Hay noticias que, tal vez, no nos sorprenden pero que sí son dolorosas. No sorprenden porque llevamos años viendo cómo el poder, cuando se acomoda, se pudre. Y duelen porque, aunque sepamos esto, seguimos esperando más decencia de aquellos que administran lo que es de todos.
El editorial del diario «El País» del 20 de noviembre, titulado «La espiral de la corrupción», vuelve a colocar en primer plano esa mezcla de resignación y de rabia. Esta vez, los nombres que suenan son Santos Cerdán, José Luis Ábalos y una trama que recuerda demasiado a otras anteriores: adjudicaciones amañadas, comisiones, favores, empresas interpuestas, redes de influencias. Nada nuevo bajo el sol español.
Pero lo interesante —y también lo preocupante— es la palabra elegida: espiral. No se habla de “caso”, “error” o “desviación”. Se habla de espiral, es decir, de algo que gira sobre sí mismo, que se retroalimenta, que no tiene un final visible. Un movimiento que solo se detiene cuando alguien o algo rompe el ciclo. Y lo que nos dice el editorial es que, en España, nadie ha roto ese ciclo; simplemente lo vamos soportando, como si la corrupción fuera un clima más de este país, una lluvia fina que impregna y cala siempre el ambiente político.
Sabemos que la corrupción no aparece de repente. Crece allí donde encuentra espacios, silencios y oportunidades; donde las instituciones están mal diseñadas; donde la vigilancia es débil, o donde los controles existen solo en el papel, pero no se aplican en la práctica. El editorial lo resume con precisión: no hay controles preventivos. Y donde no hay controles, hay poder. Y donde hay poder sin vigilancia, hay corrupción. Como se ha afirmado repetidamente: el poder tiende a corromper. En España ni siquiera “tiende”: simplemente lo hace.
La filosofía política lleva siglos advirtiéndonos de esto. Hannah Arendt desarrolló la idea de la “banalidad del mal”. Es decir, nos habló de cómo el mal se banaliza, se convierte en rutina, deja de sentirse como un escándalo para convertirse en hábito. Y así estamos: cada nueva trama nos afecta un poco menos, porque ya no se percibe como aberración, sino como continuación. Una democracia que convive con su propia podredumbre termina aceptándola como parte del paisaje.
Maquiavelo, hombre lúcido, creía que la política no es un ideal abstracto, sino un terreno en el que actúan y confluyen pasiones humanas, intereses y conflictos. Por eso, teniendo en cuenta esa realidad, afirmaba que la república sólo puede mantenerse fuerte si cultiva la virtud cívica y controla rigurosamente el poder. Según él, la virtud republicana no es un moralismo ni una perfección ética; es una energía colectiva que impulsa a los ciudadanos a participar, vigilar y defender la libertad común. Es decir, es necesaria una tensión entre el pueblo y las élites para poder mantener el poder bajo control y evitar la decadencia. En este sentido, su pensamiento sigue vigente: la democracia no se sostiene sola; necesita ciudadanos vigilantes y estructuras que impidan el abuso.
España, sin embargo, ha optado por confiar en la buena voluntad de sus gobernantes, como si la virtud fuera la consecuencia directa del ejercicio de un cargo. La experiencia del actual gobierno progresista en España muestra resultados desiguales e insuficientes en materia de control de la corrupción. Según algunos especialistas en la materia, se echa en falta una auténtica Agencia Anticorrupción Estatal que sea verdaderamente independiente y potente, al estilo de modelos que existen, por ejemplo, en otros países como Italia o Reino Unido. Nuestras principales instituciones de control de la corrupción adolecen de poder de supervisión integral, independencia y poder sancionador efectivo. El Tribunal de Cuentas tiene un perfil político con consejeros cuyos nombramientos por el Congreso o el Senado son previamente pactados por los partidos políticos; además, está más centrado en la fiscalización contable y no en la prevención; en esta institución se da la paradoja, por tanto, de que los consejeros de dicho Tribunal, que deberían fiscalizar a los partidos, son elegidos precisamente por los partidos. La Intervención General del Estado, es dependiente del Ministerio se Hacienda y, por tanto, adolece de independencia. O las Oficinas Autonómicas Anticorrupción, que son parciales y sin alcance estatal.
Además, desde el punto de vista de la voluntad política, es cierto que se ha proclamado una clara voluntad de regeneración pero, con dicha proclamación, no basta. Es necesario construir o reformar las estructuras que hagan posible esa regeneración y un mayor control de la corrupción. Sin esto último, el resultado está a la vista: redes clientelares, favores, comisiones, intermediarios que no deberían existir, oscuridades que se multiplican en los márgenes de cada contrato público.
El pensador y filósofo coreano Byung-Chul Han lo ha dicho de otra manera: las sociedades que se obsesionan con la transparencia suelen esconder nuevas formas de opacidad. Y eso somos: un país que presume de transparencia mientras construye estructuras burocráticas opacas donde se toman decisiones decisivas sin rastro, sin testigo y sin responsabilidad.
Y al final, ¿qué queda?
Queda el deterioro lento y doloroso de la confianza. La democracia se sostiene sobre algo frágil como es la creencia de los ciudadanos en que las instituciones son justas. Cuando un país pierde esa confianza, pierde también su capacidad de gobernarse. La corrupción no solo roba dinero: roba legitimidad, roba futuro, roba sentido de pertenencia.
Por eso la palabra “espiral” es tan devastadora: porque señala que seguimos cayendo; que no estamos ante un pequeño desvío del sistema, sino ante un movimiento que arrastra al sistema entero.
Pero quizá lo peor no sea la corrupción en sí, sino la resignación que genera: esa sensación de que “son todos iguales”, de que “siempre ha sido así”, de que “no tiene arreglo”. La corrupción triunfa cuando consigue convencernos de que no es posible otra cosa. Es ahí donde se vuelve invencible.
Pocos fenómenos sociales se vuelven tan peligrosos como aquellos a los que hace referencia la famosa frase: «siempre ha sido así». Esa frase constata que la corrupción vence a la ciudadanía cuando convierte lo que es absolutamente inaceptable en algo normal. Sin embargo, eso es una falsedad radical: hay países donde, simplemente, no se acepta ese famoso «todos son iguales» o «siempre ha ocurrido así«. Lamentablemente, en nuestro país no hemos llegado a renegar de esas percepciones de la ciudadanía. Como ejemplo, hemos asistido a situaciones en las que un partido se ha visto envuelto en escándalos graves y apenas pierde apoyo electoral. El mensaje implícito es claro: haz lo que quieras, mientras mantengas a tu base de electores.
Por ello, lo que necesitamos no es más indignación pasajera. Esa indignación ya la tenemos cada vez que un caso estalla. Lo que necesitamos es repensar la estructura, rediseñar los mecanismos, construir instituciones que no dependan de la virtud, sino de la vigilancia efectiva. La corrupción no desaparece porque un ministro o un alto cargo dimita: desaparece cuando no puede ocurrir.
Estamos atrapados en una espiral. Pero las espirales, por definición, pueden romperse. Para eso hace falta lucidez, coraje y una ciudadanía que no renuncie a exigir lo que es suyo: un Estado que no esté al servicio de unos pocos, sino de todos.
Aunque difícil, esa ruptura todavía es posible…
Replica a CÉSAR YAGÜE Cancelar la respuesta