pero lo hizo de un modo que rompió las expectativas tradicionales. Su intervención fue calificada por analistas y medios como «incendiaria, plagada de contradicciones y cargada de un tono apocalíptico que convirtió la solemnidad del foro en un escenario de espectáculo político«. Lejos de presentar una visión clara sobre el papel de Estados Unidos en el mundo, el discurso pareció orientado a reforzar su narrativa particular, intensificando la polarización y ridiculizando a la propia ONU. Trump se mueve en un escenario distinto: no defiende una ideología alternativa al orden internacional, sino que lo degrada desde dentro, transformando la solemnidad en espectáculo mediático.
En estas líneas, la intención no es otra que reflexionar sobre la intervención del Sr. Trump bajo el prisma de la categoría cultural del esperpento -desarrollado por nuestro insigne escritor Ramón María del Valle-Inclán-.
Bajo la lente del esperpento, podremos ver mejor cómo Trump llevó a cabo una representación teatral de lo anecdótico; recurrió a contradicciones de manera deliberada; intensificó su tono apocalíptico y convirtió un discurso, teóricamente, diplomático, en un espectáculo populista.
Si el discurso de septiembre de 2025 del Sr. Trump lo comparamos con otros discursos presidenciales en la ONU, como los que hemos citado anteriormente, se verá con facilidad hasta qué punto lo grotesco se convierte en un método político, en esta era populista.
- La teatralización de lo anecdótico
Un rasgo evidente del carácter esperpéntico de su discurso fue su capacidad para convertir detalles accidentales sin importancia en símbolos políticos. Al inicio de su intervención, señaló con ironía que el «teleprompter no funciona” y más tarde recordó que «una escalera mecánica se paró mientras subía a la tribuna«, interpretando estos hechos como símbolos de un sistema en decadencia. Se trata de una estrategia que no es nueva, puesto que, ya desde su primera campaña presidencial, Donald Trump ha querido transformar incidentes de tipo técnico en alegorías políticas.
Un día después del incidente de la escalera mecánica, la paranoia de Trump le llevó a exigir que «fueran detenidos los responsables», convencido de que se trataba de un acto de sabotaje y no de un simple fallo técnico: una prueba más de su teatralidad conspirativa y de la imagen grotesca de su liderazgo.
Eso está en plena consonancia con su concepción de la política. Para él, la política no consiste en la gestión racional de los problemas, sino en la generación constante de un espectáculo en el que cada gesto adquiere un valor simbólico. Así, un incidente técnico, que no pasa de ser un detalle menor, Trump lo magnifica, lo deforma y lo incorpora a su relato de caos, corrupción e ineficacia institucional. Todo le sirve para convertirse en protagonista absoluto, en torno al cual todo gira, reforzando la idea de que sólo él posee la capacidad de poner fin a las guerras o de desenmascarar el desorden y la ineficacia.
- Contradicciones y paradojas del discurso
Otro elemento esperpéntico es la presencia de contradicciones flagrantes. Trump acusó a la ONU de ser un organismo “de palabras vacías”, que no resuelve guerras, para inmediatamente después asegurar que Estados Unidos la respalda “al 100 %”. De manera parecida, denunció que la ONU promueve una “agenda globalista de migración” que amenaza a las naciones soberanas, mientras exigía que se respetara el derecho absoluto de cada Estado a decidir sus políticas.
Estas contradicciones refuerzan su discurso y su lógica populista. El populismo, tal y como ya ha sido señalado muchas veces, no busca ningún tipo de coherencia teórica, sino eficacia y capacidad de impactar y movilizar. Su interés reside en construir espacios antagónicos claros y provocar la movilización emocional de las masas. Todo lo demás, la coherencia racional y la propia verdad, quedan subordinadas a la fuerza de los impactos emocionales.
Trump personifica esta lógica: lo importante no es que sus afirmaciones resistan un análisis, sino que intensifiquen la confrontación simbólica entre “pueblos que luchan por sobrevivir” y “élites corruptas” que manipulan las instituciones.
- El tono apocalíptico y la retórica del miedo
Trump gusta de situar sus discursos en la tradición del lenguaje apocalíptico. En su intervención ante la ONU advirtió a Europa que “se está yendo al infierno” por su política migratoria y energética, afirmó que la ONU está “llena de farsas” y calificó el cambio climático como “la mayor estafa de la historia”. Esta retórica queda conectada con lo que algunos pensadores han definido como la mentira política moderna: Trump no se ocupa tanto de ocultar los hechos concretos, como de crear una narrativa totalmente falsa que sustituya la realidad por un marco emocional, consciente de que el miedo y la indignación movilizan más que la verdad.
Un gran pensador, como Paul Ricoeur, ya mostró que lo apocalíptico funciona como una gran «metáfora viva», que no describe la realidad tal y como es, sino que la deforma para provocar alarma y urgencia. En este sentido, Trump se presenta como profeta de un colapso inminente, más que defensor de un programa político elaborado y fundamentado racionalmente: el colapso se producirá, evidentemente, si no se siguen sus consignas.
Dentro de las deformaciones que Trump realiza sobre la realidad, merece especial atención la que se refiere al cambio climático al que define como la «mayor estaba de la historia». En su discurso, también despreció las energías renovables, dijo que «todo lo verde está en bancarrota» y mostró su decidido apoyo al «carbón limpio y bonito». No se pueden decir más barbaridades ni falsedades en tan poco espacio.
En efecto, todo esto no sólo es una tremenda falsedad, sino que niega el consenso científico que considera el cambio climático como un fenómeno real, documentado y ante el cual ya sólo caben actuaciones urgentes. Estas bufonadas desplazan la posibilidad de llevar a cabo un debate serio sobre el clima. Reducir el asunto del clima a una falsedad o a un fraude, pone de manifiesto la miseria moral sin precedentes del Sr. Trump, porque lo que está en juego es el futuro del planeta y la vida de millones de personas.
El pueblo norteamericano debería ser consciente de la magnitud del desafío climático y de las consecuencias de tener al frente del país a un presidente que adopta tal postura de negacionismo radical. Por supuesto, los Estados Unidos no están al margen de las consecuencias del cambio climático; al contrario, se encuentra ya entre los países más afectados por fenómenos extremos, como huracanes cada vez más destructivos, incendios forestales de gran magnitud, olas de calor prolongadas o sequías que ponen en riesgo la capacidad agrícola o el acceso a los recursos hídricos.
- El esperpento como categoría interpretativa
En su obra, Luces de bohemia, Valle-Inclán describe el mundo como un espejo cóncavo que deforma las figuras hasta convertirlas en grotescas, revelando así la crudeza de la realidad. En su discurso, Trump hace algo parecido: convierte la solemnidad de la ONU en una caricatura. La tribuna diplomática se transforma en el escenario de un show mediático y, en el fondo, electoral.
Desde esta perspectiva, lo grotesco no es un error ni un exceso accidental, sino una estrategia deliberada. El mayor líder populista actual se alimenta de la teatralización de lo grotesco para desafiar las instituciones y reforzar su propia figura y su liderazgo. La consecuencia de ello es que lo racional aparece como ridículo y lo absurdo queda normalizado como método político. Es decir, esperpento puro y duro…
Como es lógico, todas las cosas, incluido el discurso del Sr. Trump, tienen consecuencias.
En este último caso, puede hablarse de una auténtica deslegitimación institucional. En efecto, la ONU queda ridiculizada en las palabras del presidente norteamericano, pronunciadas, además, en su propia sede, lo cual amplifica su efecto simbólico. Por otra parte, su discurso polariza el orden global, no sólo porque acentúa las divisiones entre bloques políticos afines y contrarios, sino también porque defiende un nacionalismo exclusivo y populista frente a la idea de un multilateralismo que está orientado a la cooperación internacional. Por último, Trump encarna la normalización de lo grotesco en la vida política, al degradar intencionadamente el debate político mediante el recurso sistemático a la mentira y a la confrontación. Tal dinámica, como advertía Jürgen Habermas -en su obra «Teoría de la acción comunicativa«-, mina los fundamentos de la democracia al sustituir la racionalidad por la lógica del enfrentamiento.
En conclusión, la intervención de Trump en la ONU es un paradigma de la política convertida en esperpento, al magnificar lo que no es sino una mera anécdota, defender contradicciones, azuzar el miedo apocalíptico o transformar la diplomacia en un ejercicio de espectáculo populista.
Desde luego, Trump no está solo en esta línea. Tiene un estilo extremo, sin duda, pero forma parte de una tendencia más amplia presente en la actual política internacional contemporánea. Ahí están también los ejemplos de Bolsonaro, Orbán o Bukele. Por tanto, Trump no inventa la política-espectáculo, pero la lleva a un grado tal de deformación que encaja en la categoría de esperpento.
La verdadera y triste tragedia de esta forma de actuación es que la mentira política, cuando pasa a convertirse en norma, no sólo oscurece la verdad, sino que destruye el espacio común en que el la política debe ejercitarse como debate de ideas y propuestas. Si el foro más importante de la diplomacia mundial es despreciado por el líder militarmente más poderoso -aunque es manifiesta su carencia moral y de racionalidad-, que no duda en mentir y en rechazar abiertamente lo que la comunidad científica afirma con contundencia, la pregunta surge inevitable: ¿qué puede quedar de la idea misma de cooperación internacional como estrategia global para afrontar los grandes retos de la humanidad?
Sólo se me ocurre una cosa: deshacernos de los políticos grotescos y de la política convertida en esperpento, y recuperar la palabra como instrumento de la razón y del debate público: nunca más al servicio del espectáculo y del interés personal.
Replica a scented9243def82a Cancelar la respuesta