El problema del mal

El problema del mal ha acompañado al pensamiento filosófico desde sus orígenes. No ha sido tratado sólo como una cuestión puramente teórica, sino como un desafío existencial que interroga directamente a la vida humana.

En efecto, más que como categoría abstracta, el mal se presenta como experiencia: sufrimiento, injusticia, violencia, destrucción. Por ello, la interpretación filosófica del mal no se limita a las definiciones conceptuales, sino que aborda también el horizonte ético de la existencia, allí donde el dolor y la culpa se hacen reales.

Preguntar por el mal es, en definitiva, preguntar por la fragilidad de la condición humana, por los límites de la libertad y por la posibilidad de la reconciliación entre seres humanos.

Desde muy temprano, la filosofía reconoció el escándalo que supone el mal. Platón, en su diálogo “el Timeo” sugería que el mal surge de la materia, del desorden que se resiste a la acción de la razón que trata de imponer un orden racional. Aristóteles, en cambio, concebía el mal como una privación o carencia del bien en aquello que, por su naturaleza, debería poseerlo. No consideraba el mal como una fuerza opuesta o independiente del bien, sino como su ausencia o defecto. De esta manera, algo es malo no porque tenga una “sustancia del mal”, sino porque le falta perfección o plenitud en su ser o en su finalidad. 

Sin embargo, fue el cristianismo el que otorgó al mal una dimensión existencial radical. San Agustín, tras su propio recorrido personal por posiciones maniqueas y escépticas, rechazó la idea de que existiera un dualismo que enfrentara el bien y el mal en plano de igualdad. En sus “Confesiones”, decía: “Buscaba de dónde venía el mal, y no hallaba salida. Pero Tú me mostraste que el mal no es sustancia, sino privación del bien”. Por tanto, para Agustín, el mal no tiene una entidad propia, puesto que es carencia, desorden de la voluntad, o desviación del hombre que, en lugar de orientarse hacia Dios, se centra sobre sí mismo. El mal es, pues, un acto existencial de libertad mal usada.

Este planteamiento inaugura una larga tradición que entiende el mal no como entidad metafísica, sino como un fracaso de la libertad.

Kant retomará la cuestión siglos después en su obra la “Religión dentro de los límites de la mera razón”, en la que introduce la noción de “mal radical”. Para Kant, el ser humano tiene inscrita en su propia pnaturaleza la posibilidad de poner por encima de la ley moral sus inclinaciones egoístas. Desde ese punto de vista, el mal no es algo accidental, sino estructural:Hay en el hombre una inclinación al mal que corrompe el fundamento de todas las máximas”. Lo paradójico del planteamiento de Kant es que el ser humano, siendo libre, puede elegir en contra de la moral, y eso permite pensar que el mal no puede ser atribuido a causas externas, sino que emerge desde el interior de nuestra libertad. Existencialmente, eso significa que el mal es inseparable de nuestra condición de seres libres.

Kierkegaard profundizará en este planteamiento, desde los sentimientos de la angustia y de la culpa. En su obra, “El concepto de la angustia”, sostiene que el mal y el pecado no son algo impuesto desde fuera, sino el resultado de esa angustia existencial, que se convierte en hechos y actos. “El pecado entra en el mundo por un salto cualitativo”, escribe Kierkegaard, subrayando que el mal no se reduce a una cadena de causas naturales, sino que brota desde el abismo de la libertad. Con ello, Kierkegaard quiere decir que el pecado no aparece poco a poco ni por una evolución natural, sino por un acto decisivo de libertad. Ese “salto” marca un cambio radical: el paso de la inocencia al pecado. Esta perspectiva traslada el problema del mal a la existencia concreta: cada individuo, en su soledad, enfrenta la posibilidad de elegir el bien o el mal.

Con Nietzsche, el mal adquiere un giro radical. En su crítica a la moral judeocristiana, sostiene que la noción de “mal” es una construcción de los débiles para someter a los fuertes: en la antigüedad los fuertes —los nobles, los valientes— consideraban “bueno” todo lo que expresaba poder, vitalidad y grandeza. En cambio, los débiles, resentidos por no poder imponerse, invirtieron los valores: llamaron “mal” a la fuerza y “bueno” a la humildad, la obediencia y la sumisión. Es decir, Nietzsche piensa que la fuerza, la afirmación de la vida, la voluntad de poder, constituyen la auténtica expresión de vitalidad, mientras que los débiles lo trastocaron y tradicionalmente llamaron mal a todo ello. “Lo que se llama mal es solo una perspectiva” (Nietzsche, “Más allá del bien y del mal”).

En clave existencial, esto significa que el mal no es una realidad objetiva, sino una interpretación moral que sofoca y asfixia la creatividad y la afirmación de la vida. Sin embargo, la crítica de Nietzsche no ignora ni elimina la experiencia del dolor y la destrucción, sino que obliga a replantearnos el mal no como algo absoluto, sino como fenómeno histórico y cultural.

En el siglo XX, marcado por las guerras mundiales, los genocidios y los totalitarismos, la reflexión filosófica sobre el mal adquirió un carácter trágico e inmediato. Hannah Arendt, al analizar el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, introdujo la célebre expresión “la banalidad del mal”. Lejos de imaginara ese criminal nazi como un personaje malvado ó demoniaco, Arendt lo presenta como un burócrata mediocre incapaz de pensar por sí mismo: Lo más espantoso de Eichmann es precisamente que fue terriblemente normal”. Esta interpretación resulta existencialmente estremecedora: el mal no siempre se presenta como transgresión diabólica, sino que puede instalarse en la cotidianidad, en la obediencia ciega, en la ausencia de juicio. La banalidad del mal interpela a cada individuo, recordándole que el mayor peligro reside en abdicar de la responsabilidad que tiene como persona.

Paul Ricoeur abordará el mal desde la simbología, destacando que el mal es un “misterio”, más que un problema. En “Finitud y culpabilidad” sostiene: “No podemos pensar el mal de manera directa; solo podemos narrarlo, simbolizarlo, confesarlo”. Esto quiere decir que el relato del mal no es un ejercicio intelectual, sino una forma de integrar la experiencia del sufrimiento en la identidad, tanto personal como colectiva. Para Ricoeur, el mal nos confronta con la fragilidad de la condición humana, pero también abre la posibilidad de reconciliación mediante el perdón. Este perdón no borra el mal cometido, pero le otorga un nuevo significado, transformando la memoria en un lugar de aprendizaje y no de rencor.

Si consideramos todas estas aportaciones en conjunto, puede decirse que la interpretación filosófica del mal en clave existencial se mueve entre tres sentidos : el mal como privación y desviación de la libertad (Agustín, Kant, Kierkegaard), el mal como construcción cultural y moral (Nietzsche), y el mal como banalidad y misterio (Arendt, Ricoeur). Cada una de estas perspectivas ilumina una dimensión de la experiencia humana ante el mal: la responsabilidad individual, la historicidad de los valores, y la necesidad de narrar y reconciliar.

Más allá de las teorías, lo decisivo es que el mal nos enfrenta a cuestiones que tocan lo más hondo de la vida. ¿Cómo es posible vivir después de Auschwitz? ¿Qué significa perdonar al verdugo? ¿Cómo evitar que el mal se repita?

Estas cuestiones no pueden responderse solo con definiciones filosóficas, sino con una ética encarnada. El mal se presenta como desafío a la libertad: elegir entre ser cómplices silenciosos del sufrimiento o mostrar nuestra resistencia; elegir entre la repetición de los odios y el camino de la reconciliación. En este sentido, la filosofía del mal no se agota en la especulación, sino que apunta siempre a una acción práctica .

El pensamiento contemporáneo invita a reconocer que el mal no podrá ser nunca eliminado del todo, pero sí afrontado con lucidez. El mal es parte de nuestra condición finita, pero no podemos concederle la ventaja de tener la última palabra. El testimonio de víctimas que han optado por el perdón, como lo muestra la filosofía de Ricoeur, revela que la libertad puede transformar el sufrimiento en memoria y las heridas en una nueva apertura a lo humano. De esa forma, el mal no deja de ser algo misterioso y oscuro, pero también se convierte en ocasión para el bien.

En conclusión, la interpretación filosófica del mal -no como entidad metafísica absoluta, sino como algo vinculado a nuestra existencia– no tiene como objetivo una definición teórica del mal, sino una orientación vital. El mal es más que un objeto de estudio. Es una realidad que exige respuestas éticas: asumir la responsabilidad, resistir a la banalidad, narrar el sufrimiento, abrirse al perdón…

Como escribía Hannah Arendt: “Cada generación, al ser arrojada en el mundo, está condenada a enfrentarse con el mal de nuevo, como si nadie hubiera aprendido nada antes”. Esta condena es también una llamada: no podemos eliminar el mal, pero podemos decidir cómo vivir frente a él. Y en esa decisión se juega, quizá, lo más auténtico de la existencia humana.

2 respuestas a “El problema del mal”

  1. Complejo problema el que planteas hoy.

    Tal vez me equivoque, pero parece que la interpretación filosófica del mal surge siempre como contraposición al bien y que para vencer al mal es necesario un esfuerzo de la voluntad en ejercicio de la libertad. A mi entender, lo que es difícil es establecer el concepto del bien, que siempre queda bastante difuso y por eso lo que para unos está bien para otros resulta condenable. No sé si se ha hecho, pero estaría bien que desde la filosofía se tratara de establecer una definición del bien que permitiera acabar con esa subjetividad interpretativa.

    Un abrazo

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    1. Buenas tardes César.
      Muchas gracias, como siempre, por leer el blog y comentar algunas de las entradas publicadas.

      Cierto es que el problema del mal es complejo, aunque no es menos cierto que el concepto de bien tampoco es fácil de definir.

      La filosofía ha entendido el bien de muchas formas a lo largo de su historia, según el contexto y la escuela de pensamiento. Pero, tras cerca de 2500 años de reflexión filosófica, parece que, en la filosofía contemporánea, el bien se relativiza o se pluraliza: ya no hay un bien absoluto, sino bienes humanos diversos (vida, libertad, justicia, dignidad), y su jerarquía se discute según contextos culturales o personales.

      Tal vez debamos quedarnos con esa idea del pluralismo moral: hay valores que casi todos reconocemos como buenos -vida, libertad, justicia, dignidad, igualdad-, pero su interpretación y su prioridad cambian según las circunstancias. Por ejemplo, una cultura o una sociedad puede valorar más la libertad individual, mientras otra pone en primer lugar la solidaridad o el deber hacia la comunidad.

      Mi opinión es que el bien ya no es algo “dado” o “absoluto”, sino algo que se construye mediante el diálogo, la razón y la experiencia. En ese sentido hay numerosos filósofos que defienden que en las sociedades modernas debemos aceptar esa diversidad de bienes y buscar formas de convivencia entre ellos, que sean justas y aceptadas por todos.

      Un abrazo.

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