El caso Ábalos–Koldo y el Gobierno actual.

España vive hoy instalada en una contradicción importante: presumimos de ser una democracia avanzada, pero emergen prácticas que erosionan desde dentro la credibilidad del sistema. La corrupción ya no es sólo un maletín con dinero, o sobres, o el alcalde que recalifica para un primo: es una red silenciosa de favores, influencias y estructuras podridas que se reproducen bajo el disfraz de la normalidad. Los partidos funcionan como maquinarias cerradas que colonizan instituciones, reparten cargos por obediencia y convierten el Estado en un campo de batalla donde cada parcela se defiende como un botín. La administración profesional intenta resistir, pero los nombramientos políticos —cada vez más numerosos— distorsionan las decisiones técnicas y abren grietas por donde asoma el clientelismo.


La entrada en prisión preventiva de José Luis Ábalos y Koldo García ha abierto una grieta que el Gobierno no puede cerrar con comunicados apresurados, portavoces indignados, ni maniobras parlamentarias. Lo que está en juego no es un “episodio puntual” del pasado, ni una “trama ajena” a la estructura de poder actual. Lo que está en cuestión es la continuidad de un modo de gobernar que no solo toleró, sino que normalizó e, incluso, amparó a quienes hoy están en prisión.

Presentar este caso como una excepción es imposible sin falsear la realidad. Las condiciones que lo hicieron posible siguen existiendo: ausencia de controles efectivos; apoyo político, incluso cuando ya había indicios de irregularidades; nombramientos concebidos como recompensas de lealtad antes que como reconocimiento del mérito; o la creación de intermediarios informales —como Koldo— sin rango técnico, pero con capacidad de influir en decisiones que movían millones de euros. Nada de esto fue accidental.


Desde luego, la corrupción en España tiene raíces profundas. Muchos historiadores han hecho hincapié en el llamado «clientelismo», como forma de relación política en la que alguien con poder ofrece favores, recursos, empleos, contratos, etcétera, a cambio de lealtad, apoyos o votos de individuos o de grupos. En definitiva, un intercambio de favores a cambio de lealtad y obediencia. Desde los primeros ejemplos de clientelismo, hasta las prácticas actuales, el clientelismo se ha sofisticado: nóminas públicas para personas allegadas o afines; contratos diseñados a medida; subvenciones orientadas políticamente; puertas giratorias; redes territoriales de apoyo… Pero, en el fondo, la lógica es la misma. En clave republicana, la corrupción queda definida como la apropiación privada de lo público: usar recursos del Estado para el beneficio propio o de un grupo que es leal o afín.


Volviendo al caso que nos ocupa, el gobierno no puede limitarse a marcar ahora una distancia porque el problema no pertenece al pasado: forma parte del sistema que lo ha permitido. No es posible separar a Ábalos de la estructura política que lo sostuvo. Fue un ministro clave -en los ministerios de Fomento y Transportes-, uno de los principales negociadores parlamentarios y miembro del círculo de personas más cercanas al presidente. No era, por tanto, una figura periférica; era parte de la maquinaria de poder; una pieza fundamental en la construcción de la mayoría parlamentaria y en el diseño del espacio político del actual Ejecutivo. Fue el propio modelo político del Gobierno el que lo colocó ahí, le otorgó responsabilidades y lo mantuvo en una posición central. Por eso, este caso no solo compromete a estos dos individuos: compromete a todo un modelo gubernamental que llamó “progreso” a lo que en demasiadas ocasiones fue puro pragmatismo y reparto interno. Un modelo que se presentó como regenerador y éticamente superior a gobiernos anteriores de la derecha —también golpeados por la corrupción— y que hoy aparece erosionado por sus propias prácticas.

El Gobierno ha intentado situar este escándalo fuera de su perímetro moral: como si Ábalos hubiera sido un satélite suelto, un traidor aislado. Pero lo cierto es que la red política que lo rodeaba, lo promovía y lo blindaba formaba parte de la maquinaria gubernamental.

La cuestión, por tanto, no es: “¿Qué hizo Ábalos?”, sino: ¿Qué permitió el Gobierno para que Ábalos pudiera hacer lo que hizo?”

Esta cuestión es decisiva porque ningún acto de corrupción complejo ocurre sin la concurrencia de circunstancias favorables: controles relajados; lealtades internas que están por encima de la ética política; o el convencimiento de que el partido y el gobierno son más importantes que lo público.


Este es el corazón del problema: la estructura del poder permitió que figuras sin cualificación, pero con proximidad política, se movieran con soltura en la gestión de millones de euros. No es que el Estado no supiera lo que pasaba; es que muchos preferían no saberlo.

En ese terreno de sombras, “Soluciones de Gestión y Apoyo a Empresas, S.L.” pasó de ser una empresa marginal a ser la receptora de 53 millones de euros en apenas unas semanas. Y cuando la fase sanitaria -en la pandemia-terminó, la red no se disolvió. Continuó en la obra pública, en las licitaciones ferroviarias, en los contratos de mantenimiento, donde intermediarios y empresas tejieron una segunda capa de favores, presiones y comisiones.


Llegados a este punto, el poder no puede alegar inocencia estructural, ni mucho menos presentarse como una víctima de las circunstancias o como un mero espectador que ha sido sorprendido por los acontecimientos. ¿Por qué? Porque todo eso deja de ser válido cuando durante años la propia estructura del poder creó, alimentó y sostuvo las condiciones para que presuntos delincuentes como Ábalos, Koldo o Cerdán actuaran con margen, influencia y protección política.

Afirmar que el gobierno no puede alegar inocencia estructural significa que no puede desentenderse; que no puede proyectar la culpa sólo sobre dos personas; que no puede presentarse como víctima y que no puede negar que su propio modelo hizo posible lo ocurrido. En otras palabras, el caso Ábalos-Koldo no es paradigmático de una conducta individual desviada, sino de un fallo del sistema y, cuando el fallo está en el sistema, éste no puede declararse inocente.


Aquí nos resulta útil el pensamiento de Michel Foucault. El filósofo francés mostró que el poder ha dejado de presentarse como una fuerza visible -ya no es un soberano que castiga, ordena o impone-, sino que se presenta como un poder administrativo, técnico y gestor. Es decir, el poder se ha convertido en administración, técnica y gestión de la vida colectiva. Se trata de un tipo de poder que no está caracterizado por la autoridad o la tradición, sino por su capacidad para gestionar poblaciones, recursos, comportamientos, etcétera.

Por eso, la política se convierte hoy ante todo en una política de gestión y por eso los gobiernos hablan de «gestionar una crisis», «gestionar recursos», «gestionar migraciones», «gestionar contratos», «gestionar emergencias«, etcétera. Para nuestro filósofo, en realidad, toda gestión es una forma de poder, solo que revestida de tecnicismo.

Pero esta gestión técnica del poder, nunca es neutral. ¿Por qué? Porque crea jerarquías, genera dependencias, normaliza comportamientos y selecciona quién entra y quién sale del circuito de decisiones políticas y/o económicas. Es decir, la gestión crea intermediarios más o menos informales, alienta fidelidades personales, repartos internos de cargos, etcétera. Eso también forma parte de la gestión real, aunque no aparezca en los discursos programáticos. La trama Ábalos-Koldo no es una accidente externo a la gestión, sino que es producto de esa segunda capa de gestión que suele permanecer oculta: un ministerio no es sólo un organigrama, sino una red de influencias, contactos, favores y accesos que se van configurando y sedimentando. Por eso, cuando desde el poder se dice: «esto no tiene que ver con nosotros«, Foucault respondería: sí tiene que ver porque forma parte de la red de gobierno que se ha construido.

Como tantos otros gobiernos europeos actuales, el de nuestro país también opera con esta lógica tecnocrática, uno de cuyos resultados es la aparición de tramas de corrupción como la de Ábalos-KoldoCerdán -que no es la única activa hoy en España- que surgen como producto de un sistema que permite situarlas en una frontera entre el servicio público y la oportunidad privada de lucrarse, para sí mismo o para los allegados, que es muy difusa.

Siento, con gran pesar y decepción cívica, que la narrativa de la regeneración, de la transparencia, de la nueva política, etcétera, proclamada en España durante la última década, haya sido derribada por un hecho incuestionable: un ex-ministro en activo, diputado, entra en prisión por riesgo extremo de fuga. Por tanto, la regeneración no puede seguir proclamándose: se practica; y la transparencia no se declara: se demuestra.

Pero lo cierto, en este caso, es que el ejecutivo fracasó al no ver, o al permitir, que un ministro importante operase dentro de una trama que hoy es investigada como criminal.

Lo que la trama revela —en su crudeza, en su torpeza, en su impunidad— es que durante años se cultivó un sistema donde los favores tenían más peso que las responsabilidades, y donde esa impunidad caminaba más rápido que los órganos de control.

Es cierto, por otra parte, que la responsabilidad política no implica una culpabilidad penal. Pero sí implica que el poder tiene que extremar la vigilancia, el rigor y los límites. Que el Sr. Ábalos entre en prisión preventiva no incrimina judicialmente al gobierno, pero sí lo incrimina moral y políticamente. Otra filósofa, ya recurrente en este blog, Hannah Arendt, diría que el verdadero peligro de las democracias no es la corrupción en sí, sino la incapacidad de reaccionar ante ella. Y hoy vemos un gobierno que parece no querer asumir la responsabilidad política y actúa a la defensiva, con una grieta abierta que, en este caso, no es coyuntural, sino estructural, y en política nada erosiona más la legitimidad que la impresión percibida por los ciudadanos de que aquellos que deberían proteger lo público permitieron un sistema que facilitó su saqueo.


La tremenda crisis por el caso Ábalos-Koldo (también Santos Cerdán) deja al gobierno del Estado ante una verdad incómoda: no basta ya con comunicados tácticos. La magnitud del escándalo obliga al ejecutivo a una catarsis radical que tal vez no pueda superar, porque ha emergido como resultado directo de un sistema político, moral y administrativo que el gobierno heredó, pero también preservó y normalizó.

En este punto, la disyuntiva es inevitable: o se rompe con la racionalidad del poder que ha permitido la corrupción, o nos instalaremos en un ciclo donde cada escándalo será presentado como una anomalía puntual, cuando en realidad no hace sino revelar la estructura profunda que opera bajo el poder oficial o institucional.

Este caso, por tanto, no exige únicamente explicaciones institucionales ni una purga interna en el partido. Exige una transformación radical en el modo de gobernar que suprima de una vez por todas los intermediarios, las lealtades y dependencias personales y desmonte las redes de influencia que operan dentro de la maquinaria administrativa con impunidad y naturalidad.

2 respuestas a “El caso Ábalos–Koldo y el Gobierno actual.”

  1. Querido Mariano.

    Efectivamente la corrupción política no es partidista, es algo sistémico que mancha por igual la actividad política de todos los signos, no solo en España sino a nivel mundial. Como muy atinadamente planteas en tu artículo parece que la estructura del poder propicia y fomenta la aparición de tramas corruptas, que además se retroalimentan favoreciendo la continuidad en el desempeño del poder gracias a las redes clientelares.

    Es cierto que se hace urgente una transformación radical del sistema de modo que los controles no puedan saltarse ni rodearse. Pero, en mi opinión, la dificultad para conseguir esto no es solo que sea necesario superar el actual clima de división y enfrentamiento para que los políticos se sienten a buscar soluciones útiles, sino que hay que concienciar a los ciudadanos para que sean absolutamente intolerantes frente a estas prácticas, vengan de donde vengan. Y es aquí donde creo que está la dificultad máxima.

    Tengo para mí que la corrupción está en la naturaleza humana y no somos conscientes de ello. Desde los principios de la humanidad siempre han existido personas o grupos que han intentado (y lo han conseguido) aprovecharse de los demás. La corrupción política, que se pone de manifiesto de forma continuada en casos como los de Ábalos-Cerdan- Koldo, Diputación de Almería, Gürtel, Filesa, …., no es mas que una manifestación más de esta realidad.

    El problema es que como ciudadanos tenemos tendencia a escandalizarnos con estos casos pero no somos conscientes de nuestra propia tendencia a la corrupción. Tal vez sea por la tradicional picaresca española, pero no tenemos escrúpulos para comprar artículos o contratar servicios sin IVA, incluso se mira con simpatía y casi se jalea al que defrauda hacienda o a la seguridad social (siempre que no sea un personaje público). Desde luego, no es lo mismo comprar una camiseta en el Top Manta o cobrar el paro mientras se hacen “trabajillos extras”, pero la tolerancia hacia estas “cosillas” allana el camino a que, tras la alarma inicial, normalicemos los escándalos de corrupción  política. Mientras los ciudadanos no pongamos nuestro listón moral mas alto, difícilmente se evitará que cuando un chorizo (o un grupo) tenga oportunidad de meter la mano en la caja común, lo haga. Mi madre contaba un chiste que refleja muy bien esta idiosincrasia:

    • Un tipo rezando en la iglesia: Señor, Señor, yo no te pido que me des nada, solo te pido que me pongas donde haya.

    Perdona el desahogo, pero me desespera que una vez tras otra tropecemos siempre en la misma piedra. Aunque España no tiene la exclusiva de la corrupción, como podemos comprobar en las noticias, parece que la respuesta ciudadana en otros países es mucho mas firme que aquí.

    Un abrazo.

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    1. Buenas tardes César.
      Como siempre, muchas gracias por la lectura del blog y por tus comentarios.

      Creo que, en esta ocasión, coincidimos casi en plenitud. Nuestro punto de partida es común: la corrupción no es patrimonio de un determinado partido y en España se manifiesta de manera sistémica. Se trata, por tanto, de un problema no sólo institucional sino también cultural, porque el ciudadano tolera y reproduce formas de corrupción aunque sea en pequeña escala.
      Por otro lado, añades cuestiones interesantes que yo he obviado en mi entrada del blog: en primer lugar, una conexión con la tradición tan española de la picaresca que se pone de manifiesto en prácticas actuales que una gran parte de la población realizamos en algún momento (no pedir facturas; trabajos en «negro», top manta…); en segundo lugar, aportas una crítica muy acertada al bajo listón moral de la ciudadanía extendiendo la responsabilidad no sólo a los políticos, sino al conjunto de la sociedad, exigiendo una cultura de la intolerancia total a cualquier tipo de corrupción.
      Aún así, mi posición es la de no perder la esperanza, al menos totalmente, en que el hartazgo de los ciudadanos vaya, poco a poco, forjando una conciencia y un compromiso contra la corrupción, y con la defensa de la verdad.
      Tu desahogo es valioso y es bueno compartirlo con otras personas porque eso supone el primer paso para evitar la resignación y también evitar pensar que la batalla está definitivamente perdida.
      Un fuerte abrazo.

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